martes, 3 de enero de 2017

El Samsara en la picá

En la picá de la esquina, a la vuelta de Molina, se escucha a solo un par de mesas la conversación de un caballero recién llegado. Se sienta y platica con quien parece ser su amigo de años. Se le observa jovial, sereno. El otro caballero, su supuesto amigo, le pregunta que cómo está de salud (cuestión que ya pasada la tercera edad se vuelva tan valiosa como el cobre). El caballero jovial le responde que tiqui taca. Se da hasta el gusto de manifestar las otras dos variables de su estado pleno: el dinero y el amor. Dice con total soltura que no le falta ninguna de las dos. Su amigo, siguiendo la respuesta, replica que en el tema del amor "ni fu ni fa", y en el del dinero "naca la pirinaca". Este último creaba el contrapunto necesario a la felicidad de su amigo. De ese modo, el caballero escéptico y su amigo el jovial seguían esta vez una conversación más anecdótica, luego de pedir el menú del día.

Justo en aquel instante se escucha atrás a una chica guapísima, de pelo tomado, vestido y motivos artesanales, hablar con quien parece ser su madre o su tía, sobre el Samsara y la rueda de sufrimiento de la vida, y cómo su conocimiento permitía una vida más espiritual. La chica y su interlocutora se veían entusiastas con el tema. La chica hablaba con total soltura sobre el Samsara. No parecía a simple vista esa clase de chicas acomodadas y superficiales que ve en estos rollos espirituales un asunto de status social. Por sus dichos demostraba cierto conocimiento en la materia, un mínimo de lectura. Lo supe cuando citó el Libro tibetano de los Muertos. Luego le hacía saber a su interlocutora sobre Jung. No recuerdo en específico qué libro. Ya el hecho de citarlo me hacía entender que podía ser alguna clase de psicóloga o terapeuta. Me doy vuelta en el momento que cita a Jung. Ella muy atenta lo advierte. Parece obviar ese hecho intrascendente. Pero hay en ese interés furtivo, en esa mirada aleatoria, un símbolo misterioso que ninguno ha advertido del todo.

Cuando los caballeros del principio terminan de almorzar y se retiran, la chica y su interlocutora estaban a punto de terminar su merienda. El grado de compenetración con la que repetía la palabra Samsara hacía entender que se trataba de un concepto particularmente significativo para ella. El concepto sobre el ciclo infinito de nacimientos, muertes y resurrecciones. El eterno retorno que a nuestra temprana edad nos parece todavía inconmensurable, temible por demasiado sublime. La chica con su belleza y psicología parecía la princesa que busca la iluminación más allá del velo de maya, de la ilusión de las cosas del mundo. Una pequeña buda que sale de su burbuja de virtud y perfección para enfrentarse con la realidad. En cambio aquellos caballeros, ya en el crepúsculo de su vida, con sus bromas chacoteras sobre el amor, el dinero y la salud (todas variables del plano material) demostraban mayor serenidad, por el simple hecho de haber visto ya suficiente, de haber bebido, comido y disfrutado a destajo de los placeres terrenales, de haber vivido en carne propia lo que la chica todavía teme como algo remoto pero en realidad como algo propio: la inevitable voluntad del devenir. Los caballeros al retirarse parece que se hiciesen sombras. Su sonrisa los delata. Ya no temen tanto a la muerte, porque ya abrazaron lo suficiente la vida. En cambio, a nuestra princesa solo le resta su intelecto, y su inquietud espiritual para al menos buscar una salida a su cuestionamiento existencial. A pesar de todo eso, seguía sonriendo con su interlocutora. Se trataba de alguna talla interna. Iban a pagar la cuenta. Ella entonces saca su celular y agencia a viva voz un paseo por la playa, con su otro interlocutor secreto. Afuera de la acera el Sol continuaba su trabajo fulminante. El ciclo de su rotación hizo que, por fin, nuestra princesa guiñara tiernamente los párpados.

Lo and Behold

Werner Herzog, en su nuevo documental Lo and Behold, se hace una pregunta fundamental: "¿Se sueña Internet a si misma?".