jueves, 9 de julio de 2015



Veo al Papa Francisco que recibe la cruz con la hoz comunista de parte de Evo Morales. La monserga religiosa, el sabor de la corrección a la orden del día, esa sensación de que las diferencias irreconciliables se pueden eliminar, de que la Iglesia todavía puede reivindicar siglos y siglos de necedad mediante gestos diplomáticos, además con la propaganda de unidad latinoamericana. Me parece sospechoso el discurso buena onda, sobre todo proveniente de la Iglesia, cualquiera que sea el santurrón que la encabece. Esa política blanda, esa posmodernidad líquida, esa carnavalización, jergas académicas para hablar de una estrategia bastante más sutil: la de hacer creer a la humanidad que los ídolos pueden revertir sus roles, que el timón de esta fiesta demagógica le pertenece a todos. Y no tiene nada que ver con la religión en sí, con el concepto metafísico, espiritual originario. Y no tiene nada que ver con la política como puesta en práctica del orden. Es la mascarada la que causa recelo. La pirotecnia de la moralidad. La sensación casi espectacular de que detrás de cada cruz existe una persona de carne y hueso, de que con cada ley que se aprueba, por más rebuscada, vanguardista que parezca, con el juicio de los hombres, se llega a alguna parte, a alguna clase de paraíso progresista, donde todos tendrían la misma porción de torta, donde el bien y el mal estarán a ambos lados de la balanza. Aunque no se sepa, a ciencia cierta, quienes sean realmente los buenos ni los malos de la película.

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