domingo, 13 de enero de 2019

Marie Kondo, la llamada "gurú del orden", saltó a la palestra luego de afirmar que una casa no debería tener más de treinta libros. De inmediato, las críticas salieron a la vista. Sobre todo, de quienes se dicen amantes de los libros o lectores voraces. Que su método KonMari no aplica para obras literarias; que su fijación en un concepto minimalista del orden fomenta cierto utilitarismo; que su propuesta va enfocada más que nada en combatir cierto endémico mal de Diógenes (que, en todo caso, en su sentido original, aplica para ella misma: despojarse de todo lo innecesario). La cuestión que toca, de forma tangencial, es la siguiente: ¿Los libros sirven apilados? Una vez leídos ¿no sería mejor regalarlos, donarlos o venderlos en lugar de conservarlos mientras ocupan espacio valioso destinado para otras cosas de la casa? Reflexiono sobre esto al mirar el pequeño estante lleno de lecturas pendientes y, otras tantas, polvorientas, apolilladas, detrás de los libros más a la mano. ¿Los iré a leer alguna puta vez? ¿O acabarán ahí, únicamente armoniosos en su distribución aleatoria? Como sea, el juicio de Kondo aquí tiene un fin meramente pragmático. Equipara los libros con los objetos de estantería, independiente de su calculado valor personal. La suya es la política del orden del hogar. Una economía en estricto sentido. (Economía=ley del hogar). Su arte viene de la mano con este concepto de la economía. Los libros, en su copiosa abundancia, en su excedente puramente estético, subjetivo, vendrían siendo un bien suntuario, una cosa que rebasa el ámbito práctico de la economía pero que le imprime al espacio el ambiente de quien goza con la acumulación de los libros como si se tratase de reliquias, de joyas ficcionales. Cada quien conoce el orden de su propia obsesión. En materia de libros, en materia del deseo por los libros, no cabe otra economía que la de la lectura facinerosa o la del fetiche. Kondo seguramente lo sabe, pero su negocio es otro. Su negocio es el del orden minimalista. Un rechazo de lo prescindible, una búsqueda de lo esencial, que a los ojos de quien suscribe se limita a proyectar una estructura demasiado particular. El orden es felicidad, sostiene Kondo. Pues, el orden deviene caos, y el caos deviene orden. Cada quien conoce su propio (des)orden. Los libros son a su manera un caos, un cosmos. Y el que se lean o no se lean se vuelve a su vez un hábito destructivo, constructivo, en sí mismo.

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