martes, 5 de abril de 2016

En el instituto donde trabajo no hay sala de profesores. La única instancia de socialización extra pedagógica se halla afuera en la calle. Muchos de los alumnos salen al patio. Salen en su mayoría en masa. Algunos fuman pa callao. Es algo fácil de intuir por el estado en que vienen. Aparte de eso, no consigo ver a prácticamente ninguno de los colegas. Al menos, a ninguno más allá del horario entre clases. Pensé para mi mismo: "Ese pito está más colegiado que los propios profesores". La única huella de su existencia la dejan impresa en la pizarra. Al entrar a la sala se debe borrar sistemáticamente la materia que dejan de la otra clase. Un alumno señalaba al respecto: "Hacen la clase y se van". Irónicamente, el otro día le expliqué a un alumno esta situación como ejemplo de la diferencia entre el lenguaje oral y escrito. Lo que hacían aquellos colegas fantasma era precisamente dejar un mensaje implícito por escrito: daban a entender su indiferencia con el resto del profesorado dejando la materia de su clase intacta en el pizarrón. Ausencia del interlocutor y tiempo diferido: las condiciones mismas de la escritura. Cada clase pareciera ser para ellos un gheto, una trinchera. La trinchera de las matemáticas, la trinchera de las ciencias, la trinchera del lenguaje, la trinchera de la historia. Los alumnos, en cambio, como una tribu diversa, todavía no contaminados por el virus de la especialización y del conocimiento académico, se percatan de este hecho lamentable y lo reconocen de forma indirecta, haciendo en el patio lo que no pueden hacer en clases, saboteando el concepto mismo de colegio, cagándose en el qué dirán, redefiniendo a su manera el concepto, al parecer desconocido para aquel séquito de profes invisibles.

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