sábado, 24 de marzo de 2018

Cada vez que hago aseo profundo en la pieza me encuentro con una que otra novedad, sobre todo luego de revolver por enésima vez la estantería. Entre el ensayo Sobre el amor y el olvido de Román Reyes, por ejemplo, quedaban restos de una vieja telaraña tejida entre algunas ediciones de libros papel roneo. (Una linda metáfora de mi historia sentimental). Entre La vida del Buscón pude dar con la única termita que todavía pugnaba por abrirse paso a través de las páginas para desatar su conspiración intraliteraria, dándose un banquete de antología. (Un símbolo de mis aspiraciones frustradas). Bajo un lote de pequeños libros de Plaza y Janes podían apreciarse, mientras pasaba la aspiradora, cadáveres de termitas y también restos de arañas. El más notorio desperdicio era el del libro de El planeta de las posibilidades imposibles de Pauwels y Bergier. Abría su interior a ver si alguna otra maldita termita comía su contenido a escondidas. Nada. Solo el polvo acumulado por la dejación y el latente escabullir de los arácnidos. Había suficiente para leer y devorar allí, pero también, en ese inusual trabajo de limpieza, estaba de alguna manera leyendo el pequeño imperio de desintegración que, sin éxito, tramaban aquellas criaturas, muertas y agonizantes tras el asfixiante peso de los libros desordenados. Y estas, a su vez, habían intentado devorar lo que su huésped incómodo aún no se había dignado a leer y que, solo por una tincada caprichosa, había preferido reorganizar, como si con ese trajín estuviese compensando la supuesta falta de tiempo, la falta de voluntad. Cabe decir que el orden de estos libros una vez reordenados jamás será el mismo. Nunca podrá serlo. Tampoco su deseo voraz, su reinterpretación.