lunes, 24 de enero de 2022

¿Y qué pasaría si te dijera, querida, que el progresismo pop es hoy el discurso dominante, la nueva hegemonía en la cual el poder se camufla de disidencia y capitaliza su propia oposición de manera muy rentable?

Señorita plandemia

Ella llegó a la pieza, tarde por la noche, luego de coordinar el que sería nuestro segundo encuentro, después de aquella encendida cita en plena época de estallido social. Durante ese largo receso, el mundo había abrazado el caos. Un bicho de oscuro origen amenazó con paralizarlo todo, y lo hizo con creces. Lograron encerrarnos en cuarentena con un Estado de excepción que recordó, de inmediato, a la semana siguiente del 18 de octubre. Toque de queda y muchos milicos en las calles. Con el bicho como telón de fondo, la cuestión pasó de 1984 al Show de Truman. Sin embargo, el contacto con ella siguió de lo lindo. Pese a la distancia, esta vez, ninguno se mantuvo demasiado ausente. Ni el miedo por el bicho ni el dolor del corazón consiguió infectarnos su amargura.

Merced a las múltiples barreras sanitarias o a la fluida libertad de nuestra relación, intentábamos todo el tiempo ponernos de acuerdo para acordar una nueva junta, pero nunca lo conseguíamos. No quería culpara por su dispersión, ni yo culparme por mi escaso compromiso. Después de todo, éramos libres, libres, en medio de permisos de circulación, cortocircuitos y sapos transeúntes. Así fue cómo pasaron dos años sin vernos, dos años que coincidieron con el aniversario de la pandemia. Todo indicaba que nuestro segundo encuentro sería algo así como la celebración de que seguimos vivos, y que todo lo ocurrido en el mundo podría, de hecho, ser interpretado como el desafío, como el escenario propicio para nuestra invicta correspondencia, inmune al pánico gracias al anticuerpo del deseo.

Al entrar a la pieza, le dije que tenía un vino guardado, justamente para la ocasión.

-¿No es el vino de aquella vez? ¿El que te traje yo?-, preguntó ella.

-No, querida. Ese ya me lo tomé. Este es otro. Reservado para el reencuentro- le respondí, mirándola a los ojos.

No pudo contener una sonrisa. Puse algo de música para ambientar: State of love and trust de Pearl Jam.

-Escucha. Es el tema que me mandaste ayer-, le dije.

-Sí, muy ad hoc. Estado de amor y confianza. Ayer lo vacilé terrible curada en la casa de mis viejos, contestó. -Tomé caleta de whisky-.

Mientras servía el vino, ella se acomodó en la cama. Acudí a su lado y le pasé su vaso para poder brindar. Este brindis tenía, sin duda, una razón de ser.

-Supongo que brindamos por el reencuentro-, le dije.

-Puede ser. Aunque puede que simplemente por este momento-, contestó enseguida.

-Hagamos un salud porque estamos vivos- le propuse.

-Salud. Porque estamos vivos-, dijo ella, con una sonrisa leve.

Bebimos largamente con la música nostálgica sonando de fondo.

No tardamos mucho en quedar entonados. Hablamos sobre nuestros planes a futuro. Ella me dijo que tenía pensado irse a España a probar un emprendimiento culinario con su hermana. Estaba dispuesta a irse, aunque, muy en el fondo, sabía que lo hacía más por la emoción de la aventura. Daba lo mismo si resultaba. La cuestión era abrirse al mundo. Yo le conté que también tenía planes parecidos. Seguir estudiando. Estudiar becado, ojalá en el extranjero. Nos volvimos, de pronto, dos soñadores urdiendo algo grande. No había espacio, en esa ensoñación, para la política del miedo.

Seguimos hablando largamente sobre escritura. Me decía que estaba escribiendo un diario desde sus tiernos diecisiete años, un diario de vida que relata episodios íntimos hasta el punto de la crudeza.

-Recuerdo cuando me lo dijiste el 2019. Y querías que yo te ayudara a editarlo-, le comenté.

-Sí. No estoy segura si quiero hacer esto. Pero siento que debo publicar el diario. Siento que debo cerrar un ciclo-, dijo ella, muy concisa.

-Tienes que estar dispuesta. Muéstramelo, porque más de algo se puede rescatar. Pero tienes lo más importante: eso que te sale de las entrañas, como decía Bukowski. Escribes porque te sale de adentro. Lo otro, la técnica, se aprende con el oficio-, le dije, buscando que ella confiara en mis conocimientos.

-Sí, es cierto. Yo igual me siento un poco bukowskiana pa mis cosas-, agregó. Nos miramos por un instante, bebió otro poco de vino y soltó una risa corta.

