jueves, 5 de abril de 2018

Ready Player One

Igual lo mejor de Ready Player One, al margen del ya típico reciclaje del viaje del héroe, fue la alusión constante a la retromanía postulada por Simón Reynolds, en específico, las referencias a la atmósfera ochentera en la música y el imaginario cinéfilo, y, por otro lado, el rescate del mundo de los videojuegos como clave narrativa y elemento emocional. Hay algo en las películas sobre videojuegos, sin embargo, que no termina de cuajar, porque el asunto para el gamer clásico, desde su óptica de nostalgia, no era tanto el sentido de la trama como la emoción y el desafío de la jugabilidad. No importaba en aquellos tiempos cuán compleja fuera la estructura del juego, con tal de que te hiciera adicto y te volviera a temprana edad un yonqui de la pantalla y de la consola. Es cosa de pensar en los legendarios cartuchos de la NES o luego en el popular cd de la Play, que podía hasta ser pirateado con tal de maximizar el catálogo de juegos mediante una sencilla pero efectiva distribución de la memoria. Estoy hablando en este caso de las videoconsolas de cuarta o de quinta generación, (Nintendo, Play Station, Dreamcast, etc) no de las de la nueva generación siglo XXI, que ya han logrado difuminar cada vez más el límite entre lo real y lo virtual, con definiciones gráficas hiperrealistas y dispositivos tecnológicos bastante similares a los de Existenz de David Cronenberg. 

El prejuicio sobre el formato de juego de antaño retrotrae a la memoria esa ligazón con la cultura pop y el cine palomitero. Pero el videojuego también guarda dentro de sí la posibilidad del relato, de la narrativa abierta a la lectura y la experimentación, no solo a la conclusión prefijada, como en el caso de la modalidad RPG, que vendría siendo lo más cercano a la experiencia del rol y del avatar adoptado por Spielberg para armar su rimbombante cuento de hadas ñoño. Tanta es la influencia del RPG en la nueva percepción y sensibilidad que se desmarca del mero acto lúdico para pasar a formar parte de la sensación generalizada de toda una época. Una verdadera fantasía final. Un auténtico cruce del tiempo. Uno podría decir perfectamente: este es solo un avatar, un montón de bits y de bytes, pero llega un punto en que esa aseveración se vuelve una interrogante, y se presenta entonces un punto de indeterminación en el que se hace difícil discriminar si eso que llamas un avatar es tan propio como aquello que llamas tu propia personalidad fuera de la máquina. De ahí la necesidad de cuestionarse ese ingente paso de la pura representación visual de las viejas consolas a la despersonalización completa de las nuevas, que desemboca a la larga en la ilusión escapista de una tecnología que ofrece "oasis" de ficción a cambio del exilio de la vida real. 

Pese a todo, y en esto estarán de acuerdo los millenials, le debemos a los videojuegos muchas de nuestras secretas obsesiones, muchos de nuestros más gloriosos momentos, también muchos de nuestros complejos de infancia, sublimados todavía con la orgía de la imagen, aunque afuera ya no se pueda guardar la partida, porque la memoria se hace cada día más corta, y aunque al final de la jornada no quede otra cosa que "darse vuelta" y solo reste un oscuro y penitente "game over".

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