martes, 2 de junio de 2015

Muchas cosas todavía por hacer, parece la constatación histérica de los que se escudan en una agenda para, en el fondo, no pensar en el por qué hacerlas. Esos libros en el estante comprados por diversos motivos, cada uno con su historia propia, mucho antes de llegar a las manos y acumular el polvo de su no lectura; esos papeles de cuentas pasadas que, de cuando en cuando, te recuerdan que, al otro día, es preciso desplegar una responsabilidad de contrabando; esas llamadas y mensajes de texto simplemente vistos e ignorados o todavía pendientes, como promesa de un futuro debut o de una ignota despedida; incluso los deseos aprendidos que se acumulan en el interior y que, como cuando se era niño, ni siquiera se sabe el nombre de esos deseos y de esas cosas, pero se quieren ya; todas estas cuestiones conformando una fila bancaria imaginaria en la mente, constituyendo la gran camada existencial que luego desfila por las calles e interrumpe, por un momento, este instante de tensión en que se debe proseguir con el presente y con la obligación de mañana. Esa camada de preocupaciones que, mediante el poder de su procrastinación, busca nada menos que destronar el ahora para asegurarse un lugar gratuito y de calidad en el pandemonio de las expectativas. En eso consistirá entonces su revolución: en dilatar el futuro o el mañana (palabra esta más poética y menos política) hasta nuevo aviso.

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