sábado, 18 de marzo de 2023

Se conmemora el martirio de Jacques de Molay, un 18 de marzo de 1314. En una publicación de un profesor de religión, decía que, al ser quemado en la hoguera el Gran Maestre de la Orden de los Templarios, fue consumado un nuevo crimen contra la persona de Cristo. Otro mártir acusado injustamente de sacrilegio, en la línea del mismísimo Jesús. Había proclamado la inocencia de la Orden frente a Felipe IV antes de ser sacrificado. 

Con el compadre Pablo Rumel conversábamos en torno al misterio de los templarios y su relevancia para el catolicismo, hoy. Justo en el momento en que abordé la importancia de releer la tradición a la luz del nuevo contexto mundial, sonó, de fondo, en el audio, una larga campanada, dando las seis de la tarde. “¿Estás en algún ritual?”, preguntó Rumel, en talla. “Andaba cerca de la Iglesia de San Ignacio, en Valpo”, le respondí. “Nada más punk que eso”. Rumel asintió. En efecto, conmemorar a un maestro templario y recordar su legado, en plena época secular y deconstructiva, se ha vuelto, de por sí, un gesto contestatario, una andanza quijotesca. 

Mientras bajaba por el cerro de mi infancia, las campanas seguían doblando por todos, y retumbaban en el cerro y en el plan. El estridente ruido de fondo porteño asemejaba el de los gigantes y el de las hordas. La figura del sacrificado se volvió, de inmediato, la imagen del futuro.