miércoles, 18 de enero de 2017

Paseo por la feria del libro. Leo la programación. Resulta a ratos extenuante la gran cantidad de libros que se lanzan casi como por virtud de la temporada. En un esfuerzo titánico por levantar voces desde el fango mismo de la sociedad. Una preocupación a ratos estoica por elevar figuras contra todo pronóstico. Cada uno de los pequeños escritores de la Región, primero anónimos, luego reconocidos, vislumbrando el aplauso, la fama, luego el placer de la auto reproducción. Lo pienso justo en el momento que leo La conjura de necios de John Kennedy Toole. El escritor fracasado, inédito en vida, con su único manuscrito bajo el brazo como garantía de existencia. Golpeando mil puertas sin ser escuchado ni mucho menos leído. Solo su muerte posibilitó, paradójicamente, su supervivencia en el tiempo. La vida, la literatura, le jugaron una broma negra. Beckett hablaba del fracaso como método. En Toole el fracaso pasó de circunstancia a condición. Pero claro, se debe tener la maestría, y por supuesto, el coraje suficiente para pasar del antro del fracaso al podio de la posteridad. Cuántos Kennedy Toole latentes todavía podrán estar pululando de forma incógnita, visitando los espacios en donde se debaten orgiásticamente consagrados y aspirantes. A veces solo hace falta un arranque de página, o, derechamente, un salto al vacío, para que la obra, hecha de tinta y de tripas, acabe en el stand de una feria hipotética y sea hojeada suavemente por las manos de alguna musa del futuro. Un destino deseable, pero claro, sin garantías, como todo lo bello.

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