Lo único que puede regocijar a un escritor -durante sus días más oscuros- es el hecho de escribir cada día más y mejor que antes. Ante los hechos acontecidos, hayan sido o no su responsabilidad, él se sonríe, porque sabe que de ellos sacará la masa para edificar su próxima funesta arquitectura, su propio monumento hecho de esperanza y de tragedia, pero sabe que, como cualquier monumento, este corre el riesgo de ser vandalizado, profanado, demolido frente a la primera inclemencia del tiempo o, lo que es peor, elogiado con sumo cinismo y sin ápice de comprensión.
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