domingo, 24 de marzo de 2024

Crónica sobre Domingo de Ramos en Valparaíso: La "Jerusalén perdida".

Frente a la Iglesia de los Sagrados Corazones, había unas señoras que vendían ramos. Algunas cortaban grandes ramas que se esparcían en la vereda y otras ya tenían listos los ramos bien amarrados con imágenes de religiosos y santidades. Al lado de las señoras, también había cabros que vendían los ramos a viva voz, y se las ofrecían incluso a los vehículos que iban pasando por ahí. “A luca”, gritaban, mismo precio que el de los ramos al pie de la calle.

Pasé y no me decidí a comprar ninguna mata en especial, hasta que llegué al frontis de la iglesia. Estaba cerrada pero toda la reja de la entrada estaba cubierta por ramas, como quien pretende evocar la entrada a Jerusalén. Una señora me ofreció de las ramas que estaba vendiendo. Le pregunté si acaso iba a realizarse una misa. Dijo no tener idea. Otra señora que estaba cerca se metió en la conversación y afirmó que se realizaría una en la tarde, que se suponía en la mañana no se había realizado por un retraso del cura.

Ante la expectativa, ambas señoras comenzaron a discutir la remota posibilidad de la misa, aunque todo indicaba que no se haría, porque no había nadie esperando ni afuera de la reja ni dentro de la gruta. De esa manera, el Domingo de Ramos fue inaugurado, sin una ceremonia oficial que lo consagrara. Al menos, no una que fuera anunciada para todos. Las ramas simbolizaban el comienzo de la Semana Santa, aunque también representaban la victoria para los romanos. Jesús llegaba, según cuentan, en son de paz, pues el silencio que reinaba alrededor de la Iglesia de los Padres Franceses era la antesala de un vacío sublime, el vacío que dejó el posible ingreso inadvertido del Señor.

Cuando ya todos guardaban las cosas para irse, la señora de las ramas insistía en venderme una antes de marchar. Eché un vistazo a algunas hasta que elegí la de San Pancracio. “San Expedito”, repetía la señora. “No se preocupe, están bendecidas”, agregó, al darse cuenta que observé la iglesia cerrada. Creyó que mi intención era ir a aquella improbable misa a bendecir las ramas. Pero no. Solo quería llevarme una a la casa, recordando quizá aquella época en que era chico y todos en la familia se reunían para llevarse su matita. Se vuelve a aquella infancia como quien vuelve a una Jerusalén perdida en el tiempo. El reino de la nostalgia era tierra santa, aquella en que todos estábamos unidos.

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