jueves, 24 de octubre de 2024

Fábulas infantiles

 Textos escritos hace muchos años. Mi incursión en la narrativa de fábulas con orientación "infantil".


La Liebre y el Topo


La Liebre saltó dos veces y cayó en un agujero. Al verse toda sucia de barro, la Liebre traviesa empezó a sacudir su cuerpo, con sus patas y manos, provocando un gran revuelo en la madriguera.

- ¿Qué estás haciendo? -, le gritó, furioso, un Topo.

- ¿No te das cuenta que estás ensuciando mi casa? -.

- ¡Ay! disculpa. Por favor, disculpa-, le dijo la Liebre, muy nerviosa.

–No fue mi intención estropear tu casa y ensuciar tus muebles-.

El Topo estaba mudo y golpeó la cola contra la alfombra, en señal de impaciencia. Luego, empezó a recorrer la habitación, ordenando los muebles que habían quedado dispersos. La Liebre, entonces, le dijo que le ayudaría. El Topo no dijo nada, muy enojado.

Pasó un buen rato en que los dos animales, enfrascados en barrer y limpiar toda la madriguera, ni se miraban ni se hablaban. Tan ocupados y ensimismados estaban en su propia diligencia, que solo se escuchaba el sonido del trajín.

- ¡Ya está! -, exclamó la Liebre de pronto. –Todo volvió a su orden-.

- ¿Y cómo lo sabes? -, replicó el Topo. –Tú no vives aquí-.

–La otra vez que caí aquí, esta mesa amarilla estaba en el rincón de allá, y los sillones rojos al lado de aquella puerta-, dijo certeramente la Liebre.

- ¡Ah! tú estás equivocado. Ese es el orden de otra casa-, replicó el Topo.

- ¿Otra casa? -, preguntó la Liebre, muy sorprendida. –Entonces ¿Cuántas casas tienes?

–Mmm… muchas-, respondió el Topo, misterioso. -… más de una-.

–Pero ¿Cuántas exactamente? -, le preguntó, majadera, la Liebre, ansiosa por saber.

–No te lo diré, porque si te lo digo, tendré que decirte donde están, y si sabes dónde están, tendré que limpiar muchas veces y muchas veces más, donde yo vivo-, respondió, un tanto triste y cansado el Topo.

Luego, caminó unos pasos y se arrellanó en el sillón.

La Liebre asomó su cabeza blanca por el agujero de la madriguera.

–No vaya a ser cosa que venga otro como yo, y vuelva a caer de nuevo-, pensó para sí. Y confeccionó un cartel que decía algo así como: “cuidado con el hoyo”. Escrito con tan mala letra que parecía decir: “cuidado con el ojo”.

Mientras tanto, el Topo se había quedado dormido. Como era su costumbre, comenzó a hablar en sueños:

-1, 2, 3… 6, 7, 8… 12, 13, 14…-, murmuró. –Nunca podré terminar, y la comadreja malvada entrará en mi hogar-.

La Liebre, al regresar a la madriguera, había escuchado al Topo hablar en sueños.

–Está profundamente dormido y algo parece decir-, dijo la Liebre.

-Cuenta y cuenta y a algo parece temer. ¿Cuántas casas tendrá? -.

El Topo, que ya empezaba a despertar, agitó sus manos y patas rápidamente en el aire.

- ¡Ah! de nuevo. ¡La comadreja! -, dijo el Topo, despertándose de improviso.

–Esta criatura quiere invadir mis casas y llevarse mis cosas-.

- ¿De qué criatura hablas? -, preguntó la Liebre.

–De la comadreja. Quiere robar las cosas de mis casas-, respondió el Topo.

- ¿Qué estuviste haciendo mientras dormía? -.

–Te hice un cartel para que nadie vuelva a caer en tu casa-.

La Liebre le mostró al Topo el cartel que había colocado en la entrada de la madriguera.

- ¿Qué es esto? Está mal escrito el mensaje. Ahora que me acuerdo ¿Dónde está tu bulto de zanahorias? -.

–Al venir hacia acá, se me cayeron al río-.

–Yo tengo la solución a tu problema. En mi baúl tengo unas cuantas zanahorias que puedes escoger-.

–Y yo tengo la respuesta a tus pesadillas. Descuidado en el andar seré, pero un gran amante de la vida soy, y es que la solución a tu problema es la construcción de puertas, que impedirán la entrada de la comadreja-, señaló muy satisfecha, la Liebre.

Así, el Topo le miró, con rostro misterioso y se pusieron a trabajar con madera del bosque que alguien dejó de más, mientras la Liebre observaba con extrañeza lo que solía ser un simple agujero opaco, sin salida.

Al tiempo que ambos animales seguían en lo suyo, la presencia de una criatura se dejó asomar al fondo del bosque, un pequeño carnívoro de cuerpo alargado y de mirada penetrante.

-Llegó la hora-, dijo para sí. -Hogar, dulce hogar-.




