domingo, 5 de agosto de 2018

Día del niño en Valparaíso

Recorriendo Pedro Montt en pleno día del niño me embargó de una nostalgia feroz. En los tiempos del guatón Pinto (años noventa) recuerdo que la avenida se cerraba y se armaba un verdadero carnaval infantil. La cuestión estaba abierta hasta el atardecer. Cómo será que había hasta un rincón juvenil para los cabros picaos a grandes. Eran tiempos ingenuos, tiempos de transición, pero se pasaba bien. Hoy pasé por ahí y el tráfico vehicular era el mismo, salvo en las veredas donde surge una verdadera horda de comerciantes ambulantes vendiendo la típica chimuchina, frituras, dulces, globos, juegos de mesa, los más pudientes, juguetes, uno que otro avispado colándose para sacarle el jugo a la ilusión consumista de los más pequeños a vista y paciencia de sus padres.

Cuando vine de vuelta por la plaza, de comprar algo para la once, había una niña sentada bajo el dintel de un pequeño culto evangélico en lo que solía ser una librería escolar. Tocaba un tema con guitarra, tarareado perfectamente. "Ahora te puedes marchar", de Luis Miguel. Estaba tocando detrás de un pequeño puestito de café y té, frente a una mini tienda de disfraces que se había instalado cerca del culto. La imagen era única. Más allá, un numeroso grupo de cabros reunidos de manera dispersa, cerca de la pileta, cabeza gacha, con sus celulares en la mano. Una que otra risa y gesto de congratulación. Se veía a lo lejos que estaban en algo, pero no, se trataba solo de una competencia callejera de Pokemón Go.

Al bajar por el otro costado, una pareja se debatía entre devolverse a la casa o seguir recorriendo la mini calle de los niños, motivos aparte. Ya de regreso, un grupo de cabros solos se iba como yendo cerro arriba, con unos skates, seguramente luego de practicar saltos y piruetas en la Plaza Victoria. Un compadre vestido de Gokú arreglaba lo que parecía un puesto en una acera con Edwards. Silbaba con una paciencia inusitada. Una mujer lo esperaba guagua en brazo, haciendo el ademán de partir.

Se había acabado la diversión. La noche se avecinaba, y con ella, se acababa el día del niño. Los cabros ya no tenían su "calle" como en los tiempos de Hernán Pinto. El día había perdido su mística festiva, municipal. Pero, en cambio, había resurgido en forma de feria de las pulgas. Flor de la infancia porteña. Plena edad del juego, la inocencia y el barrio. Antes de partir, un cabro en toda la esquina de Las Heras, al ver que los más grandes se fondeaban rapidito, guardando ya sus cachivaches, alcanzó a decirle a sus padres: "Shaa, nada que ver. Son terrible fomes. Y mañana no quiero ir al colegio".

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