La primera vez que nos vimos había quedado entusiasmada con la idea del lanzamiento de mi libro. En cierto modo, eso la había impulsado a seguir con su diario, para darle alguna dirección, alguna forma. Se acordó que aún tenía guardado un ejemplar de mi libro. Aprovechó de decirme que le faltaba el autógrafo. Le dije que ese autógrafo sería con dedicatoria. Se sintió halagada. Bebió otro poco de vino y sacó una cajetilla de cigarros de su chaqueta. Luego, mencionó un libro que le presté aquella vez, uno de Plaza y Janes, sobre los misterios del continente perdido: La Atlántida. Me confesó que le intrigó, a pesar de no haberlo terminado. Dijo que ese continente perdido podía contener perfectamente el secreto de otra humanidad, y de una nueva historia.

Bebimos lo último que quedaba del Casillero del diablo. Nos acercamos a la ventana que da a la calle para fumar. Le pregunté si se había vacunado. Me respondió que no, y fumó otro poco de su cigarrillo, con total despreocupación.

-Lo sabía-, le dije. -Yo solo tengo las dos primeras dosis. No pienso volver a pincharme-.

Ella siguió fumando, inhalando la nicotina suavemente, como si el único bicho fuera el de sus pulmones rebeldes.


-Dale. Yo no quiero vacunarme. He leído mucho, y hay muy poca transparencia sobre los efectos de esta vacuna. He tenido ene atados en mi casa por eso, pero fijamente que me da lo mismo. Siempre he sido así como me ves, un poco loca-, me dijo, honestamente.

Lo de loca solo podía deberse a su ímpetu por llevarle la contra a todos. Una libertad que podía sonar disonante para ellos, pero rimaba con su carácter.

-Un poco loquilla, pero así te conocí-, le dije, tratando de sonar simpático. Lo negó y rio un poco.

-Es tan simple como que todo paciente tiene el derecho de consentir o no una práctica médica. Nadie lo puede obligar. Iría contra el juramente de Hipócrates-, le comenté. Ella fumó lo último que le quedaba del cigarrillo, y guardó la cajetilla.

-Además, recuerda que ninguna farmacéutica se hará cargo de los efectos-, dijo ella, siguiendo el hilo del tema.

-Tal cual. El gobierno se lava las manos-.

-¿Has cachado la cantidad de muertes por infartos? ¿Y todos los casos de niños hospitalizados por la vacuna? Nadie le toma el peso.

-Nadie.

-Por eso, no nos pinchemos.

-No lo haremos. Esto merece otro salud-.

Volvimos a brindar con el último concho que nos quedaba del vino. Ese brindis era tácito. Habíamos hecho, tal vez, un pacto con nuestro relato, o simplemente, queríamos la excusa perfecta para brindar por nuestro encuentro pendiente. Mal que mal, se venía arrastrando desde antes del comienzo de toda esta pesadilla. Brindar, en ese momento, era lo más parecido a rezar por su fin.

Al rato, nos dio hambre. Salimos entonces a recorrer las calles, a ver si había algún bajón abierto. Como era de noche, y no había ningún alma, caminamos sin mascarilla. Respirar el aire de la noche era, sin duda, un placer ilícito. Deambulamos sin rumbo, hasta que dimos con una pizzería abierta. Nos pusimos las mascarillas y pedimos rápidamente cualquier pizza, sabiendo que ya estaban por cerrar. No tuvimos éxito, porque ya era demasiado tarde. Sin embargo, ella le suplicó a uno de los vendedores, y acabaron por vendernos una pizza mediana a cinco lucas.

-La hicimos de oro, guachita-, le dije, contento por la hazaña.

-Sí, nos vieron con cara de lástima-, dijo ella.

Caminamos de vuelta. Seguimos respirando el aire de la noche, mezclado con el de la brisa marina. Ya en casa, nos servimos la pizza con piña que generosamente nos dejaron a precio huevo. Luego, seguimos vacilando otro poco de música. Una mezcla de grunge, new wave y jazz fusión. Estábamos metiendo bulla en la pieza, mientras el resto de los inquilinos dormía. Éramos dos locos a los cuales no les importaba nada, nada, excepto pasar un buen rato.

No faltó mucho para que nos diera sueño. Pese a la motivación, no nos dio el cuero para seguir carreteando hasta tan tarde. El bajón también había hecho lo suyo. Entonces, nos acostamos, para finiquitar la noche. Nuestro contacto, sin duda, fue estrecho. Dormimos poco, porque habíamos soñado cuestiones más o menos bizarras. 

-Soñé que me iba a España y mis padres, por algún motivo, habían desaparecido. Fue horrible. Quería irme pero no podía abandonarlos-, comentó ella, al otro día, sentada sobre el borde de la cama.