La flor de Karín


Hacía rato que las mariposas se encontraban esparcidas como gotas multicolores sobre las hojas y ramas de aquel charco gris y pantanoso. –Vámonos, vámonos-, le gritaban sus semejantes. –Se está haciendo de noche y debemos volar mucho para llegar a casa-, volvieron a repetir. –No, no quiero irme a casa. Ya que esta flor es mía. Y solo mía. Váyanse ustedes, yo los alcanzo luego-, les dijo la terca Karín.

Efectivamente, la flor del zarzal que había embrujado a nuestra amiga, era muy hermosa y olorosa. Era única, parecía brillar como luciérnaga en medio de tanta monotonía.

- ¡Qué terca es Karín! Nos tendremos que ir sin ella, ya que está alienada por esa flor-, dijeron sus compañeras.

- ¡Ahora sí que nos vamos!, gritaron fuertemente en coro.

–Tendrás que volver sola y muy luego, ya que se está obscureciendo rápidamente-. Volvieron a replicar. Y dando media vuelta, emprendieron su colorido vuelo a casa. Muy lejos de ahí, cerca de la primera catarata junto al volcán.

Cuando ya se esfumaban en el horizonte celeste, un gran resoplido movió las hojas que estaban cerca de la mariposa. - ¿Qué es eso? ¿Quién anda por ahí? -, preguntó asombrada Karín. Luego de un corto silencio, otro resoplido. Y luego otro, y luego, otro más. De repente, abrió sus alas, con un gran bostezo, Tolón, el murciélago. Colgado de una rama, se desperezó, apartando de su cuerpo todas las hojas que habían caído durante el día.

–Mmm… qué linda flor me he encontrado-, dijo entusiasta el murciélago. -Hoy será un gran día para mí. Estoy de suerte. Comencé con un colorido regalo-.

El murciélago se aprestó a tomar la flor del zarzal, volando de manera veloz.

- ¡Ah!... ¿Qué pasó? -, exclamó sorprendido - ¿Qué acaso las flores vuelan? -.

- ¿Qué estás haciendo? Pájaro endemoniado-, le gritó furiosa Karín.

–Estoy tomando lo que es mío-, repitió exaltado, el murciélago.

–Estuviste a punto de hacerme daño, pajarón-.

–No me interesa si te hice daño. Solo quiero mi flor-.

–La flor es mía y solo mía. Yo la vi primero-.

–Nada de cuentos, mariposita. Esta flor es para mí-.

–Tú no te mereces esa flor, ratón volador ¡Eres feo y repugnante! En cambio, yo soy bella y estoy a la altura de esta flor-.

Tolón, un tanto humillado, se quedó enganchado en una rama patas arriba y, en silencio, por un largo rato, no dijo nada. La mariposa, por su parte, agitaba sus alas casi transparentes. Dio un vuelo rápido por el contorno del pantano y se quedó parada sobre un promontorio.

–No podré llevarte a mi casa-, dijo algo pensativa.

-Por un lado, estás fija al pantano y no puedo cortar tus raíces; y, por otro, se ha hecho demasiado tarde-, agregó abatida.

Mientras tanto, el murciélago, receloso, miraba y miraba, sin decir una palabra. Se diría que se había convertido en estatua, por lo inmóvil de su posición. Solo, de vez en cuando, movía sus grandes orejas, apuntándolas hacia la flor. Luego, dejándose caer de la rama, voló hacia la flor y la olisqueó, para después perderse entre las ramas de los árboles.

-¡Bah! se fue el ratón alado-, dijo displicente Karín, observando cómo las hojas caían tras el vuelo del murciélago.

–Ahora sí que es enteramente mía y solo mía-, dijo enamorada y se desplazó confiada hacia la flor.

Karín comenzó a frotar sus transparentes y coloridas alas, dejando una película multicolor sobre sus pétalos.

-¡Ilua!-, bostezó de pronto. -Qué cansada estoy. Me siento igual que el feo murciélago-. Abatida, la presumida mariposa desplegó sus alas como queriendo abrazar a la flor. Luego, Karín se hundió lentamente, en un sueño sin fin.

Entretanto, Tolón venía volando de vuelta, en medio de hojas y ramas oscuras. El murciélago había dado varias vueltas al frondoso bosque. Recorrió abetos, abedules, álamos, alerces, y cuánto hay de árboles y jardines naturales y matinales, que se multiplicaban por toda la fértil y espléndida naturaleza.

–Nada. No he encontrado nada tan bello como esa flor-, dijo, decepcionado, Tolón.

Antes de llegar al pantano, el murciélago miró al cielo y se percató que estaba próximo a llover.

–Huele a húmedo. Habrá tormenta-, aseguró, y se guareció bajo las gruesas hojas de un romero, sin perder de vista la flor.






El pingüino




Había una vez un singular pingüino. Él era diferente al resto por poseer una larga cola amarilla. Le creían un fenómeno, pero él se pensaba un prodigio de la naturaleza, una helada maravilla.

Un día, mientras él nadaba en las aguas congeladas de su hábitat, oyó algo muy extraño. Era como el quejido de un ave. Entonces acudió a ver qué pasaba. Efectivamente lo era, aunque no parecía ser un pingüino.

