miércoles, 29 de junio de 2022

Otro relato para el próximo libro, Onirómano, otra volá de narrativa de sueños:

Soñó que estaba detenido. No recordó el contexto. Tampoco la causa. Extrañamente, rejas adentro, no había nadie que vigilara. Incluso, hasta se podía salir. Así lo hizo. En una esquina, había dos efectivos. Algo le decía que, pese a esa libertad, no podía salir arrancando. Avanzó más allá y, en un paseo, había una chica de onda rastafari. Estaba contando unos billetes entre medio de unas cartas. Pese a la oscuridad, el tránsito alrededor no cesaba. De un momento a otro, se encontraron conversando. Decía cosas incomprensibles o, tal vez, simplemente cosas anodinas, mundanales. No logró retener ninguna de las palabras compartidas. Solo reapareció, de tanto en tanto, su cabellera de rastas, negra azabache, algo azumagada, confundiéndose con el tono de la noche.

A medida que corría el tiempo, la sensación en el corazón de la calle era la de algún motín o redada policial. El aire estaba convulso. A lo lejos, desde el lugar donde salía, se formaba una niebla. Algo le decía que debía volver. Los efectivos no parecían darse cuenta, demasiado enfrascados en su inercia. Caminó de vuelta por el paseo. Su forma era similar a la de plaza Italia. No quería volver, pero algo le impelía a regresar. Algún mandato, alguna señal de la consciencia. Todo permanecía convulsionado, con la salvedad de que, al regresar al sitio cero de la detención, el zafarrancho de la ciudad iba disminuyendo progresivamente, hasta volver a la quietud parsimoniosa del principio. Desaparecían también los efectivos policiales. Solo quedaban, frente suyo, la entrada del calabozo y la bruma de la calle que inundaba su contorno.

Al volver al calabozo, estaba ocupado por la chica que había conocido en el paseo. Estaba presa, por algún motivo. No lo quiso saber, pero se acercó para preguntarle. Algo en su interior le decía que debía sacarla y permanecer él ahí. Se aproximó entonces hacia la chica para confesarle un secreto, tal vez el secreto que lo mantenía preso en ese oscuro calabozo. Fue en ese momento que la chica sacó de su bolsillo un manojo de cartas, y le pidió que sacara una al azar. Al hacerlo, dio vuelta la carta y era el arcano trece, el arcano de la muerte. Uno de los dos debía sacrificarse. Así, la chica salió de la prisión tranquilamente y él entró en su lugar. Mientras la veía alejarse junto con la bruma del ambiente, supo que nunca volvería a salir de ese calabozo, pero al menos cumpliría la pena tranquilo, sabiendo que su secreto fue por fin confesado y lo trascendía.

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