-¿Y qué pasó al final?-, le pregunté.

-Pues, nada, justo cuando estaba a punto de tomar una decisión, me despertaste con tus ronquidos-, me respondió. Reímos un poco.

-Yo también soñé-, le dije.

-¿Qué soñaste?-

-Soñé que estábamos en un edificio grande. Intentaba buscarte, pero tú bajabas piso por piso. Cuando llegué al primero, tú salías por la puerta de acceso. Justo al intentar gritarte, unos guardias me interceptaron y me exigieron un pase. Como no lo tenía, tenía que abandonar el lugar. Luego, te perdí el rastro….-.

-Ya ¿y qué onda? ¿No me encontraste?-.

-No, porque desperté-.

Ella quedó un tanto intrigada por el sueño. Le expliqué mi teoría. Era posible que se tratara de mi miedo sublimado a permanecer encerrado, sin salida.

-A todos nos ha hecho como la mierda-, dijo ella, tratando de comprender. –Y no me refiero tanto al bicho, sino que al encierro, la incertidumbre. A mí me han dado caleta de bajones de estrés. Sé que mis viejos quieren lo mejor para mí, pero no entienden toda la manipulación detrás de todo esto. Me apañan en mi viaje, pero yo hace rato perdí el miedo ¿sabes?-.

-Demás, no es para menos, y está bien que quieras viajar. Es necesario respirar nuevos aires-.

Dicho esto, volvió a sonreír, y me tocó la barbilla. Cuando estaba a punto de ir a la cocina a servir algo para el desayuno, me llamó al teléfono la señora de la casa. Se le oía alterada. Quería saber por qué había invitado a alguien a la pieza sin antes avisarle, sabiendo que el “ómicron” andaba tan fuerte. Le dije que ya le había dicho a su marido, y no había problema, pero ella me contestó que su marido no tenía nada que ver, que no mandaba en la casa.

-¿Qué onda? ¿Problemas?-, me preguntó ella.

-Sí, es que la señora anda complicada por el tema covid. Teme por el ómicron, por eso se pone cuática con las visitas-.

Fui a hablar con la señora para intentar calmarla. Le repetí que ya nos íbamos. Ella dijo que para una próxima vez le avisara, porque “el bicho nos podía contagiar”.

Volví a la pieza. Ella miraba de la ventana a la calle, mientras fumaba un último cigarrillo.

-¿Tenemos que irnos?-, volvió a preguntarme.

-Me temo que sí-, le respondí.

-Pero que se espere, que tengo que arreglarme el maquillaje. No nos puede echar a patadas-.

-No, tranqui, tómate tu tiempo no más-.

Luego de arreglarse, hicimos la cama, arreglamos el desorden producto del carrete y ventilamos la pieza. De pronto, ella se acercó a mí, sigilosa, procurando no meter demasiada bulla.

-¿Sabes? Creo que tengo el corona-, me dijo.

-¿Qué? ¿Me estás hueveando?-, le pregunté, intrigado.

Al decir que tenía el virus, realmente me puse nervioso. Quizá no temía tanto la idea de un contagio, sino que la idea de que el bicho realmente se propagara por la casa y me causara problemas con la dueña. Silencio por unos segundos.

-¿Qué? ¿No dirás nada?-, me preguntó. Comenzó a reír al ver mi cara de preocupación.

-Era broma, tonto-, dijo. Yo sonreí ante la gracia. En otras circunstancias, esa gracia hubiera implicado una profanación, una irresponsabilidad, pero, después de todo, había consentido reencontrarme y pasar la noche con ella. Debía asumir el hecho. En todo caso, cualquier consecuencia estaba más que pagada con el carrete que nos dimos anoche en la pieza.

-¿Pero tú realmente crees que estoy bromeando? En volá lo tengo, pero no es nada y lo aguanto-, volvió ella, a la carga, alimentando la duda. –Lo heredé de mi padre, quizá, esa resiliencia-.

-Tranquila, me preocupé más por la señora que tiene miedo que por mí. Igual hay que ponerse en su lugar. A mí, en el fondo, el bicho me tiene sin cuidado. Hay otras cosas que me urgen-, le comenté, para que entendiera mi punto.

-¿Cuáles?-, me preguntó.

-Por ejemplo, el qué va a pasar más adelante ¿esto tendrá un fin? ¿Seguirán controlándonos? ¿Hay algo más allá?-.

-Yo pienso lo mismo. Es un tema heavy. Y esas y otras cosas son las que me hacen desconfiar de todo esto. No puede ser que justifiquen tantas weas por un virus que ya está a punto de volverse endémico. Ya es como mucho-.

