Viajé a Santiago para averiguar los requisitos de un Magister de Escritura Narrativa. Preferí “pegarme el pique” (en buen chileno) porque resulta más emocionante que la mera búsqueda en línea. La secretaria me informó algunas cosas básicas, tales como la solicitud de certificado de título, la confección de un proyecto de escritura y alguna carta de referencia de algún académico, cuestiones burocráticas que ya en el pasado había hecho, sin llegar hasta el final.
Le dije que ya tenía gran parte de los documentos exigidos, solo faltaba afinar el proyecto, editarlo hasta hacerlo legible y coherente. Ella me explicó que el Magister ofrecía las herramientas teóricas y académicas suficientes para llevar a buen puerto mi propia obra, además de ampliar las expectativas de trabajo (sobre la propia escritura) en el campo editorial. Nada malo.
Quedé entusiasmado y conforme. Le conté que ya tenía –de hecho- un par de libros publicados y unos cuantos más en el tintero. Ella asintió de manera protocolar, como quien debe poner buena cara para cumplir con su función. De todas maneras, su trato fue de lo más amable y eficiente. Nada que decir. Escribió en una notita el correo y el número de la coordinadora del Magister. Pienso llamarla pronto para echar andar un buque que he procrastinado demasiado.
Así como muchos, en su momento, pidieron o más bien exigieron la publicación de mi libro de crónicas, también algunos, los más cercanos, me piden encarecidamente que siga estudiando. Hay quienes incluso ya me ven haciendo clases, clases sobre escritura literaria, en específico, la narrativa. Lo de profesor, tal vez, sea una proyección, un espejo refractario de mi identidad.
Ante mi renuencia a seguir estudiando, más por inseguridad que por un verdadero rechazo, recuerdo haber citado en más de una ocasión una frase muy ingeniosa de Gonzalo Millán: “Nunca me ha gustado la academia, excepto sus bibliotecas y las compañeras de curso”. Sin embargo, creo que, esta vez, vale la pena jugársela por esos libros y por esas bellas promesas.
En el fondo, siempre quise, y siempre supe que estaba “pintado” para volver a estudiar, pero algo de mi pasado –algo inexplicable- me impedía pasarme al posgrado. Una necia parada de escritor alternativo, que rindió frutos, pero que no tiene por qué excluir una inminente carrera académica. Por lo demás, por dentro se puede cuestionar cualquier discurso que interfiera con el libre desarrollo del oficio. Para eso existe el aparato crítico. Así que las excusas están demás.
Pese a todo, creo que el recorrido vital que me llevó hasta este punto fue necesario, por lo personalísimo. Tenía, antes, que afinar y afilar la pluma, foguearme en el escaso medio aun a costa de mi reputación, pero, sobre todo, leer y escribir como condenado, vivir unas cuantas experiencias intensas y luego vivir para contarlas, a duras penas. De lo contrario, me habría presentado a dicha instancia cual página arrugada recién recogida de algún basurero para escribir sobre ella sus propios garabatos, vivencias falsas, mal recicladas, ideas de segunda, estilos de porquería.
Heme aquí, entonces, preparado para empuñar, una vez más, la grafía insistente, la aceitada mecánica de las palabras, cómplices de mis pasos (en falso). Se cree que Julio César proclamó, a viva voz: “Veni, vidi, vici”, en los tiempos del Imperio Romano. Un escritor debiera, en cambio, proclamar su propio funesto destino: “vine, perdí, pero escribí”.
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