martes, 2 de julio de 2024

Librería Arcaluz

En librería Arcaluz, un par de chicas observaban entusiastas los libros apilados en el pasillo próximo a la caja. -Esto es el paraíso-, decía una, con un ejemplar de “Reino de brujas: El Grimorio de Origen”. Resonancia de Borges, con su frase sobre el paraíso como biblioteca. Las chicas compraron el libro sobre el “Grimorio” y se fueron. El librero seguía en lo suyo, mientras apilaba algunos libros desordenados en los estantes. -A veces se hace cuesta arriba mantener el lugar. Se vuelve un suplicio-, repitió, con un dejo de cansancio. -Lo que más vendo son libros escolares. De acá para abajo, tengo hartos libros, pero pocas ventas-. Para el librero, se trataba del rigor del oficio, de la realidad del comerciante, del valor mercado del objeto libro. Para aquellas lectoras y compradoras fugaces, en cambio, siempre se trató del goce, del placer estético de habitar entre la multitud de libros, pese a su costo.

La librería se debatió entre el edénico lugar que envuelve el sentido de las letras, y el refugio terreno que trae consigo una carga de nicho y de obsolescencia, ante una competencia cada vez más feroz. Hay algo de Sancho en esa constatación, en ese realismo sin el candor de la fantasía ni la vehemencia del idealismo. Aun así, nuestro librero abrigaba la ilusión del libro como en una armadura quijotesca. La librería se resistía a morir, porque llevaba inscrita, en su propio nombre, la materia de su consumación. No se la iba a ganar el molino financiero, ni tampoco el gigante de la ignorancia. Y aunque se supiera derrotada, iba a dar la pelea. En pie, abierta a la ciudadanía y rebosante de páginas.

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