viernes, 20 de marzo de 2020

Trump ha llamado al corona el “virus chino”, no sin antes definirse como un presidente en tiempos de guerra. Un diplomático chino le devuelve el garrotazo, declarando que fue el ejército yanqui el que llevó el virus a Wuhan, sugiriendo que se trataría de un arma biológica. Maduro, por su parte, apoyó la declaración del diplomático, aunque sin otro sustento que el alcance ideológico de la pandemia. Europa y Asia se resienten; el llamado Nuevo Mundo sufre en primera plana las consecuencias devastadoras del contagio, elevando medidas sanitarias de emergencia. Italia, España y China, los países que protagonizan los principales focos de infección. Todo indica que el coronavirus se propagará pronto por todo el globo para desplegar su dominio silencioso, su vuelo de murciélago nocturno por entre las tinieblas de nuestra historia occidental. Y lo realmente estimulante ahora mismo es el dilema humano que surge merced al pánico generalizado. En Chile, por ejemplo, se abre la brecha para discutir las implicancias del “estallido social”: un gobierno que aplazará estratégicamente las elecciones para una nueva Constitución ante la inminencia del virus; una oposición que apunta los dardos hacia una posible teoría conspiracional de parte del poder, (como en el caso de Jadue, criticando la negativa del Colegio Médico al uso del interferon 2b, fármaco cubano, y asegurando que existiría una “guerra bacteriológica”); y una ciudadanía que desconfía cada vez más del poder institucional y que lo acusa de utilizar el miedo colectivo como estrategia de control de masas. Naomi Klein sostiene al respecto: el shock es el virus en sí mismo. El shock como agente inmovilizador, como desarticulador de la cohesión social, caldo de cultivo para la clásica del “divide y vencerás”. Por su parte, Zizek relee el fenómeno desde el cine, visualizando nuevamente a Kill Bill. El virus sería un golpe al corazón al sistema capitalista, un golpe de efecto retardado, que eventualmente lo precipitaría a su colapso y deseable deceso. Argumentos neomarxistas, por un lado; conservadores y progresistas, por otro. Incluso relecturas de La peste de Albert Camus, novela que, por cierto, alcanzó un inesperado superávit de ventas durante el impacto mundial de la pandemia. Una de aquellas relecturas sostiene, como es típico en Camus, que el virus, cual agente del absurdo, interpela directamente la ética del individuo, retrayéndolo hacia el egoísmo en pos de su propia salvación o moviéndolo hacia la solidaridad en pos de la supervivencia de todos. Punto aparte de estas aristas que van surgiendo espontáneamente en torno al virus como anticuerpos culturales que reaccionan a su invasión, resulta necesario recordar que el virus, en cuanto microorganismo autónomo, se abre camino a través del tejido de la sociedad, totalmente indiferente, valiéndose de nuestra biología para multiplicarse, y eso constituye un hecho científico que rebasa cualquier otra interpretación al paso. Literalmente, el virus nos quiere habitar, y, a su vez, nos expulsa. Independiente de su origen orgánico o experimental, replica esa lógica propia del patógeno, inmunizado contra el medio circundante, a riesgo de volverse irreductible en la naturaleza. Como en La guerra de los mundos del buen H G Wells, quizá a la larga, sea ese agente patógeno el que nos sobreviva, frente al cual los extraterrestres no pudieron hacer nada, a pesar de acabar con media civilización. Pero he aquí que el virus vuelve a interpelarnos y desafiarnos: o nos mata o nos vuelve inmunes. Entonces, el meollo del progreso humano, su ambición, su proyección, su límite de vida, se debate entre su sometimiento frente a lo hostilidad o su completa asimilación. Aceptar el virus en nosotros implicaría aceptar nuestra parte de caos en todo esto; también, aunque resulte contraproducente, nuestra cuota de responsabilidad en la debacle. Lo que tenemos de perecible, para concebirnos, ilusamente, imperecederos, en lo que dure la inmunidad. Paradójica condición del virus humano: necesariamente enfermarse, para volverse consciente y seguir (sobre)viviendo.

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