jueves, 16 de marzo de 2023

Los cabros tenían que completar un diario de escritura. Uno de los chicos me mostró la parte que estaba desarrollando: una conversación por whatsapp imaginaria. "No la lea en voz alta, profe", dijo el alumno, algo avergonzado. "¿Por qué?" le pregunté. "Es que es algo que me pasó", repitió, sin más. "¿Y qué le pasó?", volví a preguntarle, intrigado. El chico abrió la página del diario con el ejercicio. Se trataba de una conversación muy corta, no más de cinco renglones, en la que saludaba a una niña de otro curso y la invitaba a salir. El texto terminaba con la siguiente leyenda: "esta persona no está disponible. No puedes responder ni enviar mensajes". Tajante, el chico cerró su texto con esa ya clásica sentencia de bloqueo, la fórmula definitiva que no daba pie a réplica y cerraba la puerta a cualquier clase de contacto. Permanecí sin comentarios ante tan real y abrumador cierre. Solo atiné a observar al cabro con una mirada de leve aprobación.

Durante el recreo, al dejar los diarios en la sala del CRA, el cabro venía en dirección contraria, rumbo al patio. Se detuvo por un instante. "Disculpe, profe", dijo, escueto. "¿Por qué?", le pregunté. "Por la conversación que escribí en el diario. Es algo que me pasó y no me gustaría volver a recordarlo, por eso lo escribí". El cabro miró, de nuevo, tímidamente, y siguió su camino. "No me gustaría volver a recordarlo, por eso lo escribí", esa pura frase resumía, sin proponérselo, el más íntimo sentido del escribiente: volver sobre la herida, conjurarla, para sublimarla.

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