viernes, 18 de octubre de 2019

“El día del Rey”: Crónica-review sobre el debut de King Crimson en Chile.


La caravana 

Red sonando de ringtone un domingo por la mañana. “Es el día del Rey”, me dije a mí mismo aquel 13 de Octubre. Ella, aún recostada, estupenda en su placidez, notaba mi ansiedad por verlos tocar ese día. Era inevitable no terminar pegado una y otra vez contra la colección discográfica, como invocando algún viejo rito de adolescencia, cuando el Rey Carmesí solo figuraba en alguna remota lista de Soulseek, quemado en mp3 desde el cibercafé del plan en Pedro Montt, o también dentro de una de esas legendarias grabaciones piratas que un loquito en Carrera vendía a precio huevo, escondido de los pacos. Revisaba la entrada de manera repetida. La guardé en un bolsillo escondido de la billetera, procurando que no se doblase como los billetes de a luca fondeados a la mala. Luego llamé a M, el amigo con el cual me juntaría para entrar al Movistar Arena. M ya se hallaba en Santiago con la abuelita, puesto que el plan inicial era quedarse en su casa después de haber terminado el recital. Confirmaba que estaría en el parque una vez que abrieran las puertas, pero nada seguro respecto a la estadía por esos lares. De ese modo, M pospuso el plan para priorizar el encuentro en las afueras y quizá vacilar algo en la entradita al recinto. 

En cuanto se acercaba la hora, calculaba mentalmente el tiempo que tomaría llegar desde Estación Central hasta el Parque O Higgins, procurando llegar justo al abrirse las puertas, con tal de no perderme ni un segundo del show. Al entrar al terminal, resultó que otros compadres también iban al concierto. Una suerte de hermandad crimsoniana. Entre ellos se encontraban dos locos de la u. Una vez que arribamos a la capital, relativamente temprano, el plan era marchar caminando hasta el lugar, en una auténtica caravana progresiva. Los locos llevaban guardado algo pa la mente. La idea era tomarse un pitcher, aplacar la sed y salir de Estación Central para llegar a pata hasta el sector de Av Bernardo O Higgins. A medida que avanzábamos, el ambiente lacrimógeno conspiraba, conforme el gentío iba desapareciendo. Momento propicio para derivar hacia el bandejón de la avenida y fumarse unos cuantos cogollos hechos a la rápida. “Para apreciar al Rey en su totalidad hace falta estar un poquito ido”, repetía unos de los pilotos, mientras sostenía con una mano el pito y con la otra una colección de cuentos de Flannery O Connor. 

Así pasó la hora y el reloj marcaba las cuatro y media. Hora propicia para emprender rumbo al parque. Derivamos hacia un sector de casas coloniales. Todo parecía la antesala a la corte del Rey. Luego al llegar a Blanco Encalada doblamos en dirección a Tupper. Sonaba en Spotify, Exiles, del disco Larks Tongues in Aspic, y lo cierto es que con cada paso que dábamos, un exilio interno nos impulsaba, un ánimo de naufragio movido por una melomanía contracorriente. A paso raudo nos abríamos paso hasta dar con la entrada a Fantasilandia. Consultamos con un guardia por el costado de los estacionamientos y el loco nos confirmó la entrada por Tupper. Cruzamos por fuera del acceso a Fantasilandia, y la música de fondo que poco a poco se asomaba nos servía de radar sonoro. 

