domingo, 24 de mayo de 2015



En la planificación uno encuentra una salida aunque elegante algo falsa. Se da cuenta que el texto no tiene nada que ver con la realidad. O mejor, que el texto se escribe como un guión dramático que al ser representado se traiciona a si mismo, se muerde la propia cola. Algo más o menos así es el profesor: un planificador de realidades apócrifas. Imagina un escenario en el cual sus alumnos atienden a conciencia sus objetivos y desarrollan todas las actividades satisfactoriamente... cuando la realidad casi siempre desdice sus expectativas. Y en eso consiste precisamente la clase (y su escritura de ficción): en una resistencia de los estudiantes a ese molde, independiente de sus intenciones. Los estudiantes, sin conocimiento pero siempre intuitivos, lo saben solapadamente. Inconcientemente se aprovechan de la debilidad del molde, no tanto por su beneficio como para poner a prueba la paciencia (y la valía) de su maestro. La jefa de UTP, cancerbero de la utilidad, exige en cambio modelos de planificación cada vez más prácticos. El texto del profesor acaba siendo más bien un recetario. No queda tiempo para la belleza, o para una salida profética, en ese curriculum estrecho. Toda la monserga universitaria no le servirá para sortear los tres meses de contrato. El profesor, humillado, renace. Su tarea no consiste en cambiar el mundo. El profesor, como un funcionario más, se encuentra en la disyuntiva entre la elegancia de su planificación, tan bella como artificial, y la eficiencia de su producto: una clase ideal. Quizá eso sea aprender: burlar a propósito una realidad de fábrica, derrotar alguna clase de molde interior.

No hay comentarios.: