jueves, 20 de junio de 2024

Crónica sobre el paseo del colegio y la primera experiencia con tiro al arco. No tiene desperdicio jeje. Lea y juzgue, carísimo lector:

Ayer en Montañas de Olmué, durante el paseo del colegio, había un lugar donde se jugaba al tiro al arco, en medio del bosque. Al principio, me negué a participar, más por falta de confianza que por otra cosa. Además que nunca había cargado un arma en mi vida, aunque fuera por deporte y esparcimiento. Sin embargo, tras deambular durante media hora en los alrededores del bosque, sin mucho que hacer, me armé de valor.

Fui donde estaban algunos colegas junto a un entrenador. Se sorprendieron de verme y me animaron a "achuntarle" al blanco de una. (Hablaban hasta de achuntarle a lo que fuera, en un amplio sentido). El entrenador me indicó que la forma correcta de cargar el arco era tensarlo hacia atrás con la flecha apuntando al suelo, para luego levantarlo lentamente, mantener el brazo y el hombro bien tenso hasta ajustar el arco en la posición que se quiere disparar. Así lo hice. Levanté el arco de tal manera que podía visualizar la flecha. Cerré mi ojo izquierdo para usar de mira el derecho. Me moví un poco, buscando una postura más cómoda y, sin pensarlo tanto, solté la flecha. Increíblemente, esta voló a buena velocidad, aunque desvió su objetivo, pegándole un tanto más arriba del blanco.

Los colegas, mientras tanto, también intentaban pegarle. Incluso hicieron apuestas. Se hueveaban entre ellos, con alusiones a Legolas de El señor de los anillos. Que los orcos. Que Gimli. Que los hobbits. Eran tan inexpertos como yo, así que me sentía con la libertad de huevearlos de vuelta. Ese primer flechazo me llenó de una energía nueva, de una consciencia sobre mí mismo que no había sentido hace mucho. Pese a su fallo, aquella flecha errante implicó una catarsis interior. Había roto una barrera, y esa barrera era el miedo.

Esa primera flecha condensaba el coraje del primer movimiento y la posibilidad de la fuerza más allá de la inercia. No sé por qué recordé a Ulises en su regreso a Ítaca. No guardaba ni por asomo su heroismo, pero el solo hecho de cargar con el arco me llenó, por un momento, de un impulso por ajustar cuentas de manera épica. (Ajusticiar a unos cuantos cabrones, por ejemplo).

Recordé también a Link en La legenda de Zelda: Ocarina del tiempo, con su arco de luz, pero llevado al plano de lo real. El enemigo a combatir no era tangible. La batalla ya se estaba gestando por dentro. A quien apuntaba, en esa instancia lúdica, era a mis propios demonios. En cierta manera, la flecha ya estaba tensada desde mucho. Solo hacía falta el instante preciso, el momento iniciático, para su arrojo vacilante.

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