-Sí, muy cuático todo, querida. Por lo pronto, tenemos que salir de la casa, porque ahí sí que la señora nos fumiga enteros-.

-Demás-.

Salimos de la casa, echados, sin rumbo fijo, como dos potenciales portadores salidos de un laboratorio. Dos peligros andantes, dispuestos a seguir vacilando en honor al tiempo y a la complicidad.

En nuestro vagabundeo de sábado por la mañana, dimos con las Torpederas. La playa era como volver al pasado. La gente que iba llegando de a gotera caminaba sin problemas por la arena, a rostro descubierto, muy cerca el uno del otro, aprestándose al mar que recién comenzaba a imponerse sobre la orilla. Compartimos un poco de agua mineral, y nos sentamos en un lado rocoso a la sombra.

-¿Sabes que el mar me trae recuerdos?-, me dijo ella, de repente.

-¿Cuáles?-.

-De cuando era chica. Veníamos con la familia. Recuerdo que primero íbamos a comprar churros al Pato Peñaloza, y luego caminábamos hasta acá. Siempre estaba lleno-.

-Fíjate que yo hacía algo parecido. Veníamos con mi tata y un primo-.

Ella miró por un momento al horizonte, y bebió otro poco de mineral.

-¿Cachaste la otra vez lo del tsunami?-.

-Sí, fue brígido. Yo igual andaba en Curacaví-.

-Ah dale, yo andaba en el plan. Tuvimos que evacuar hacia el cerro.

-Sonaban caleta las alarmas-.

-Sip, y habían dicho que el tsunami fue producto de un volcán-.

-Ajá, en Tonga-.

-¿Cachaste que después la NASA anunció la caída de un asteroide?-.

-Sí, también caché eso. Muy apocalíptico todo. Puede que estemos viviendo lo último, y no nos demos cuenta-.

-Yo creo que siempre lo estamos haciendo. O sea, no puedes saber si mañana estarás vivo. ¿Qué haremos si nos llega la hora? ¿Correr o simplemente esperar?-.

-Depende de la situación, querida. Por lo pronto, todos nos meten el cuco, que el virus, que el tsunami, que el meteorito, pero lo importante es saber qué hacemos aquí y ahora-.

-Qué elocuente, profe… y ante tanto cuco, dices tú, ¿qué hacemos ahora?-.

Ella volvió el rostro buscando una mirada, y tomó otro poco de agua mineral.

-¿Qué haremos?-

-Sí-.

-A mí me tincaba ir a mojarnos las patitas al agua-.

Quedó pensativa por un instante. Luego, volvió a mirar el horizonte.

-¿Por qué mejor no vamos a tomar?-.

-¿A tomar? ¿A esta hora?-.

-Sí pues, ¿te tinca?-.

-Ya, demás, porque hace sed-.

-Al Roma, para recordar tiempos rancios-.

-Por eso me caes tan bien-.

-Si morimos, que nos pillen tomando-.

Nos levantamos y fuimos caminando rumbo al cerro Playa Ancha. Merced al cuco, al miedo circundante, a la plaga de terrores mediáticos, había que espantar de alguna forma a la muerte y brindar por otro nuevo día. Para eso, qué mejor que el Roma, aquel antro antíquisimo de la República independiente de Playa Ancha que ha traspasado generaciones y que ya asemeja una verdadera máquina del tiempo, una auténtica interzona para este par de locos que solo deseaban olvidarse un rato de sí mismos y consagrar una velada de tiro largo, homenajeando, quizá, de manera muy íntima, aquella época de adolescentes perdida entre los anaqueles de nuestros sueños marchitos.

Subimos, entonces, ese cerro para llegar a Roma. A mitad de camino, había un grafiti grande con el nombre de “Plandemia”. Le dije a ella que nos sacáramos unas fotos frente a ese grafiti.

-¿Los estás coleccionando?-, preguntó ella.

-Sí, hay varios en Valpo. Otro frente al terminal-.

-Parece que hay caleta de gente en esta-.

-No estamos solos, querida-.

Luego de sacarnos esas fotos, seguimos subiendo hasta llegar al legendario antro. Nos atendió una señora que recién abría. No nos pidió ningún pase de movilidad. Éramos los únicos a esa hora que iban, literalmente, a desayunar cerveza. Entramos campantes con una helada y bajamos hasta el patio vacío. Así, Roma nos abrió las puertas a primera hora como unos auténticos estoicos, como sobrevivientes de alguna lucha perdida, de la cual aún no sabíamos si efectivamente habíamos sobrevivido, o solo habíamos logrado evitarla, a punta de alcohol y conspiranoia.

Había que brindar por la plandemia, por la salud, por la vida. Era justo y necesario, antes de que ella volviera a desaparecer.