viernes, 9 de enero de 2015

El viejo y la rubia en la Iglesia de Verano

En la Iglesia de los Padres Franceses, durante la tarde, una rubia entraba al costado de la gruta de la Virgen, justo al lado de un señor de edad, que parecía observar la figura de la inmaculada con cierto aire de nostalgia y con una solemnidad aprendida tras años de sacrificio, una suerte de respeto secular que los hombres mayores todavía presentan hacia los viejos cultos, aunque a su alrededor se cayesen los vestigios del último templo y el sol provoque un caldo de cultivo para el deseo, justo frente a la vieja casa del señor del puerto. Se trataba de un estival acto profano (etimológicamente, fuera del templo) que afirmaba la mirada frente a la plaza al aire libre, como si se tratase de algún paraíso a la chilena, con el calor suficiente para hacer que las jóvenes busquen sombra al alero de la iglesia. Esa chica en particular fue una revelación, ya que acudió en pleno verano a la gruta de la virgen con el fin de rezar, justo al lado del señor aquel que se mantenía estoico en su posición devota. Alguien debería tener registro patrimonial de esos inesperados momentos, ya que la imagen postal estipula que cualquier atisbo de religiosidad católica siempre tiene que venir acompañado de cierto aire fúnebre para nada juvenil y, por lo tanto, casi siempre inclinado hacia la gente en el ocaso de su vida. La existencia de la joven rubia en ese lugar demostró que es también plausible el acto religioso, no tan solo como algo solemne que sublima los impulsos de la naturaleza, sino que como algo subjetivo que le concierne a la circunstancia de cada quien. El viejo pudo, de hecho, ir a la playa y, en un acto de devoción, contemplar la belleza del paisaje y de los cuerpos; y la muchacha del verano pudo encontrar en la tranquilidad de la iglesia un regocijo ante su quizá lastimado orgullo por no se sabe qué motivo. 

Tras ese casual encuentro entre la rubia joven y el viejo, ambos inclinados ante la virgen, ¿Será todavía posible que el culto religioso siga teniendo esa clase de adeptos, aunque fuese un puro acto de tradición o una salida traviesa para escapar del sol abrasador de verano? Porque aún hay más. La chica, contra toda expectativa, sacó de su cartera un celular y fotografió a la virgen, y el viejo, casi en un acto sincronizado, ingresó inmediatamente al templo, a la vez que la chica de la foto salió a la calle en dirección a la plaza. Quizá qué pensaban en ese momento. Puede que la mujer haya entrado de verdad a rezar por alguna manda y haya querido llevarse una imagen de la virgen, para tenerla como referente de fe y de belleza, o puede que el viejo haya entrado de paso en búsqueda de alguien cercano como quien entra a un campo de batalla ¿Creyeron realmente en lo que hicieron, con respecto a la iglesia o incluso a Dios? En el fondo, no importa. El dogma y la fe no explican el acto caótico y hermoso de la fotografía. No explican que la joven y el viejo se hayan topado en ese lugar tan poco probable, bajo parámetros tan distantes. Cada quien armó su fe a la medida de sí mismos, pero la gruta de la Virgen, punto de tensión de la tarde, fue la zona absoluta. La chica guardó la imagen para su colección, al parecer, la pureza anhelada o perdida; el viejo, en cambio, se limitó a contemplarla, demasiado bella para ser admirada o tal vez una forma de invocar a la madre o a la mujer en su totalidad. Sin embargo, los caminos de la escritura son misteriosos: se acaba en una esquina, derechamente muerto, en la búsqueda de la pureza, como un pontificador de lo profano, porque es posible que la chica, en realidad, no se haya visto en la Virgen, sino que a sí misma en ella; porque el viejo nostálgico se buscaba a sí mismo en la mirada de la gruta; y porque todos pasaron por allí, con la cámara, con la memoria, y con un texto en mano bajo un calor ridículo, como si en ese puro paseo, el Sol de Valparaíso fuera a coronar nuestra herejía.