jueves, 23 de abril de 2015

Sobre leer en libro o en digital (o de la sobrevivencia del texto)

Una discusión bizantina sobre el acto de leer entre unos compañeros, diletantes, conscientes pero desenfadados sobre las implicancias pedagógicas o moralistas de la lectura y aun del libro. Uno de ellos era de la tesis que defendía el libro objeto, en un ánimo fetichista, coleccionar libros como una obsesión, desglosar el orden de ellos en su cuarto de acuerdo a temáticas, editoriales, autores, valor sentimental, hasta olores. De esa su obsesión por el formato material antiquísimo, derivaba la defensa de la lectura precisamente a partir de la materialidad, la relación entre vista y página, entre las manos sobre la solapa y la actividad de inmersión no solo en las hojas sino que en la interpretación misma de los textos que la mente desprende del imaginario impreso como si fuese una erupción de sentido. 

El otro, en una postura que pretendía ser posmoderna, defendía la inmaterialidad, el formato virtual, no en desmedro del objeto, sino que en la validez de la eventual sustitución del objeto libro por formas más “económicas”, “ecológicas” y cómodas. Un tecnócrata de la lectura. Daba lo mismo para él leer frente a la computadora que hojear un libro antiguo no importando su edición o su antecedente. De hecho, defendía su tesis argumentando la existencia de libros electrónicos. 

Ante las razones cada vez más cibernéticas de su interlocutor, el primero, defensor del formato “natural” sostenía que leer en pdf era como follar con condón: un acto envasado que obvia el factor sensible, de sostener el libro en la mano como si se tratase de una amante o una puta como diría Walter Benjamin en sus analogías (sobre todo estas noches sucesivas, en que lo único que conseguía abrir por debajo de las sábanas era alguno que otro libro de Alianza). Para él leer debiese doler en los ojos y pesar en las manos: leer como una sesión de gimnasia mental, como correr, como retroceder, los textos como otra musculatura, como otra forma de respiración, intrincada pero material. 

El compañero que abogaba por la tecnología, planteaba que ese romanticismo en el futuro solo será exclusividad de excéntricos, puesto que cada vez será más imperativa la existencia de formatos digitales, virtuales, que prescinden del antiguo envase material del texto. Guardando las proporciones, sería como sucede en el caso del dinero: cada vez se hace menos material, conservando su sentido solamente en el dígito, en la información. Para este compañero, el libro como tal morirá, si no es que ya está agonizando. Importará cada vez más el texto traducido en información, mucho más accesible, gratuito, “higiénico”, y, lo que sería mejor, completamente íntegro con respecto a su transcripción original.

Abocarse a una de aquellas dos opciones resultaba difícil, aunque estuviese de acuerdo con ellos dos por igual en algunos puntos. Sin embargo la neutralidad era el norte que me avisaba lo siguiente: el olvido de lo que no se dice. El silencio como memoria. El primero olvidaba que el formato libro de por sí ya es una “tecnología”, un engendro que se vio impulsado a raíz de la revolución de la imprenta de Gutenberg, incluso con respecto, por ejemplo a las inscripciones rupestres anteriores a toda civilización o, sin ir más lejos, la propia escritura como una excentricidad frente a la pura oralidad de la que Platón hacía gala, abominando del texto escrito como de algo infrahumano. 

El segundo, por su parte, olvidaba que la supuesta ecología del formato virtual también depende de la fuerza eléctrica, y esta a su vez depende de la fuerza natural supeditada al aparataje tecnocrático. ¿Qué haría entonces en una eventual escasez de energía eléctrica? ¿El fin de la electricidad implicaría necesariamente el fin de la literatura? Como sea, tanto el panegírico como el anatema de los libros resultaban demasiado parciales.

Hay algo en el formato virtual que lo hace efímero: su excesiva confianza en la energía eléctrica. La paradoja de la información que se proyecta virtualmente para siempre pero que está hecha solo de acuerdo a un tiempo delimitado. Cito como ejemplo la traducción al formato Word, la cual se pierde definitivamente si no se guarda tras una eventual falla en el sistema, a pesar de que este archivo virtual pueda durar indefinidamente. 

Por otro lado, hay algo en el papel que lo hacía igualmente perecedero, precisamente su romanticismo, haciendo caso omiso de que es producto de un reciclaje natural, quizá por eso mismo la lectura no sea más que un reciclaje del olvido, una suerte de fantasmas textuales que atraviesan generaciones en busca de cuerpos para condensar mejor la energía de cada época, que sin ese acto de leer sería puro caos. 

Quizá ya sea la hora de volver a la propuesta visionaria de Bradbury en Farenheit 451, que pensaba en una sociedad distópica exenta de libros (y, por supuesto, de pdfs y words) sobreviviendo solo a base de la memoria sobre la literatura del mundo. Un neoplatonismo extremo, futurista, en que el olvido sea una señal de esa historia libresca antigua hecha cenizas y la memoria la forma clandestina en que los textos más frágiles que el aire sobreviven boca a boca, con la lengua como su único principio y su único sino.

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