domingo, 13 de marzo de 2016

La lectora de Oscar Wilde

De vuelta de ver a mi madre como es usual los días domingo, me siento en la micro al lado de una joven. Leía El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Solamente de curioso, forzando la situación, buscando alguna coincidencia para luego escribir, leo de reojo algunos pasajes. Señala con el dedo lentamente uno que decía: "El mundo siempre puede llegar a tener la reputación de un ser civilizado". Vuelvo a mirar hacia afuera del vidrio, disimulando una mirada perdida. En una segunda leída me impactaron las llagas del brazo izquierdo de la joven. Eran evidentes llagas de cortes con un objeto filoso. Demasiado notorias. Su faz, sin embargo, en el momento de la lectura se veía tranquila. Incluso al parecer no le preocupó el hecho de que leyera de forma solapada su libro, haciendo ver que no fui lo suficientemente cauto. Las llagas y la tranquilidad lectora de la joven, la hacían de inmediato persona de admiración. Personaje de literatura. Pareciera que aún no habiendo avanzado lo suficiente en la lectura de la novela, la joven ya presentaba los síntomas del deseo de felicidad de Dorian Gray. Su reflejo en la lectura era el equivalente al cuadro en la obra: Envejecía pero con cierta serenidad única. Ella en cambio fuera de la novela se apreciaba con los estigmas de una vida de descontrol emocional, todavía con el rastro dramático de un impulso juvenil, suponiendo que los cortes se los hubiese proporcionado ella misma. La joven, indiferente pero, por lo mismo, misteriosa, no advertía la importancia de esa lectura. En ese minuto dentro de la micro la diegesis se quebraba. Los pasajeros parecían pálidos, inclusive irreales, ante esa visión. Ya llegando al plan, me bajo antes que ella. Tras el sonido de un mensaje, cerraba el libro cuidadosamente en la parte que había acabado de leer. Algo sorprendido, y de camino a casa, me reviso el brazo izquierdo como por inercia. Un reflejo involuntario. Exceso de literatura. Llego al departamento. Trato de ordenar las cosas para mañana. Pero no puedo evitar pensar en el libro y en la llaga del brazo de la chica. Sin embargo, mantengo oculto ese pensamiento, reprimo esa imagen como una extravagancia, temiendo que vuelva a repetirse. Pero también deseando que cobre forma en las palabras, que permanezca para siempre ahí, bella, cautiva, impasible como en el retrato de Dorian Gray, porque también eso, por bizarro que parezca, forma parte de la reputación secreta de un aspirante a la civilización.

El invitado canino


En la esquina de la Catedral de Valparaíso, una turba de gente esperaba anoche la salida de unos novios acabando de casarse. Había muchos que eran marinos. También harta chica medio cuica, alta, delgada, de rasgos caucásicos. Una que otra de rasgos más humildes, pero no menos refinada. Vestidas para la ocasión, pero de todos modos, sueltas, risueñas, buenas para la talla, como buena chilena. Así se ve a simple vista un casamiento naval. Al pasar por ahí uno se convertía en espectador. Mucho rato esperando para cruzar los invitados podrían creer que uno está puro sapeando o, peor aún, que se quiere colar. Lo más particular de la noche fue un perro que no paraba de ladrar alrededor del gentío. El ladrido del perro no sabía si estaba lleno de emoción o de enfado por invasión de territorio. No sabía si el perro hacía las veces de guardia de seguridad, o de vagabundo misántropo que les echaba la espantada a esa tropa de invitados indeseables. Solo una vez que se asomaron los novios, y se dispersaron entre la multitud para entrar al auto, el perro como que se calmó y dejó de ladrar. Sin embargo, una vez que el auto comenzó su marcha, corrió tras el vehículo. Los invitados, entre satisfechos y expectantes por la fiesta de la noche, seguían allí, regocijados por la felicidad ajena, extasiados por celebrar el sagrado vínculo, antes de que los alcance a ellos y la historia se revierta. El perro, mientras tanto, seguía inútilmente el vehículo. Cuando ya vio que lo perdió, se devolvió a su territorio todavía invadido por la muchedumbre de invitados. En ese momento no se sabía si quería solo perseguir las ruedas o realmente quería putear a los novios por casarse en su territorio. (O, imaginando que el perro fuera un aguafiestas, simplemente por casarse). De esa forma, con paso lento, resignado, volvió donde los invitados. Como buen solitario, no quiere saber de matrimonios. El perro de verdad no se casa, solo quiere ladrar, comer, y a lo sumo follar. Se parece mucho en eso a los hombres. Solo que se desespera cuando no sabe qué pasa, y cuando ve que ya no tiene alternativa entra de colado, entra de colado en su propio territorio ya invadido, a ver si logra retomar su antigua vida, o sacar provecho de los invasores. El simpático animal caminó finalmente cerca de una de las niñitas cuicas que tenían por pareja un marino, a medida que se iba, como tratando de ver si acaso podía al menos contagiarse de la felicidad humana, e irse tranquilo a la próxima esquina.

Dos anotaciones dominicales

1

El Lunes entro a trabajar temprano. Curiosamente, todas las horas restantes se sienten como las últimas...


2

La hora límite entre el no hacer nada, y el hacerlo todo (y no me refiero precisamente al comercial). Nunca puedo dar con el nombre exacto para esa hora...