viernes, 20 de marzo de 2020

La cuarentena llama a la reflexión, cual cuaresma laica. Ante la paralización de nuestra rutina, nos repliega hacia el adentro. De modo que el afuera se vuelve territorio prohibido, vetado a nuestra subjetividad, a riesgo de volverse susceptible. De todas formas, fiel a mi lógica interna, algo me impelía a salir. Debía comprar algunas cosas para abastecerme. Ese impulso propio de quien ve demarcado un límite por fuerza mayor. La señora de la casa, serena, aunque preocupada, me señalaba que ella se quedaría dentro, avisando que me cuidara, porque, de lo contrario, la contagiaría y “moriría”. 

Ya afuera, se notaban las consecuencias del estado de catástrofe. Ningún alma en las calles, en circunstancias que asomaban los estudiantes y el copioso tráfico desde el interior. Ahora nada, excepto unas cuantas personas con mascarillas y frotándose las manos como si de eso dependiese su vida. Yo hice lo mío con el alcohol gel que me había regalado la señora de la casa. Lo unté sobre mis palmas inertes de forma un tanto desconfiada. Acaso el alcohol gel tenga el efecto del agua bendita frente al pecado. Un efecto sugestivo. Entonces, con esas manos húmedas, protegidas de la intemperie, me asomé hacia el centro de la ciudad. Parecía día domingo. El día anterior un amigo que andaba por estos lares avisaba sobre el atropello y muerte de una mujer a la altura del puente cancha. Lo contó con tal impacto que parecía una muerte absolutamente extraordinaria en medio de la crisis general. Mientras tanto, en los medios continuaban informando sobre el aumento de casos a nivel país. 

A medida que iba caminando, el panorama se iba asemejando más al 18/10. Filas insufribles a las afueras del super, y a las afueras de las notarías y bancos; gente nerviosa hablando sobre la pega o sobre su pronta vuelta al encierro. Inclusive me tocó observar el arribo de militares surcando en vehículos en Av España. Era cierta la medida que iría a tomar el gobierno. ¿Cuál sería su función en todo este despelote? ¿Serán acaso los milicos los anticuerpos del poder? Nadie lo sabía. La poca ciudadanía por ese entonces se agolpaba cual microorganismos demasiado desorientados, tanteando apenas el terreno de su autoconservación. 

De todos modos ¿qué hacía expuesto ante esa amenaza invisible? La misión era comprar un poco de comida para los días venideros. El hambre no podía prevalecer, tampoco la voracidad, la rapacidad acaparadora. Agarré la bolsa de mercadería. En el negocio más cercano en calle, unas mujeres compraban Lysoform. Un caballero afuera tenía un puestito de alcohol y jabón. Yo compré para la once y el almuerzo de mañana. Luego tomé la micro casi vacía de vuelta al cerro. Caminando hacia él, un hombre mayor me pidió unas monedas para regresar a casa. En eso me preguntó sobre el modo de propagación del coronavirus. Si es entre personas o permanece en el aire. Le respondí que entre personas. Agarró conversa sobre el supuesto fin de todo esto. “No se sabe”, le respondí, dubitativo. Parecía querer reafirmar en alguien más lo que en su fuero interno ya sabía. La incertidumbre completa ante la sensación generalizada. La exposición al virus obliga a replantearse todo, incluso la posibilidad de un mañana. El hombre mayor se despedía así con el codo para evitar el contacto. La gente ante la menor alarma quiebra aquel pacto de normalidad que se tiene tan internalizado. Lo que parece cotidiano de un momento a otro adquiere ribetes peligrosos. Pero es la conversación, aun la más anodina, pese a la distancia del contagio, todavía el único reducto político en tiempos de miseria y de acabóse. 

Vuelto en casa, la señora me recalcaba que volví entero, en una pieza. “Cuidadito con contagiarme, mira que no respondo”, señalaba medio en broma, medio en serio, notoriamente preocupada. Le decía que no se preocupara, que afuera todo se veía sospechosamente tranquilo. “Ningún alma como día domingo”, le repetía, pero ambos sabíamos que ese silencio casi sepulcral de las calles era el campo propicio para el virus que aguarda el menor descuido del transeúnte imprudente, del caminante aún incrédulo, de sus propios pasos y de los demás. El adentro aún aguardaba el miedo, pero el miedo consciente, vuelto conversación, reflexión ante la convalecencia. El espacio público adquiere el cariz de la barbarie. El privado, el de la seguridad. Entre ambos, como un cuerpo, media todavía el lenguaje, el único virus con el que creemos estar a salvo.

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