jueves, 25 de enero de 2018

Hay en el gesto de reconocimiento del otro, por particular o interesado que parezca, un algo que puede dejar una huella, una vibración. Pasó hoy con una artista del medio local que entró a comprar al almacén de la esquina. No la había reconocido en un principio hasta que en una sincronía misteriosa di con ella. La misma a la cual había visto tocar un par de veces con su banda en algún local de valpo. La misma que escribió el libro dramático que compré en el stand de libros independientes de la feria de viña. Le hice saber que seguía de cerca su trabajo. Entonces, con suma confianza, se explayó sobre la música alternativa, sobre el mundo de la actuación, sobre lo peludo y a veces estoico que resulta salir adelante en un medio hostil. Pero recordó de inmediato las palabras de su otrora maestro Juan Radrigán, quien siempre tenía razones para hacerle creer que sí se puede. Así cobró una nueva faz. El ánimo que se escondía en ella de repente se revelaba. El entusiasmo había hecho lo suyo en nuestra persona. A raíz del espíritu de Radrigán, seguí explicándole que la idea era apoyar el arte under a como de lugar, de la manera que fuese, aunque los vinagres de siempre persistan en su abulia, con el pulso y la garra requerida para conformar una voz, una voluntad pura desde las sombras. Esa era la parada que valía la pena. Porfiar, a veces atinar, a veces fracasar, fracasar mucho, demasiado, pero porfiar, porfiar hasta dar con eso que permita pasar al siguiente nivel, hacia lo que llamaba Baudelaire, el éxtasis de lo desconocido. Terminando de hablar, quedábamos en que ella me haría el autógrafo de su libro y de su disco. Un abrazo de reconocimiento mutuo sellaba la milagrosa coincidencia. Una palabra y un aliento para volver a respirar el sueño de la realización.

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