Hay en el adiós un deseo sublimado, el deseo de despedirse definitivamente de algo o alguien y consagrar lo despedido a Dios, a lo increado que lo trasciende todo. A veces, decimos adiós movidos por un ánimo benevolente, cerrando un ciclo de forma simbólica, o bien decimos adiós para nunca más volver y para desterrar de nuestro espacio y de nuestro tiempo aquello que se marcha, que no avizora un paradero conocido y que promete nunca regresar. En ambos casos, el adiós conjura una posibilidad. En ambos, se vuelve el mantra del destino, y quien lo pronuncia establece la medida de lo eterno. "Poder decir adiós es crecer", cantaba Cerati, porque el crecimiento implica un sacrificio, la superación de un estado anterior; "la vida sigue igual", cantaba Beto Cuevas, en la canción Tejedores de ilusión, porque la vida es la gran maestra que sigue su curso y arrastra el ciclo del tiempo consigo. Pero siempre abrigaremos en nuestro corazón una historia eternizada, una eternidad histórica que hará del mito su propia verdad.
Juramos a Dios para que sea un hasta pronto, porque siempre se vuelve al origen, llegado el fin.
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