miércoles, 4 de julio de 2018

Soñé que estaba detenido. No recuerdo el contexto. La sensación era la de no saber la causa. Extrañamente rejas adentro no había nadie que vigilara. Incluso hasta se podía salir. Así lo hice. En una esquina había dos efectivos. Algo me decía que pese a esa libertad no podía salir arrancando. La afirmación psicológica de alguna condena kafkiana. Avancé más allá y en un paseo había una chica de onda rastafari. Era de noche. Estaba contando unos billetes entre medio de unas cartas. Pese a la oscuridad, el tránsito alrededor no cesaba. De un momento a otro, nos encontramos conversando. Decía cosas ininteligibles, o tal vez cosas anodinas, mundanales, para prolongar el hilo de la conversación. La cuestión es que no logré retener ninguna de las palabras compartidas esa noche. Solo reaparece de tanto en tanto su cabellera de rastas, negra azabache, algo azumagada, confundiéndose con el tono de la atmósfera. A medida que esa escena muda avanzaba, la sensación en el corazón de la calle era la de algún motín o redada policial. El aire estaba convulso. A lo lejos, desde el lugar donde salía, se formaba una niebla. Algo me decía que debía volver. Estaba detenido en teoría, pero no en la práctica. Los efectivos no parecían darse cuenta, demasiado enfrascados en su inercia. Entonces caminé de vuelta por el paseo. Su forma era similar a la de plaza Italia. No quería volver, pero algo me impelía a regresar. Algún mandato onírico, alguna señal. Todo permanecía oscuro, con la salvedad de que al regresar al sitio cero de la detención, el zafarrancho de la ciudad iba disminuyendo progresivamente, hasta volver a la quietud parsimoniosa del principio. Desaparecían también los efectivos. Solo quedaban la entrada del calabozo y la bruma de la calle que inundaba su contorno. Ninguna otra cosa ocurrió. El momento de la indecisión, tan impreciso como inenarrable, significó a su vez el final del sueño.

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