Alguna vez señalé lo siguiente: nuestra época es tan nihilista que si Nietzsche viviera hoy desearía que Dios no hubiera muerto. Alguien tuvo una objeción. Negó que la época fuera nihilista, porque, de acuerdo a su postura, estamos llenos de idolatrías, algunas llamadas pensamientos positivos. En cierta manera tenía razón, aunque yo me referí al nihilismo entendido como la decadencia de los valores trascendentes de Occidente, y la preponderancia, en cambio, de puras narrativas posmodernas. Ante eso, el interlocutor dijo que el mismo Nietzsche vaticinaba lo terrible de la muerte de Dios, y consistiría en el afloramiento de lo secular a niveles grotescos. Lejos de la individuación heroica y trágica de superhombres, el vacío metafísico fue reemplazado con espiritualidades light, elucubraciones tecnocráticas, mentalidades de tiburón con idilios financieros, minorías rabiosas y vociferantes, proyectando su miseria, su resentimiento contra el mundo. El precio por la muerte de Dios fue, sin lugar a dudas, la proliferación impune de lo secular y la pérdida del sentido de lo sagrado en casi todos los aspectos que de verdad importan. Como todo vale, nada vale. Se enaltece lo banal a categoría de realeza. Se consagra lo baladí. Frente a ese escenario, parece razonable el volver a las confesiones tradicionales y a sus cultos místicos, ricos en misterios y en devoción esotérica.
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