miércoles, 29 de octubre de 2014


Pensar, estudiar o jugar... cuando pequeño solo se podía armar un nicho de diferencia haciendo "lo correcto", más por obligación que por impulso propio, entonces para los compañeros seguir las ordenes era señal de menosprecio, era ser chupamedias de la ley, la responsabilidad se volvía un karma, el desacato era lo cool, el hambre y el juego eran lo más honesto de esas horas de conceptos, de tallas, de hormonas en cautiverio. Eso señalaba mi amiga, y en cambio ahora que somos grandes, el desacato te conduce al abandono o al descrédito social... -solo atrévete a trazar la línea negra en la pizarra, decía ella-. Los medios ofrecen la ilusión de que esos niños, aquella barbarie jovial, pueden cambiar en una simple operación tecnológica, que las relaciones serán más eficaces pero la esencia sigue siendo la misma. Es cosa de salir a recreo: continúa el estudioso sin ser popular, continúa el rebelde como el líder. Todas esas cualidades rimbombantes no explican la revelación del juego de moda, el genio que existe detrás del rayado de los libros de clases, la alegría de atravesar un vidrio durante el recreo. Al juego no le incumbe significar nada, el significado es siempre póstumo, es siempre un momento de maquinación. Estudiar o jugar, algunos maestros dirían que implica un progreso moral, a través del cual se alcanza la mayoría de edad, pero los irracionalistas dirían en cambio que esas cualidades no llevan a ninguna parte en particular y solo funcionan para que los hombres no se liquiden los unos a los otros. Como sea, es cuestión de carácter, de dejar las entrañas en ello, de alguna cuota mísera de placer, sea lo que sea que signifique.

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