- ¿Eres de nuestra raza? -, le preguntó.

-No. Sígueme-, le respondió el ave.

De esta forma, siguió a la extraña ave, a pesar de no conocerla, cuando ella despegó de súbito en dirección al oeste.

Parecía que mientras más avanzaba, más calor sentía. Era todo un camino hecho de fundición cristalina con rastros de arena. El ave iba cada vez más rápida y el pingüino se sintió fatigado por la aproximación hacia algo que no le era familiar. Ya casi no veía nada; es más, no distinguía absolutamente nada. Así miró hacia el ave fugaz para oír lo que decía a lo lejos, pero el ave ya no se encontraba allí donde sus ojos se posaron. El pingüino tenía ganas de retroceder, pero no podía, no había caso. Siguió su camino, ciego, como dejándose llevar por un escalofrío o un presentimiento. Halló una luz resplandeciente. Era como un Sol.

-Esa debe ser la salida-, replicó, y corrió a ella. Luego empezó a dormirse de pie.

Abiertos los ojos, el pingüino se encontraba en un lugar vasto, vacío. Hacía calor, sensación que a nuestro amigo le producía náuseas y una sensación de aislamiento terribles. Se distinguían en el ambiente seres inertes, de colores muy vivos y multiformes. Había materia en fragmentos, por todo el suelo. Era un extraño mundo para el pingüino. Un mundo el cual todo su ser no podía comprender.

Caminó lentamente, curioso y cansado. De repente, vio una larga cola que sobresalía desde el suelo de materias. La olió y se escuchó un quejido. Apareció una criatura, con largos pies, nariz alargada, con bigotes, dientes y grandes ojos.

- ¿Quién eres? -, preguntó el pingüino.

-Ten más cuidado, extraño buitre. ¡Yo soy una rata! -, dijo la criatura.

- ¡¿Una rata?!-.

–Sí, yo soy una rata, y tengo unas patas largas para...-.

- ¿Para qué? -.

–No te puedo decir, buitre. Es un secreto muy secreto. Es tan secreto que hasta a mí se me olvida-.

-Bueno, rata. Hasta pronto. Seguiré mi camino por este lugar-.

En su camino, se encontró a otra rata parecida a la anterior.

-Oye, tú, rata, dime ¿Para qué tienes patas largas? -, le preguntó el pingüino.

-No sé de qué hablas. Lo de las patas largas es un secreto. Y es tan secreto que tengo que esconderlo bajo la arena en todo momento para que no se me olvide-, contestó la rata.

Así el pingüino se marchó otra vez, frustrado por desconocer aquel secreto.

De vuelta en su camino, el pingüino halló un lago. Se sorprendió y corrió a él para refrescarse, pero en tanto asomó su pico, esta se volvió materia en fragmento.

- ¿Qué es esto? -, preguntó el dudoso pingüino.

–Es una ilusión-, le contestó una criatura de larga lengua, y patas echadas en el suelo.

- ¿Quién eres? -, preguntó el pingüino, una vez más.

-Soy un lagarto. Repito: L-A-G-A-R-T-O-, respondió la criatura.

– ¿Y qué es, eso? -.

– Pues un lagarto se asemeja mucho a otra criatura: el sapo. Pero yo no soy un sapo, porque ellos tienen una lengua más larga que la mía y saltan con sus patas largas-.

- ¿Tienen patas largas? -, preguntó el pingüino, ante la inesperada respuesta del lagarto.

–Sí, las tienen-, le contestó.

Se fueron al refugio bajo la arena. Ya se hacía de noche y hacía mucho frío.

-Este es mi clima familiar. Me acostumbro-, le dijo el pingüino al lagarto.

Estuvieron un rato junto hasta que el lagarto se despidió sin previo aviso y el singular pingüino prosiguió su recorrido.

- ¿Por qué son tan raras las criaturas de este lugar? Pero ahora sé para qué sirven las patas de las ratas-, se cuestionó el pingüino, mientras caminaba con sus patas cortas.

Y así siguió y siguió por la noche del lugar acalorado. De pronto ¡sorpresa! El pingüino se encontró con el ave del pasaje secreto. Esta vez necesitaba ayuda. El pingüino le aventó su pico al ave para sacarla del abismo absorbente en el suelo.

-Ya te has acostumbrado bastante bien a este nuevo lugar, así que sígueme de vuelta-, le dijo el ave al pingüino.

Súbitamente, el pingüino apareció de vuelta al frío, su hábitat. El resto de sus semejantes le atisbó, y le preguntaron dónde había estado.

-No lo sé. Era un lugar secreto-, respondió el pingüino, sereno y tranquilo.

Tal vez el resto de los pingüinos del mundo no sepan nunca de la existencia de ese misterioso lugar. Sin embargo, nuestro singular pingüino, con el paso del tiempo, ya no lo recuerda en absoluto. Solo él supo hasta qué punto el riesgo de abrirse a lo desconocido pesa tanto como el olvido.

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