sábado, 12 de octubre de 2024

"El infierno de lo orgánico y la mirada de los otros". Reseña cinéfila de "La sustancia" (2024) de Coralie Fargeat

Cuando pensé en ir a ver La sustancia de Coralie Fargeat, me acordé que unos compadres contaron la experiencia de su visionado. Coincidían en que la película los “dejó mal”, con una sensación de pánico y luego un embotamiento, como el efecto de un “mal viaje” de algún psicotrópico. Había algo en ese horror corporal que los descolocó o los pilló desprevenidos. Le dije a uno de ellos que, si ya vieron algo del Cronenberg clásico, entonces esta película no debería sorprenderlos. El compadre asentía. Sin embargo, fue inevitable para él no sentirse pésimo al salir del cine. Algo psicosomático lo invadió, (¿efecto de alguna sustancia extraña?) quizá porque la fue a ver angustiado por un drama personal. La cosa es que la anécdota del compadre no hizo más que impulsarme a verla con un motivo morboso, como buen cinépata aficionado a los argumentos audaces y a las tramas enrevesadas.

La película la vi de un hilo. Hubo, es cierto, momentos de mucha tensión, casi en el clímax, donde se desata lo más crudo y visceral, incluso con reminiscencias al gore de cine b. Pero lo más notorio resulta, sin duda, el relato detrás de la trama y su osada ejecución. Recordé de inmediato otra película con una premisa muy parecida: The Neon Demon de Nicolas Winding. Allí, una joven y bellísima Jesse (Elle Fanning) es contratada por una agencia de moda en Los Ángeles y deslumbra por su carisma e inocencia, lo que causa la envidia entre sus compañeras más experimentadas.

Más adelante, la historia se vuelve más y más turbia, hasta develar el lado siniestro de la industria de la moda, capturada por seres vampíricos que tranquilamente pueden ser la metáfora de los agentes del mundo del espectáculo, auténticos chupasangres que se alimentan de los sueños de las aspirantes y de su sangre tierna (cualquier referencia al adenocromo, en clave conspirativa, puede aportarle un elemento aún más bizarro a la ficción). Las luces de neón artificiales y la redundancia de las pantallas vacías reflejan ese mundo carente de una belleza interior y de un espíritu trascendente.

En La sustancia está presente también esa denuncia satírica contra la superficialidad de la industria y la espectacularización de la apariencia en desmedro de las esencias. Se trata de una relectura retorcida del relato sobre la eterna juventud, ya planteados, en plena época del romanticismo, por Goethe en su Fausto y por Oscar Wilde en su conocido Retrato de Dorian Gray. Lo que la hace diferente es el desarrollo de su tesis, su puesta en escena y su propuesta cinematográfica, totalmente transgresora al extremo de la náusea. Se trata sobre Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una famosa actriz madura que trabaja en un programa de televisión y que es despedida por su edad y su falta de vigencia.

Así es como Elizabeth conoce el abandono de una industria que ya no la necesita. Resentida, intenta recobrar su valor, hasta que se encuentra en el hospital -tras sufrir un accidente- con un extraño USB con la etiqueta “La sustancia”. Se lo lleva a la casa, lo reproduce y se trata de un video publicitario que promociona un nuevo y misterioso producto, el cual, mediante un suero, crea una versión “mejorada” del usuario. Elizabeth lo usa y así es como nace su otro cuerpo más joven y vital, con quien comparte la misma consciencia. Esa nueva versión de sí misma se hace llamar Sue (Sarah Margaret Qualley) y está dispuesta a devorarse el mundo, en un acto de venganza.

Lo realmente escalofriante vendrá después, cuando la nueva Sue se fascine con su éxito y deje de lado el alimento y la estabilización de su matriz, el cuerpo deshecho de Elizabeth. Todo esto le traerá problemas que irán in crescendo, al punto en que se desata la enajenación psicológica de la Elizabeth escindida en Sue y el deterioro progresivo e irreversible de su fisonomía y de su organismo, llevando las cosas a un plano, en sumo, explícito y grotesco. Locura y violencia parecen aquí el reverso de belleza y equilibrio. Dentro de un medio hipócrita, repleto de envase y carente de “sustancia” (irónicamente), ambos elementos se confunden a un punto en que se hacen indistinguibles el uno del otro. La Sue, que es su otra versión, se come a Elizabeth, que es la original. Ninguna de las dos ya se reconoce en el espejo, porque, en el fondo, la Elizabeth real nunca logró reconocerse a sí misma.

Si nos remitimos al body horror, categoría de la cual La sustancia es heredera, la influencia directa de David Cronenberg es evidente en este sentido. Pieles abiertas, infecciones, sangre y fluidos a borbotones, mutaciones, anomalías y malformaciones, “la nueva carne”, componen el engendro corporal en el que cae la actriz luego del caos en el que se vuelve su propia vida, marcada por el odio a sí misma y la necesidad patológica de la aceptación mediática. “El infierno son los otros” decía Sartre. En efecto, esos otros, que son una proyección de la propia inseguridad de la actriz, hicieron de su vida un infierno, no sin antes sumirla en el placer extático de una ilusión, una ilusión demasiado real, demasiado orgánica, una ilusión más real que ella misma, que acabó por sustraerle su propio ser, lo que ella era, su historia, su pasado.