Ya llegando al parque la masa se hallaba difusa por todas partes. Bajo el cielo aborchonado y el efecto temprano de la marihuana, nos colamos a través de la hierba para fumar otro poco, y la gente que por allí pululaba ansiosa de ver al Rey figuraba dispersa, solo unida por la expectativa. M ya había cruzado la entrada al Movistar Arena y se había servido una chela solo a la espera del Rey. Nosotros estábamos a punto de matar la cola, no temiendo a ningún paco, para poder entrar totalmente mentalizados, enfrascados con la euforia colectiva. Llegando a la entrada, el respectivo protocolo de ingreso. Los locos habían fondeado los cogollos en alguna parte, como por arte de magia. Adentro, gran cantidad de fanáticos sacándose fotos con la portada del Schizoid man. La leyenda rezaba “Bienvenidos a la Corte del Rey”. Y a un costado, una foto con la actual agrupación del Rey, que rezaba “Bienvenidos a una experiencia única”. No alcanzamos a posar debido a la premura por hallar el punto que nos llevara a cada uno hacia la ubicación que le correspondía. Pero todo parecía indicar que habíamos cruzado un umbral, un umbral bajo el cual se tendía el manto de un ánimo exaltado. Cada quien con su polera del aniversario 50 o del logo de la banda; afiches que iban, vinilos que venían, todos apilados a un lado de los stands de mercadeo oficial, o bien dirigiéndose rápidamente hacia las ubicaciones del recinto para calar los mejores puestos. Nos separamos con los compas de la u justo al medio del ingreso, pasado el umbral. Ellos iban a Golden; yo, a Platea baja: “éxito”, decía uno de ellos, despidiéndose, avizorando lo que pronto se venía. 



La ceremonia 


"La música es el vino que llena la copa del silencio." Fripp 

Mi puesto en la corte fue a un costado del escenario. En el momento que llego estaba tocando Santiago Quintet, una más que impecable agrupación que finiquitaba una improvisación de cuerdas a medida que la cofradía crimsoniana seguía sumando adeptos, entrando cual feligreses a través de las distintas intersecciones del recinto. Una especie de trance ambiental sonaba para llenar el vacío de la espera. Un telón de fondo azul funcionaba como el escenario sobre el cual se evocaría un cielo repleto de arrullos pero también de imprecaciones. Cuando ya se acercaba la hora, comenzó a emitirse un comunicado respecto al uso de celulares y a la petición de la banda para disfrutar de la música sin interrupciones. La voz decía claramente: “La única tecnología necesaria serán sus ojos y sus oídos”. Y en general, así fue. Un público increíblemente conectado con la experiencia, más allá de subjetividades o de conflictos puntuales. Una masa identificable perfectamente por el sentir de la música, un espíritu crimsoniano común. Se apagaron las luces, y la gente se alzó de inmediato, enfervorecida por la expectación que la mantuvo en vilo durante casi todo el año. 

Lo primero que sonó fue Hell Hounds of Krim, el arranque perfecto de parte de esa hidra de tres cabezas que conformaba la base rítmica de la banda. Después vino de inmediato The construKction of light, quizá un tema que va más en la línea de la experimentación noise que vienen desarrollando desde su encarnación de nuevo siglo. El público comenzaba a calentar motores de forma progresiva. La inyección vino a la vena con Cirkus, remitiendo en el instante al King Crimson más clásico, al de la encarnación que aún tenía entre los suyos a Peter Sinfield, letrista de culto de la banda, y uno de sus primeros grandes referentes. Mel Collins estaba junto a la banda cuando sucedía tan inaudita revelación, aportando con la cuota de vientos al son de un inspirado saxo. Cuando conspiraba de entre las sombras el siempre enigmático y omnipresente Robert Fripp con el riff de Red, la locura fue total. Se desataron unos gritos de devoción que casi iban a la par con aquel rock atronador que recuerda demasiado al grunge de los noventa o al temprano metal progresivo de fines de los ochenta. Y, sin embargo, la feroz nostalgia afloró, en el momento en que la melodía de Epitaph lo envolvía todo. La gente coreaba a viva voz, “Confusion will be my epitaph”, con tanta pasión que se sentían parte de una dulce ceremonia de vida y de muerte. Yo mismo alcancé a soltar unos lagrimones cuando Jakko remataba el tema con un largo y tendido “crying”, en una digna interpretación para un tema vocalmente tan difícil (considerando que lo interpretaba con maestría el legendario Greg Lake). 

