domingo, 19 de mayo de 2019

Chernobyl (relato de sueño)



Soñé con Chernobyl. No precisamente con el accidente nuclear, sino que con la serie HBO. En el sueño se sucedían varias escenas de mi vida, pero bajo el lente de la producción cinematográfica. Los escenarios posibles estaban cubiertos de una espesa bruma y como de un sabor a metal. Lo raro era que todo en ellos discurría de una manera ecuánime. Por ejemplo, en una parte, recorría un cerro similar al de mi adolescencia. Era de noche. Paseaba tranquilamente al alero de la oscuridad, solo que acompañado de aquella extraña toxicidad que se apoderaba del organismo de los personajes en la serie. En el sueño esa toxicidad solo actuaba de manera vicaria. Su corrosión quizá era solo psicológica, no fisiológica. Ya llegando a una curva en el camino cintura, el sueño pasó a otro plano. En este, unos desconocidos que identifiqué de inmediato como amigos o quizá solo compañeros de ruta, bajaban por un barranco, a la salida de una casa en lo más alto de un cerro, en el contexto de un paseo del cual ya no tengo recuerdo. A medida que los intentaba alcanzar, con tal de buscar alguna condenada proximidad, estos comenzaban a mostrar comportamientos extraños. Unos se devolvían buscando a no sé quién; otros sencillamente seguían bajando, tal vez tratando de buscarle algún sentido a su repentina reacción. El ambiente en ese escenario volvía a llenarse de aquella bruma y de aquel gusto metálico. 

Tan pronto me devolvía para intentar seguir a una joven que rehuía el grupo, desesperada, comenzaban a salirme ronchas en las manos. Seguía andando de todas maneras, buscando a aquel grupo disperso. De pronto recordé que, dentro de las coordenadas de aquel espacio onírico, se hallaba mi antigua casa. El problema era que su dirección obligada era por donde se hallaba en un principio aquel grupo que se desplazaba erráticamente. Fue así que, con una infección creciente en mi cuerpo, aunque sin sus consecuencias dolorosas, seguí caminando a paso cansino por aquella bruma cada vez más espesa. En cada calzada intuía la cercanía de algún paraje cercano a mi incierto destino. A lo lejos divisé de nuevo a aquella chica, pero ya no lucía desesperada, solo se alejaba del grupo, mostrando evidentes signos de erupción dermatológica, aunque ya sin la perturbación que en un comienzo la aquejaba. Al conseguir divisarla, la usé como faro humano. Fui siguiendo su derrotero, creyendo que esa sería mi salvación. A medida que la seguía, incontables memorias de mi vida volvían a pasar por mi cabeza como bajo un celuloide echado a perder de tanta reproducción. Las memorias eran fugaces, y casi nítidas, solo que acompañadas de aquel barniz tóxico que parecía invadir también el espacio interior. Conforme aquellas memorias se hacían más rápidas y su componente de toxicidad aumentaba, la travesía a través del cerro se hacía más difusa. La chica en un instante se detuvo. Retrocedió unos cuantos pasos, miró hacia donde estaba yo, y salió corriendo. Se dio cuenta de que alguien la seguía. Entonces corrí, corrí. Mientras corría, las ronchas crecían, volviéndose insufribles. Fue tanto que, llegado un punto, simplemente desistí, sobrepasado por la hostilidad del entorno. Hasta que, de forma milagrosa, hincado sobre mis rodillas, a un borde de una vereda, la bruma se abrió y se dejaba ver poco a poco la esquina que revelaba la ubicación de mi antigua casa. 

La chica faro había desaparecido. Se había marchado, demasiado imbuida en su derrotero personal, quizá a reencontrarse con su grupo de origen, quizá a perderse. De ese modo, me incorporé y caminé a través del callejón que ocultaba la antigua casa, en toda la vereda por donde bajan los vehículos. Cuando me dispuse a cruzar, una micro O bajó repentinamente, emitiendo un estruendo caótico. Dentro de la micro se alcanzaban a avizorar algunos pasajeros con máscaras de gas. En la parte de atrás, antes de bajar la calzada, me di cuenta que se encontraba aquella chica. Se arrimó hacia el fondo de la micro y asomaba su rostro cubierto con la máscara, colocando sus dos manos infectadas sobre el vidrio trasero. Así, se fue alejando hacia paradero desconocido, improvisando un adiós acaso involuntario. En ese momento, no cabía otra explicación que el extravío, que las consecuencias de una contaminación que ya comenzaba a asolar no solo el ecosistema sino que los espacios más recónditos de la mente. Entonces, en un acto reflejo, me di la vuelta, hecho un auténtico leproso, y me dirigí hacia la entrada de la antigua casa, hacia el callejón. En cuanto llegué allí, se apareció de pronto un fantasma. El fantasma en cuestión tenía el semblante y la figura de Lenin. En estricto rigor, el fantasma de Lenin había estado penando en mi antiguo barrio. La radiación de la que se hablaba en la serie HBO tenía origen en la central nuclear con el nombre del viejo fantasma. Lenin, pues, como la sombra de una revolución fracasada, se posó sobre la entrada de la antigua casa, impidiéndome el paso. La emanación a este punto se hacía más y más corrosiva. Avanzar siquiera, se volvía algo francamente imposible. Fue cuando el fantasma de Lenin estuvo a punto de pronunciar un lenguaje parecido al humano, con la reminiscencia de alguna arenga apocalíptica en medio del caos, que todo alcanzó su punto máximo de toxicidad. Así, todo volvía de forma abrupta a una escena clave de la serie. Una escena en la que la gente de Chernóbil, reunida en la calle en masa, divisaba a lo lejos, con una mirada llena de reverencia y de espasmo, un haz de luz producto de la emanación nuclear en medio de la noche, y, a su alrededor, unos niños jugando alegremente, mientras llegaba la policía a evacuar el lugar y comenzaban a aparecer, en los rostros de los niños, las primeras secuelas de la radiación. Del resto ya no recuerdo otra cosa que la bruma, la persistente bruma. 

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