En la Iglesia de los Padres Franceses, durante la tarde, una
rubia entraba al costado de la gruta de la Virgen, justo al lado de un señor de
edad, que parecía observar la figura de la inmaculada con cierto aire de
nostalgia y con una solemnidad aprendida tras años de sacrificio, una suerte de respeto secular que los hombres mayores todavía presentan hacia los viejos cultos, aunque a su alrededor se cayesen los vestigios del último templo y el sol provoque un caldo de cultivo
para el deseo, justo frente a la vieja casa del señor del puerto. Se trataba de un estival
acto profano (etimológicamente, fuera del templo) que afirmaba la mirada frente a
la plaza al aire libre, como si se tratase de algún paraíso a la chilena, con el
calor suficiente para hacer que las jóvenes busquen sombra al alero de la
iglesia. Esa chica en particular fue una revelación, ya que acudió en pleno verano a
la gruta de la virgen con el fin de rezar, justo al lado del
señor aquel que se mantenía estoico en su posición devota. Alguien debería
tener registro patrimonial de esos inesperados momentos, ya que la imagen
postal estipula que cualquier atisbo de religiosidad católica siempre
tiene que venir acompañado de cierto aire fúnebre para nada juvenil y, por lo tanto, casi
siempre inclinado hacia la gente en el ocaso de su vida. La existencia de la joven rubia en ese lugar demostró que es también
plausible el acto religioso, no tan solo como algo solemne que sublima los impulsos
de la naturaleza, sino que como algo subjetivo que le concierne a la circunstancia
de cada quien. El viejo pudo, de hecho, ir a la playa y, en un acto de devoción, contemplar la belleza
del paisaje y de los cuerpos; y la muchacha del verano pudo encontrar en la tranquilidad de la iglesia un regocijo ante su quizá lastimado orgullo por no se sabe
qué motivo.
Tras ese casual encuentro entre la rubia joven y el viejo,
ambos inclinados ante la virgen, ¿Será todavía posible que el culto religioso
siga teniendo esa clase de adeptos, aunque fuese un puro acto de tradición o
una salida traviesa para escapar del sol abrasador de verano? Porque aún hay más. La
chica, contra toda expectativa, sacó de su cartera un celular y fotografió a la
virgen, y el viejo, casi en un acto sincronizado, ingresó inmediatamente al templo,
a la vez que la chica de la foto salió a la calle en dirección a la plaza.
Quizá qué pensaban en ese momento. Puede que la mujer haya entrado de verdad a
rezar por alguna manda y haya querido llevarse una imagen de la virgen, para tenerla
como referente de fe y de belleza, o puede que el viejo haya entrado de
paso en búsqueda de alguien cercano como quien entra a un campo de batalla ¿Creyeron realmente en lo que hicieron, con respecto a la iglesia o incluso
a Dios? En el fondo, no importa. El dogma y la fe no explican el acto caótico y
hermoso de la fotografía. No explican que la joven y el viejo se hayan topado en ese
lugar tan poco probable, bajo parámetros tan distantes. Cada quien armó su fe a
la medida de sí mismos, pero la gruta de la Virgen, punto de tensión de la
tarde, fue la zona absoluta. La chica guardó la imagen para su colección,
al parecer, la pureza anhelada o perdida; el viejo, en cambio, se limitó a
contemplarla, demasiado bella para ser admirada o tal vez una forma de
invocar a la madre o a la mujer en su totalidad. Sin embargo, los caminos de la
escritura son misteriosos: se acaba en una esquina, derechamente muerto, en la
búsqueda de la pureza, como un pontificador de lo profano, porque es posible
que la chica, en realidad, no se haya visto en la Virgen, sino que a sí misma en ella; porque el viejo nostálgico se buscaba a sí mismo en la mirada de la gruta; y
porque todos pasaron por allí, con la cámara, con la memoria, y con un texto en
mano bajo un calor ridículo, como si en ese puro paseo, el Sol de Valparaíso
fuera a coronar nuestra herejía.