Hay otras referencias indirectas en La sustancia que la vuelven una creatura apetecible para el cinéfilo exigente. Pienso en David Lynch y sus atmósferas de pesadilla, en su representación onírica de Hollywood (que significa Bosque Sagrado, el cual, en palabras de Guillermo Mas Arellano, es, “antes que el Reino de la Luz, una expresión de la Logia Negra de la oscuridad”). En efecto, dentro de La sustancia se percibe ese ambiente siniestro, emanando desde el conflicto con aquella “doble”, (tópico también trabajado por Lynch) que es la propia Elizabeth, pero, al mismo tiempo, es otra.

Ese juego de espejos, proyecciones, sombras y “doppelgangers” es un recurso que ya se puede apreciar en la clásica novela Dr Jekyl y Mr Hyde de Robert Louis Stevenson, y también en una película de culto del terror de los ochenta: Possession, de Andrzej Zulawski. ¿Qué tiene que ver Possession con La sustancia? Se trata más bien de una lectura muy personal. En Possession estaba patente la temática del “doble oscuro” representado por Sam Neill e Isabelle Adjani. Se crea un conflicto a partir de estos dobles que irrumpen en la vida de los protagonistas y se enfrentan a ellos, desafiándolos. Pero hay una referencia en la película todavía más contundente. Se trata del monstruo con el cual Anna (Adjani) tiene sexo a espaldas de su marido Mark (Sam Neill). Ese monstruo que recuerda a una criatura lovecraftiana aparece en la película sin mayor explicación, y le añade ese toque que la hace digna del terror fantástico y, a la vez, el thriller psicológico.

De acuerdo a una lectura simbólica, aquel monstruo, el tercero en discordia en la relación entre Anna y Mark, podría ser perfectamente una “materialización del odio” o una representación orgánica del odio que nació entre ellos. Al menos, esa fue siempre mi interpretación respecto de esa criatura horrorosa en Possession. Asimismo, en La sustancia, si vamos más allá de la mera alusión gráfica, la propia Sue, la versión “perfeccionada” de Elizabeth, podría ser una proyección física de la consciencia escindida de la actriz, ya que, recordemos, no es otra: es siempre ella. Sería una versión idealizada creada por su propia mente, una versión que se ajusta a los estándares de su “super yo”, la cual cobra vida pronto y adquiere una forma real, ciencia ficción mediante, como Golem de rostro apolíneo y figura de ninfa.

La posibilidad de que los contenidos psíquicos adquieren una expresión material es una cuestión que está presente en cierto misticismo antiguo, como lo es el budista con los llamados “tulpas”. No vamos aquí a discutir su existencia, pero como recurso simbólico abre una brecha que no se había considerado, al momento de profundizar en el sentido de la película. Así, no resulta demasiado descabellado decir que el monstruo deforme que surge casi al final y que representa una versión fallida de Elizabeth, a causa del abuso de la sustancia, sea en realidad una manifestación física de su propia consciencia, una representación orgánica de su propia mente atormentada, de su paupérrima auto imagen y auto concepto y una expresión de su propio interior, caótico y en permanente conflicto. Por supuesto que esta es una interpretación arriesgada y presupone afirmar que el exterior es, en el fondo, una expresión del estado interior del ser humano y que la imagen proyectada hacia los otros dice mucho sobre nuestro propio estado del ser.

Ahora bien, si dejamos de lado la lectura simbólico-psíquica de la película, propia de su carácter satírico, es posible aventurarse en un terreno aún más terrible. ¿Por qué? Porque puede tener un directo correlato con la realidad tangible y con las circunstancias actuales del mundo, y no solo remitirse a una analogía ficticia. Este dice relación con el terreno de la propia ciencia y la tecnología. En la película, nunca se aclaró el origen de la empresa clandestina que entregaba la sustancia de manera ilícita, como una droga dura. ¿Será que se la ofrecen solo a ciertas personas? ¿Será que hay unos “elegidos” por la sustancia? ¿O el mundo entero ya conoce sobre su existencia y opera a diestra y siniestra, con complicidad de los poderes fácticos? Son muchas las lecturas que se pueden hacer, dado el misterio que recae sobre los hacedores y proveedores de la sustancia, un gran acierto de la película: no revelar demasiado, lo que podría ampliar su, ya de por sí, distópico universo.

¿Y qué tal si, en un futuro hipotético, crear una versión mejorada de ti mismo, a través de una sustancia verde que incide en la división celular, pueda ser factible y hasta deseable? Por supuesto, que el solo hecho de plantearnos esta posibilidad como real puede transportarnos a un escenario futuro digno de Black Mirror (de hecho, también pensé en la serie antes de ver La sustancia) o a un mundo invadido por corporaciones poderosas, clandestinas y maquiavélicas que experimentan con el ser humano, sin límites morales ni éticos algunos. A juzgar por el avance de las elites en materia de inteligencia artificial, y las investigaciones sobre clonación realizadas por algunos científicos chinos, es preciso estar alerta y no subestimar el avance vertiginoso de la “Ciencia” en esa dirección.

Si no hay fronteras imaginables para la nueva ciencia, pronto tendríamos una sociedad que necesite integrar a las versiones clonadas en sociedad, versiones perfectas que parasitan de su original. Lo más parecido a un infierno en la tierra sería un simulacro permanente de cuerpos perfectos, un baile descarnado y descarado de figuras humanas no alineadas con su consciencia, tan vitales en su nueva forma como carentes de su diseño matriz, sombra de la sombra, ya no a imagen y semejanza de Dios: a imagen y semejanza del vacío post humano.

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