martes, 24 de abril de 2018

El jueves unos alumnos me preguntaban si se podía hacer alguna clase afuera en el patio. -¿Como educación física?-, les preguntaba. Decían que sí. La pregunta claramente era una travesura, aunque declarada con tal seriedad que parecía formar parte de algún plan suyo. No estaba del todo en desacuerdo con la idea, sobre todo cuando, a ratos, la sala de clases agobiaba por lo hermética y lo redundante. Eso sí, les hice saber que debía ser con previa autorización de la UTP. Una alumna saltó de inmediato en señal de protesta, indicando que no sería lo mismo, que no sería divertido con la venia de la autoridad. -No pos, profe, la idea era que saliéramos a la mala-. Un grupo asentía los dichos de la compañera con entusiasmo. Rebeldía en ciernes. Convicción unánime. Les sonreía admitiendo su postura, pero sabiendo que no sería tan fácil cumplir sus deseos. -Es bonito soñar. Veremos qué se puede hacer-. Apenas vislumbraban la posibilidad, celebraron luego con un eh! largo y estridente. Lo decía en el fondo para no matar su sueño, para que conservaran su valioso ánimo intacto, acaso sin otro respaldo que las palabras y que una promesa de protocolo, sabiendo que con un desmadre metodológico, en el contexto y situación actual, podría arriesgarse demasiado, que una merlinada como esa podría encumbrarte tranquilamente al paraíso constructivista, o bien, condenarte al infierno de la incertidumbre laboral, en el cual, de todas formas, se persiste y permanece.

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