Al acabar aquel viaje hacia el King Crimson más nostálgico, volvía a conspirar aquel monstruo, aquella hidra de tres cabezas con Drumzilla, en un ataque de percusión tan bestialmente sincronizado que no parecía haber sido tocado en vivo. Lo interesante era que aquellas percusiones de guerra servían como preámbulo para los siguientes temas, bajo una potencia rítmica que ahogaba el silencio y el equivalente al ruido ambiental, por ese entonces, sublimado por la emoción. Cuando tocaron Frame by Frame se sentía como un tema poco esperado pero luego completamente envolvente, retomando esa vez la encarnación ochentera de la mano del stick de Tony Levin. Aquel sonido ascendente pasó a dar lugar a aquellas evocaciones sonoras que solo el instrumento de Levin podía gatillar. Había algo en ese King Crimson ochentoso que recordaba a Talking Heads, pero que acabó por decantar en una completa renovación sonora muy ad hoc a la época new wave. 

El próximo tema, Elektrik, nos sumergía a todos en las arenas movedizas de la experimentación nuevamente, con la encarnación del nuevo siglo, en un corte proveniente del The power to believe. Hay algo en aquella etapa que conecta muy bien con cortes como Fracture o como Thrak, pero la estética de aquel tema se entroncaba directamente con una intuición industrial que se dejaba notar a lo largo del mencionado disco. Un instante particularmente íntimo se dio con Moonchild, tierna melodía que de hecho me recordó a un video en el que sale Sharon Tate bailando en un bosque, a propósito del último filme de Tarantino visto hace poco, o a la película Buffalo 66 con Christina Ricci en el papel de Layla bailando en una sala de bolos. Y ese instante fue solo un dulce intermedio para la avalancha acústica que se venía a modo de remate del set: Larks Tongues in aspic part 2, aquel clásico tema instrumental que arrancó con su ya característico riff cercano al heavy metal. De nuevo, locura total. Todos a esa altura ya se hallaban en otro plano, incluyéndome. Demasiado imbuidos en la energía desatada. Demasiado embotados por la posterior conclusión. Así cerraba con broche de oro la primera parte del show, y daba lugar al intermedio para poder darle un respiro a la comunidad crimsoniana y, de paso, volver los pies sobre el concreto del recinto. 

A la vuelta para la segunda patita. La puntualidad inglesa del Rey no se hizo esperar, y recomenzó la ceremonia apenas acabados los veinte minutos de receso. Volvió a conspirar el batallón de las percusiones, la gran hidra que nos tenía en suspenso con el ataque de Drumsons, para dar pie a Cat food, tal vez uno de los cortes más inauditos, y que representaban la nota discordante en un repertorio volcado hacia lo estéticamente característico de la banda. Ese tono beatlesco pegaba perfecto con el alarido de Jakko y la intervención de Collins en los vientos, y Fripp siguiendo de cerca el punteo de cuerdas. Se sentía una onda blusera bastante sui generis en el momento que Cat Food sonaba. Fue una especie de pasaje intermedio entre tanta turbulencia y solemnidad. Al tocar Islands, el recinto entero comenzó a cubrirse de una sofisticada gravedad, seguida de unas cuantas armonías que recordaban de inmediato a aquella etapa barroca del Rey. Y el rocanrol se desencadenó en el preciso instante en que Jakko tarareaba aquella memorable intro de Easy Money. De esa forma, esta parte del concierto hacía gala de la época setentera del Rey Carmesí, la época en la que aún vivía John Wetton, uno de los más queridos y recordados vocalistas, junto a Greg Lake y Adrian Belew, solo que Wetton marcó aquel punto de inflexión en que King Crimson llevaba su sello estético y su propuesta a su punto de excelencia. 

De pronto, de un golpe avanzamos casi tres décadas en el tiempo para apreciar la época de la experimentación sónica con reminiscencias industriales, específicamente con el tema Radical Action, un tema nuevo, algo estridente, pero que dejaba algo así como un sabor de boca para el batatazo que se vendría después: Level five. En aquella ocasión, el riff central del tema sonaba tan calcado a la versión de estudio, tan potente que costaba mucho pensar que ese grupo de músicos, perfectamente ordenados, compuestos, hubieran podido interpretar algo tan rebelde y pesado al mismo tiempo, algo que debería haber compuesto Ministry o Fear Factory, aunque tal vez no con el virtuosismo ni la técnica imbatible de estos monstruos. Vacile total en un público que no paraba de agitarse ante tantos decibeles, pero siempre contenidos bajo la milimétrica disposición de las butacas en el recinto. Una mezcla un tanto bizarra de compostura inglesa y desenfado artístico. Y eso solo representaba una de las cuantas facetas del show, porque de repente el Rey bajó el volumen y lo tiñó todo de oscuridad, para dar paso a aquella épica sinfonía de Starless. Ovación unánime, conmoción generalizada. A medida que el tema iba avanzando desde su parte más sentida hacia su sección instrumental, el recinto se fue bañando poco a poco de un rojo sangre, el cual fue creciendo oportunamente conforme Starless se acercaba a la parte de mayor intensidad, desencadenando así un clímax que solo aquellos que han reproducido una y otra vez el disco Red alcanzan a apreciar en su totalidad, viviendo la experiencia a la sombra del éxtasis. 

