miércoles, 8 de julio de 2015



Hoy en la calle rumbo a Pedro Montt unas profesoras de Santiago esperando subir a un bus de regreso. Se presume que venían de alguna marcha o asamblea relacionada con la lucha contra la Carrera Docente. Interactué con ellas un momento, tratando de empatizar. Me preguntaron si era de la educación municipal o subvencionada. Les expliqué (no sé si con algo de rubor o falso alivio) que era de la particular. En eso ellas se subían rápidamente al bus luego de señalar que no bajarían su postura hasta que todo acabara para bien. Lejos de los temas contingentes, lo que más me marcó fue la mirada de las profesoras. Se notaba en ellas una tristeza terrible. El eco, el rumor, solo la sombra de una antigua belleza jovial, libre de obligaciones, libre de enseñanza, viva. Se notaba las mellas del trabajo en su rostro. Primera idea: el trabajo alienante provoca estragos en la belleza física. Luego, voy a un cyber a imprimir unos documentos. Una chica escribiendo en el computador un texto sobre el cuerpo, algo así como un estudio sobre la evolución de un niño con problemas psicomotores. Una joven, quizá trabajadora social o enfermera, estudiosa del cuerpo de un niño. Sin quererlo, aunque sea bajo una jerga académica, profesional, aparentemente impersonal, ella iba recitando un clandestino elogio a la física. Segunda idea: todo vuelve a la física. Con su escritura supuestamente fría, netamente laboral, demostraba que frente a los embates de la vida moderna el único perjudicado es el cuerpo, mejor dicho, su belleza. Algo así como la belleza natural. La belleza sometida a las contradicciones de un mundo que cada vez más se piensa fuera de si mismo.

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