viernes, 5 de septiembre de 2008

Agenesia

Fue hace mucho tiempo cuando aterricé en este mundo de improviso, con este cuerpo y esta vida prestada, y he llegado con alas que muchos de los que me rodean nunca lograron percibir. Algunos se preguntarán si de verdad vengo de algún lugar especial. Como verán, no hice más que llegar a este mundo de espaldas, nunca perdiendo de vista la matriz de mi origen. Y sí, lo recuerdo muy bien. Ella era tan alta y tan jovial. Nunca pasó por mi mente la distancia entre nosotros dos. Siempre la concebí joven, casi en el umbral de la grandeza. Es por eso que de alguna forma sabía que ella podría ofrecerme eso de lo cual siempre yo carecí o, al menos, aquello que necesitaba, porque si llegué incompleto a este mundo, no lo será solamente por mi cuerpo. Si quisieran que les describiera este mundo lleno de completitud al cual se me invitó, diría que mi primera estancia fue en un lugar llamado Hospital. Al abrir mis ojos contemplé tal escenario, y lo primero que hice fue verla a ella. La verdadera niña-madre. Enseguida contemplé a mi alrededor y atisbé a seres aún más altos que mi madre, de porte vehemente. Con el pasar del tiempo, fui recordando a aquellos seres, y pronto llegó a mí una especie de reflejo, y fue ahí cuando supe que yo pertenecía a ellos. Entonces, aferrado fuertemente a mi madre, noté en ella una especie de abandono. Sentía que conmigo estaba compensando la ausencia de uno de esos seres. Aquel “no ser” que veía reflejado en mí era realmente la causa de mi origen. Pero eso a mi madre nunca le pareció importar, excepto cuando me observaba con esos ojos cautivantes que parecían hacer cobrar vida en mí a ese “no ser”.

Esos seres en el Hospital me manipulaban, solo, solamente con mi cuerpo, y percibían en mí cosas que perturban, cosas cuyo nombre se me hace aún difícil reproducir. Agenesia, decían aquellos seres. Ellos también se interesaban por mi boca. Algo tenía, o de algo carecía. Pronto nombraron raramente mis labios y mi paladar. En ese entonces fue cuando me di cuenta de que era especial. Me sentía perfecto en mi incompletitud, a la vez que imperfecto en mi completitud. Esos nombres aún resonaban en mi cuerpo entero, al punto de sentirse identificado con ellos. Poco a poco sentía que esa identificación me estaba robando el alma. La hacía sentir incompleta a secas y ensombrecía esos minutos de hálito vital que compartí desde el principio, con ella. Ese él que nunca fue, era en realidad la causa de mi carencia toda. Pronto todo lo que abrazaba tan sólo con mis ojos se me hizo aún más difícil de contener.

Un lapso de tiempo que no lograba capturar. Aquellos seres se fueron. Y desperté así en una segunda estancia. Notaba que muchas cosas se me hacían aún más intocables que antes. Pero, extrañamente, noté a mi madre aún más real, a pesar de captar la novedad de aquellas cosas. Otros seres venían. Intentaban cubrirme con extrañas ropas. Mi cuerpo percibía un calor artificial. En medio de mi ahogo proyectaba el cuerpo y las extremidades de mi madre, y sentí que debía cumplir este ciclo para aguardar por su presencia. Realmente esas experiencias poco a poco me incitaron a llenar mi vacío, el cual hasta ahora sólo mi madre había podido cubrir.

En un breve estado de paz, fui llevado nuevamente. No sé si esos seres permanecieron, pero sentía que ella aún compartía su vientre con mi fragilidad. A medida que se hacía más evidente también percibía un clima más cálido y más confiable. Un segundo Hospital fue mi cuna. Me embargó una emoción que hasta ahora no había sentido. Quizá mi condición especial cambió, al reconocer a seres idénticos a mí. Por primera vez me sentía en un mundo repleto ya no de completitud, sino de reflexión. Sin embargo, aquellos diminutos seres, aun poseyendo mis características y mis hábitos, podían abrazar las cosas del mundo y patalear al aire con la ilusión de recorrer el terreno sembrado por sus madres. Y claro está, en esta estancia se encontraban seres idénticos a la mía. No eran precisamente las madres de aquellos seres idénticos a mí, sino que eran madres que buscaban en ellos esa misma sensación, ese mismo complemento, como el de mi cuerpo a las extremidades, y la calidez recorría mi cabeza a la vez que mi vista se hacía más nítida. Al verlas a ellas, me reconocía a mi mismo. Poco a poco, ellas me ayudaron a concebir aspectos nuevos de mi cuerpo que mi madre no alcanzaba a proyectar. Vi en mi cabeza una nueva extensión de mi cuerpo, y mi pelo rojo, como ellas decían, les arrebataba gestos y tratos parecidos al de una mano sobre las mejillas. Me sentí más vivo que nunca. Mi ser se encontraba presente en todo. Ya no existía vacío alguno que llenar. Era yo y mi madre, una vez más.

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