Cuando el momento catártico del show cumplió su cuota, el Rey se volcó por un corte menos solemne y efusivo, y se inclinó por la alternancia de Indiscipline, un tema en el cual Tony Levin se lució como nunca, volviendo a recordar la época ochentera con Adrian Belew, a quien –disculpando a Jakko- sí se le extrañó con su particular interpretación del tema, lo que no quitó ningún ápice de actitud a Jakko, quien oportunamente dio el brochazo maestro con su toque de humor al final de la canción, proclamando a viva voz: ¡me gusta! De esa manera, se iba acercando el amargo final de la jornada, y con qué otro tema que con aquel que encierra el propio nombre de la banda, su propio imaginario: In the court of Crimson King, tema homónimo del álbum que además cumplía exactos 50 años, en una celebración doble para un debut que caló hondo en los anales del rock progresivo. Dada la longitud de los temas en aquella época sinfónica, la gente, dispuesta a seguir adelante con el show, pensaba que el corte acababa en una determinada sección, cuando solo se trataba de una breve pausa para continuar con las partes que recomponían esta gran pieza musical de aire bucólico y majestuoso. El Rey se había sentado en el trono, y sus vasallos solo podían acabar de mirarlo de frente, admirando su figura y viéndose contagiados por su presencia enigmática, oscura pero poderosa. Era el fin de una noche sin estrellas. La banda dejaba a un lado los instrumentos y regresaban tras bambalinas, ante un público que exigía un bis. Pero cuando todos pensaban que el Rey cerraría su función con aquel corte, volvieron al escenario Roberto y compañía para sorprender una vez más a sus huestes, y arremetieron entonces con el tema que todos esperaban: el hombre esquizoide del siglo XXI. Sin duda, un cierre que a su vez le daba la nota a un setlist concienzudamente diseñado para marcar innovación pero también para destacar lo mejor del repertorio del Rey. La sección del solo en el hombre esquizoide fue tal que el trabajo sinérgico de los tres bateristas se hizo notar en todo momento, haciendo explotar pasajes rítmicos desenfrenados en conjunto con la fusión de jazz a cargo de Collins y de rock pesado de parte de Fripp. En suma, una versión del hombre esquizoide nunca antes escuchada de forma tan imponente bajo un registro directo. Al acabar la ceremonia, me pregunté si acaso se trataba de mutantes, tocando de esa manera tan bestial después de tantos años y reencarnaciones. La salida fue, como era de esperarse, un verdadero caos. El público crimsoniano se había vuelto efectivamente el público esquizoide del siglo veintiuno. Completamente fuera de sí, entregados al arrojo de lo sublime, al recogimiento ante la belleza, a la perturbación frente a lo incomprensible, y a la intuición de una inteligencia y creatividad que solo Fripp conoce y se encargó esa noche de expresarla frente a la camada rockera. Como el propio Fripp decía: la música no se toca, es ella la que nos tiene que tocar. Y con ese pensamiento en mente nos juntamos con M en la parte donde los locos se sacaban fotos, frente al dibujo del hombre esquizoide, para tomar el metro atochado, luego la van de acercamiento para regresar por fin de aquella cita endiablada con el Rey Carmesí, aún con la música tocando en nuestras cabezas y en nuestro espíritu exhausto pero satisfecho. Por eso y por más, LARGA VIDA AL REY, CSM!