sábado, 9 de abril de 2016

Me avisan que ha muerto una vecina muy recordada en el barrio de los abuelos. Hace casi unos seis años había muerto también una bisabuela muy querida. Y unos años más atrás, en un incendio, otra persona entrañable de la familia. Incluso por poco no estoy contando esto, si no hubiese sido por algo, llámenle destino, azar o ese cúmulo de factores desconocidos que simplemente bautizamos con el nombre de casualidad. La muerte como el tópico por antonomasia, la gran interrogante que pesa sobre la conciencia: ¿por qué se muere? Se vive como si no existiese y, sin embargo, anda rondando, siempre. No hay romanticismo en el asunto. Se decía del poeta Pezoa Veliz, por ejemplo, que moría abandonado en su casa. Pero no. La muerte es menos elegante. Simplemente moría en un hospital público. La gente pobre muere, pero el mundo sigue. Eso es lo terrible. Muere sin aspavientos. Pero aún así se sigue adelante con la vida, como si pasásemos de ella. Se parece en eso a Dios. No se cuestiona hasta que le toca a otro. Por eso mismo, te recuerda que tiene espacio para todos. Pero como concepto solo nos deja perplejos. Lo que realmente afecta es más bien el hecho irrevocable de la pérdida. La pérdida de alguien más o menos conocido. La pérdida de un pedazo de mundo o de corazón. El desgarramiento. Mi madre decía que ella guarda recuerdos de la vecina. Un día la vio -quizá por última vez- estando yo presente. Sin duda lo que más extrañaba era a su marido. Casi pareciera que después de su partida ella ya estuviese tramitando secretamente su viaje al destino del amor. El amor, nuevamente, de mano de la muerte como almas gemelas, inseparables. La forma en que se da fin a un relato. Eso es lo que importa. Para el oriental no es tanto la muerte sino cómo se muere. No tiene ese tabú que tiene todavía para el occidental. Esa atmósfera de luto y de amargura. Se necesita de tanto en tanto la muerte para recordar que se está vivo. Por eso lo que se lamenta en realidad es la forma, no la muerte misma. Hay una diferencia abismal entre saber de alguien conocido que muere de un infarto en plena calle, de la nada, no habiendo antecedentes, y saber de otro que muere tranquilamente en su cama después de viejo, acompañado de un sinfín de seres queridos. Solo para un indolente eso daría lo mismo. Lo que queda en la retina es el momento exacto en que se deja de vivir. Cómo fue ese momento. Entonces el relato de la vida cobra fuerza, con un clímax y un desenlace oportunos. Todas las palabras, sin embargo, se vuelven insuficientes, porque están hechas de esa misma materia que muere. Porque se vuelven abstractas tratando de explicar aquello aún incomprensible. Aquello imprevisible que te deja a medio camino, que resulta absurdo o que simplemente se burla de la búsqueda de sentido. Pero en eso consiste a ratos ese juego que llamamos vida. Nos demuestra que las excusas son innecesarias, que en el fondo de todo no existen concesiones. Que por eso, parafraseando libremente a Hemingway, "nunca se vivirá bien si se teme morir".

No hay comentarios.: