martes, 14 de julio de 2015

El Boom


En una especie de trato más o menos delirante, sin que nadie acordara nada, cada vez que salimos los fines de semana, yo y B nos reprochamos qué fue lo más absurdo que hicimos por una mujer, qué fue lo más ridículo con el fin de conseguir por lo menos un número, una mirada o una mínima correspondencia. Es en esos momentos que recuerdo al Príncipe de Maquiavelo. Que el fin justifique los medios suena una política deseable, incluso imperativa. Se aplica a la vida tanto como a la pista de baile. Recuerdo también a Nick Hornby en Alta fidelidad, que no podía concebir otra vida ni otra forma de acercarse a los otros que no fuera a través de la música pop. Aplicamos entonces esa premisa con B, y asistimos a locales que nada tienen que ver con nosotros y que, sin embargo, tienen aquella sensación que tanto buscábamos, ese contacto tan salvaje y tan duro con el otro sexo, inaccesible para veinteañeros como nosotros, en lugares, digamos, más acordes a nuestro rango etario, donde todo se vuelve más y más sutil y solo por la apariencia de una mayor educación, de una mayor sofisticación para una cuestión tan primitiva y elemental. 

Cuando salimos de un lugar para entrar a otro aún más bullicioso y repleto, siempre sale a colación el trato. Esta vez, vamos a la concurrida disco, La Cosmonova, en patota con B, A y M. Hay que llegar temprano para poder ingresar gratis por lista. A nos dice, antes de entrar. 

-Cabros, les aviso que si entramos me voy a ir antes-. 

-¿Por qué wn? Ni siquiera entramos a la cosmo y ya piensas en irte-, le comenta B. 

-Lo que pasa perro es que tengo que ir a dejar a una amiga en mi auto a las seis de la mañana. Tengo que cachar qué sucede, ustedes saben-, contesta A, seguro de su jugada. 

-Puta que erí leso, A. Capaz que esta amiga tuya te tenga de uber no más, y no te de la pasada. Perro, mejor cachemos la onda acá, y olvídate, en una de esas hasta enganchas una mina mejor y te coronas-, le dice B a A, a modo de consejo. 

-Chuta, no sé viejo, una cosa no quita la otra. Vacilemos la onda acá y yo después los dejo. Esta noche la hago cabros-, vuelve a decir A, esperanzado. 

-Bueno, A, haz lo que quieras, pero ahora mejor entremos a vacilar, y esa amiga tuya que se espere-, dice B, en la fila, cuando estamos a punto de entrar a la disco. 

B siempre le reprocha a A que es un absurdo servir de uber de las amigas, esperando que así le den la pasada. Se trataría nada más que de una friendzone sobre ruedas. B dice: el tiempo de los caballeros ya pasó. Don Quijote tiene que cederle el paso a Don Juan. Ir a dejar a la mina a su casa cuando ya nada pasa, es más o menos lo que hacen los perdedores cuando ya nada tienen que perder; cuando ese acto, a simple vista caballeroso, se transforma en el último medio para un fin cada vez más lejano, y ven que la hora de la verdad se agota, y no pasa nada, y la chica no da señales, y solo atina a regalarte un adiós, un besito en la mejilla, un chócale, para al otro día quedarte con la sensación de haber desertado del ideal de tu vida, de haber sido expulsado de alguna especie de reino clandestino. 

En la “Cochinova”, como le llama B a la disco, por repletarse de gente perreando, suena el clásico mix de bachata, trap y reggaetón. M se va al baño rápidamente. Con A y B nos adentramos hasta la pista de baile, aún vacía. Al escuchar la música del ambiente, recuerdo la película de los 500 días de Summer, en la que se decía que “no por escuchar la misma música rara, significa que seas su alma gemela". En eso pienso, mientras continúa sonando el mix, rebotando contra el vacío del espacio. Me di cuenta que el juego de la seducción y de la música ligera son negocios equivalentes. Por eso, esta noche tenía que disfrutar la onda, sin tapujos, aunque el sonido de la disco no fuese parte de mi antología predilecta. No por bailar algún ritmo pegado uno va a vender el alma al diablo. Todo va encaminado a desprenderse un rato de las ataduras. 

B, el Virgilio del grupo, por conocer mejor la "movida" del local, nos guía hasta el fondo de la disco, y agarra una mesa para poder beber un rato y esperar a que el lugar se replete. Los cabros se sientan. Voy a comprar una chela a la barra a un costado derecho de la pista de baile. Regreso con la chela y tres vasos de vidrio. Atravieso esa espaciosa pista y, en el camino, alcanzo a divisar a la gente alrededor, todavía replegada en los bordes de la pista, esperando a que sea más tarde para poder comenzar el bailoteo. Llego a la mesa y comienzo a servirle a cada uno. B propone un brindis por la ocasión,y nos dice: 

-Salud cabros, que esta noche sea la noche del Boom-. 

-Salud-, le repito. 

Los tres bebemos un gran sorbo de chela. Nos sentamos, y luego B le dice a A: 

-¿Y, compa? ¿Sigue con la idea esa de llevar a la amiga en uber, a ver si salta la liebre?-. 

-O sea, la voy a dejar y punto, perro. Después vemos que pasa-. 

-No es por ser cargante, pero no te aconsejo hacer eso, viejo. Tai puro perdiendo el tiempo, y tu amiga yo cacho que te utiliza-. 

-Nah, tranqui, si no pasa nada. En todo caso, es mi amiga de hace tiempo-. 

-Pero por eso, no puedes pretender que pase algo, y menos querer comprarla con un viaje en auto-. 

-Ya culiao, ya te escuché, lo tengo claro. Ahora, por favor, hablemos de otro tema-. 

-Uyyy... ya wn, hablemos-. 

Termino de beber un poco de chela, y les digo a A y a B: 

-Cabros, esta tiene que ser la noche. Hoy será el Boom-. 

A me palmea la espalda, y dice: 

-Esa, perrín-. 

B dice, de inmediato. 

-Así me gusta, mi cachorro. Eso sí, la Cochi siempre tiene Boom. Solo hay que ver si podemos disfrutarlo-. 

De ese modo, pasa un poco más de una hora. La pista de baile de la Cosmo comienza a llenarse, pasadas las doce de la noche. Empiezan a llegar minas. Observamos a las que andan en grupos. 

-Perro, esto ya se armó-, dice B. 

-Así veo, caleta de minas wn-, agrega A. 

-Se viene el Boom, cabros-, les digo a A y a B, con suma expectativa. 

Cuando la pista se llena, y hay indicios de que el Boom se va a prender, nos levantamos de la mesa y nos adentramos en el mar de gente para bailar y tratar de enganchar. B, al conocer más la onda de la “Cochi”, consigue una que otra mirada de alguna fémina. 

-Están brutales-, nos dice B, haciendo gestos espontáneos con el rostro, indicando que las mujeres del local están espectaculares. 

B nos guía a través del gentío. De repente, aprovechamos que somos tres, para invitar a un grupo de tres mujeres. Estas nos rechazan, pero seguimos vacilando, y recorriendo la pista con tal de dar con otro grupo. Así se nos fue la noche, rápidamente, de rebote en rebote. Al final, conseguimos uno que otro baile efímero pero intenso, con alguna “cochina”, como dice el amigo B. 

Se trata de jugar con las probabilidades, siempre dice él, tranquilamente. Un baile, un nombre, una mirada breve, un no, un sí, un polvo, a la larga, son resultados que solo debes esperar como consecuencia. No hay que solamente concentrarse en eso, sino que conectarse con la onda. Esas palabras sonarían de parte de alguien experimentado, pero resulta que también hay malas y buenas rachas. En el fondo, los que asisten al Boom tienen tanta expectativa como nosotros, de querer salvaguardar una noche de abundancia dentro de un período de sequía. Pero lo que cambia todo es la conexión, la conexión genuina. Aunque también un buen físico, la fama o una cuenta corriente, podrían hacer la diferencia. Sin embargo, no estamos aquí para tratar de explicar nada. El hecho es que los caminos de la noche son misteriosos, y no podemos esperar a que todo Valparaíso baile al ritmo de nuestra desesperación con el estilo que nos caracteriza. 

Salimos de la disco para ir al bajón de Bellavista. B nos dice: 

-¿Vieron cabros? Tremendo Boom. Miren la hora que es, y esta wea está llena de gente saliendo de la Cochi. Y con las medias perras-. 

-Sí wn, la cagó. Puro material pa la noche, y ahora su bajoncito pa compensar-, le digo a B, mientras me coloco en la enorme fila para comprar en el carrito. El amigo A, en tanto, se tiene que ir a buscar su vehículo, estacionado en la Sotomayor. 

-¿Vas con tu amiga?-, le pregunta B a A, insistiéndole respecto al consejo que le dio horas antes. 

-Sí, perro, pero sin urgirme ni nada. Total, ya se pasó la raja-, le responde A, totalmente seguro de su cometido. 

-Ok perro, vaya no más, tranqui, pero recuerde lo que le dije-, dice B, y le estrecha la mano a A para luego abrazarlo. Yo también hago lo mismo con A, y le digo, “suerte, perro”. 

A se va caminando rumbo a la Sotomayor, por calle Blanco. Se da vuelta por unos instantes, y B le grita a lo lejos: 

-¡Ojalá se apiade!-. 

A, a lo lejos, le hace un hoyudo, en señal de respuesta. 

El Boom ya había terminado para nosotros, y nos encaminamos de regreso a casa, regocijados, como buenos perdedores. A, en cambio, aún abrigaba la ilusión de que el viaje particular con su amiga pueda darle una vuelta de turca a la racha. No pierde la fe, aunque sabemos que se necesita mucho más que fe para salir de la zona de amigos. En todo caso, A nos informaría pronto sobre el resultado de sus movimientos. Queríamos creer en él y en su sentido del orgullo. 

II 

El siguiente piloto que nos acompaña de vez en cuando al Boom es el amigo M, el misántropo. Busca lo mismo que todos los hombres a nuestra edad: afilarse a alguna, pero con un total rechazo a cualquier clase de sentimentalismo. Su alma permanece en completa desconexión con el ambiente, igual que yo, solo que uno finge conectarse y vibrar con esa sarta de ritmos bailables para precipitar el milagro. Él tiene el suficiente poder adquisitivo para llamarse ganador, pero lo niega. Es la actitud del rockero: por más aristócrata que parezca, reniega de ello para desviarse, para transitar un camino poco “popular". Se siente la oveja negra que, sin embargo, puede salir adelante, trasquilando un poco la lana indeseable de los suyos. 

M ha tenido oportunidades claves, me refiero a oportunidades de ligar con minas, pero parece que sigue una especie de moral oscura, un ingente rechazo al compromiso, como yo, incluso más radical. En nuestros tiempos de Media yo era muy parecido, con la ética de la anti parafernalia. Sin embargo, me he dado cuenta que la música es un discurso más, que esa aura de hermética, de intelectual, es otra fachada que puede matizarse con otro ritmo, adquirir otros colores, digamos, más sociables, más llenos de mundo, aunque sin el necio objetivo de adaptarse, sino que para lograr el propósito que ustedes ya conocen. En el fondo, hacemos una apuesta salvaje en un juego al cual habíamos sido invitados demasiado a destiempo. 

Ingresamos junto con B y M a la Cosmonova un día en que Chile estaba jugando la copa América. De nuevo, sale a colación el Príncipe de Maquiavelo. El fin justifica los medios. 

-Cabros, esta noche sí que la hacemos. Hay Boom mundialero. Andan todas las minas sueltas, eufóricas-, señala B, seguro de que el ambiente futbolero nos puede beneficiar. 

-No sé, compita, usted sabe que no entro a estos locales. Es pa puro sufrir-, señala M, el misántropo. A veces siento que mi amigo se comporta como si un Schopenhauer resucitado acompañara a sus amigos a ligar. Hacemos la fila afuera de la disco y entramos, de todas formas, gracias a la lista con la cual tenemos pase libre. 

Dentro de la disco, efectivamente están todos en la onda del Mundial. La pista de baile está adornada con lienzos de colores rojo, azul y blanco. Se ven a muchas chicas con poleras de la selección. Antes de entrar a bailar, vamos a la barra y pedimos unas chelas para cada uno. Luego, nos vamos hacia la pista de nuevo, para entrar a la “cancha”. 

-Ya cabros, empezó el juego-, exclama B, entusiasta, como quien entra a un partido de una final. 

-Tenemos que anotar jaja-, le digo a B, buscando conectar con la energía del lugar. 

M, en cambio, se ve apático, con su vaso de chela en la mano. Nos acompaña para todos lados pero apenas esboza algún gesto. 

-Cambia la cara pos-, le dice B a M, tratando de que conecte con la onda. 

-Nah, si vo sabí que no me gustan estos locales. Además que ver tanta mina rica es como enfermante-, responde M. 

-Jajaja el qlo trágico-, dice B, mientras ríe. 

B ya sabe, al igual que yo, la parada de M ante este tipo de carretes, aunque yo lo comprendo mucho más. De todas formas, M nos sigue y dice que adentrarse a través de la gente y observar a las bellezas del local bailando continúa siendo un suplicio. Avanzamos entre el grupo de gente que baila, y B se encuentra con una mujer, una “milf”con la cual atinó en otro carrete dentro de la Cosmonova. Se saludan, se dan un beso, y B nos dice: -Chao, cabros. De ahí se ven-. Cuando la milf se da vuelta, B hace un gesto con la mano, golpeándose una de las mejillas, en alusión a un desprecio típico de los zorrones cancheros. Se trata de una talla interna que nos hacemos al sacarnos en cara nuestras conquistas. B se va con la milf y se pierde entre el mar de gente. Seguimos avanzando con M, quien luce cada vez más apático. 

-La wea brutal, compadre. No hay por dónde, es demasiado-, habla M en voz alta, debido a la distorsión del ambiente. 

-Puta, calmao viejo, aún queda noche. El otro wn ya se aseguró. Nos queda a nosotros todavía-, le digo a M, alzando la voz con tal de que me escuche. 

Me sigue a través de la marea humana hasta llegar a un espacio un poco más desocupado. Allí encontramos a una chica que baila sola. 

-Dale, anda vo-, me dice M. 

-Ya, calmao, tenemos que entrar de forma disimulada-, le respondo. 

-Yo me resto, compadre. Veré cómo lo haces para inspirarme jaja-, replica M, instándome a sacar a bailar a la chica. 

-Tranquilo, M, si me rechaza, será otra más en la larga lista.-. 

De esta forma, dejo a M solo por un momento y me dirijo hasta la chica. Intuyo que está sola o que su grupo de amigos anda en otro lado de la disco. Entonces me acerco lentamente, bailando al ritmo del remix que no deja de sonar. La chica nota mi proximidad e increíblemente responde de buena manera, continuando su baile sin hacerse a un lado. Tomo coraje, me acerco a ella y le hablo de cerca. 

-¡Hey!-. 

La chica me mira sorprendida y sigue bailando. Me acerco aún más, siguiéndole el ritmo. Comienzo a hablarle. 

-Hola-. 

Me mira fijamente por unos instantes y responde: 

-Hola-. 

-¿Cómo te llamas?-, le pregunto, tratando de decirle al oído para no tener que gritar. 

-Me llamo Ruth-, responde ella, hablando fuerte. 

-Bien, yo me llamo Gabriel-, le estrecho la mano para establecer un contacto. Responde rápidamente mientras continúa su baile bien movido. 

-¿Siempre vienes?-, le pregunto, para continuar la conversación con Ruth. 

Ella responde: -Siempre-. 

En esa, agarro vuelo y me pego a ella. 

-¿En serio?-, le digo, imitando sus movimientos y mirándola a los ojos. Ella mantiene el contacto visual, aunque no sonríe. De pronto, se arrima un poco más hacia mí, y me dice de cerca: 

-Claro... se pasa bien acá-. 

Le sonrío a ver qué pasa, y luego me acerco a ella, y le digo: 

-Yo no vengo seguido, pero cuando vengo, la paso increíble-. 

Mantenemos el contacto visual, seguimos bailando ahora un poco más pegados al sonar un ritmo bachatero. Luego de bailar juntos durante varios minutos, nos separamos y le muestro el vaso de chela para hacer un brindis. Ambos levantamos nuestros vasos y bebemos. Aprovecho de acercarme otro poco a ella, mientras sigue bailando. La agarro de la cintura, y ella me mira al instante fijamente a los ojos, un tanto sorprendida. Intento besarla, pero ella hace la cobra, sutilmente. Entonces la suelto, sin perderle la vista y continúo bailando. Le pido que se acerque. Ella lo hace sigilosa, procurando no perder el ritmo. Así, me acerco y le digo al oído: 

-Te mueves muy bien-. 

Ella me contesta, tranquila: -Gracias-. 

Le pregunto: -¿De dónde eres?-. 

-De acá de Valpo, Playa Ancha-, me contesta- 

-Yo también soy porteño. Vivo en el plan, cerca de acá-. 

-¿Solo?-. 

-Solo, o sea, en pieza-. 

-Dale-. 

Al decir esto, sonreímos brevemente. Bebemos nuestros tragos de manera casi sincronizada. De repente, llega otro par de chicas a hacernos compañía. Se ponen a hablar con Ruth. Me miran con cierta extrañeza. 

-Me tengo que ir, sorry-, dice Ruth. 

-Entiendo, no hay problema-. 

-Anota mi número-. 

Ambos sacamos nuestros celulares, y ella me empieza a dictar su número de teléfono. Lo anoto y luego le hago una perdida para corroborar. Al llegarle, Ruth se despide de mí con un beso, y se va a otro lado de la disco con sus amigas. Había conseguido un número. Para B, eso significa toda una hazaña, considerando la magnitud de la fiesta que se está viviendo. 

En cuanto guardo el celular, me encuentro nuevamente solo al medio de la pista de baile, en el espacio que habíamos ocupado con la Ruth. El resto de la gente continúa más pegada que nunca, conectada con la música al nivel de la saturación. Miro hacia todos lados, y diviso a M caminar adonde me encuentro. Viene acompañado de una chica de pinta metalera. Antes de dirigirme la palabra, le da un gran beso en la boca, que la chica corresponde de forma entusiasta. Me pilla de sorpresa. 

-¿Dónde andabai wn?-, pregunta M, tras besar a la chica. 

-Con la loquita pos, la que viste hace un rato-, le respondo. 

-Ah, muy bien, qué buena- 

-Sí-. 

-¿Y dónde está?-. 

-Viró, pero tengo su número-. 

-Buena master-. 

-¿Y tú qué onda? Preséntame a tu amiga-. 

M deja de abrazar a la chica de pinta metalera, y ella se acerca a mí. Tenía el rostro pálido, un tanto demacrado. Olía a copete. Se veía muy borracha. Me saluda. 

-Hola, amigo-. 

-Hola-, le digo, tímidamente. 

Ella me da un leve beso en la mejilla. Luego, se pone a dar unos pasos erráticos con M, moviéndose sin coordinación, con las manos arriba y alzando la botella de Escudo. Claramente, la loquita anda desatada, como casi todo el mundo a esa hora de la madrugada en la Cosmonova. M de pronto se acerca a mí, y dice: 

-Loco, voy al baño wn. Espérame aquí-. 

-¿Y la loca?-. 

-Chucha, no sé, jaja. Calmao-. 

-Ya-. 

M parte al baño. Pienso que la metalera se puede ir con él. Sin embargo, se queda bailando sola, con esos pasos carentes de ritmo que la caracterizan. Confieso que me pone nervioso al verla moverse de esa forma, tanto así que creo que en cualquier momento se cae o tropieza con alguien de la pista. Entonces, me acerco a ella para tratar de hablarle o, al menos de sostenerla. Al notar mi presencia, ella se controla y me ve con ese rostro pálido suyo, que expresa embotamiento. Me rodea los hombros con sus brazos y comienza a decir. 

-M, no te vayai, quédate-. 

Claramente me estaba confundiendo con M. 

-No, amiga, yo no soy M-. 

-¿Y quién eri?-, pregunta ella. 

-Un amigo suyo, me llamo Gabriel-. 

-Ah ya jaja, dale. Sorry... Hola-. 

Estrecha la mano de forma muy brusca, y me mira con una sonrisa un tanto forzada. Le agarro la mano en señal de saludo. Luego, sigue bebiendo su Escudo. Algo en ella me parece familiar. De ese modo, recuerdo haberla visto en otro carrete pasado, también acá en la Cosmonova. Aquella vez se arrimó a nosotros porque, según la sapiencia carretera de B, sus amigas andaban con sus novios y ella no quería ser menos. Sin embargo, esta vez, la chica metalera anda sola, completamente borracha, con lo cual cambia toda la disposición. La chica metalera, incomprendida como ella sola, tiene un momento de lucidez, se acerca hacia mí para hablar, con todo el remix bailable en el ambiente. y me dice algo al oído 

-¿Y tú qué haces en un lugar como este?-. 

La metalera me saca toda la película con solo verme y escucharme. Yo no pertenezco a la Cosmonova, es cierto. Y ella tampoco. Más que la respuesta a su pregunta, fue su forma de decirlo, ese sexto sentido para adivinar el posible grado de conexión entre nosotros, porque, en el fondo, quienes escuchan la misma música se conocen sin conocerse. Le respondo: 

-Solo me divierto con amigos-. 

Respuesta oportuna, a mi juicio, en un momento que no admitía digresiones ni reflexiones sobre una fiesta de fin de semana. Ella entonces asiente, con la mirada un tanto perdida, y hace un salud con su botella de Escudo casi vacía. En eso, vuelve M del baño, y toca por la espalda a la metalera, quien lo abraza repentinamente. Cuando eso sucede, M me sonríe algo sorprendido. Yo le guiño el ojo en señal de aprobación. 

Al rato, la metalera se despide de nosotros y se pierde entre el mar de gente. Esa clase de instancias, de pequeñas conquistas, son las que le dan cierto matiz al simple vacile, porque no se trata solo de alimentar el ego, porque la noche se vuelve demasiado grande y generosa y la diversión alcanza para todos. 

Salimos de la Cosmonova con M, al constatar que ya no queda nada por hacer y que ya hemos tenido suficiente. La pista de baile estaba en pleno apogeo del Boom, pero nosotros ya habíamos cumplido la cuota. Nos vamos a pie rumbo a mi casa. En aquel momento, llueve a cántaros. Nosotros habíamos venido sin nada que abrigarnos, pero nuestros cuerpos están lo suficientemente aclimatados como para aguantar el frío y la tempestad. 

En el camino, nos pegamos un verdadero pique bajo la lluvia. Avanzamos desde Errázuriz hasta la Avenida Francia, totalmente expuestos. A la altura de Calle Colón con Francia, M dice: 

-¿Sabes? Yo creo que lo pasamos la raja-. 

-Uff, estoy de acuerdo, compadre. Su número y su bailoteo bien pegado. Ahora al sobre y a dormir-, le replico. 

La lluvia se hace más intensa. Apuramos el paso con M. 

-Conchetumadre-, exclamo, -se largó con tuti, corramos-. 

-Tranquilo, hombre. Falta poco, caminemos no más-, dice M, muy sereno. 

-Siente la lluvia, loco. Siéntela. Ayuda a purificar el alma-, vuelve a decir, con una frase que hasta el día de hoy recordamos como un verdadero momento de purificación, luego de una jornada de fracasos y de excesos. No tanto como una purga por haber entrado y vacilado en aquella disco, sino que a modo de remate para una noche gloriosa, en un sentido demasiado personal. Porque siempre importa ganar, pero, sobre todo, hay que divertirse, bañarse de júbilo, a pesar de que todo se vuelva absurdo, y el Boom continúe, sin nosotros.

lunes, 13 de julio de 2015



Freud decía que los sueños eran una sublimación de un deseo reprimido, lo que no vio quizá demasiado influido por el positivismo de la época es que los actos son en su mayoría símbolos de algo más grande. "He visto metáforas más reales que la gente que anda por la calle", poiesis errante, vagabunda, nómade buscando miradas, cuerpos, errores en los que encarnarse, para hacerse imagen, sonido, doble lectura, no conforme con lo que ya es, con lo que dicta su origen, siempre yendo hacia algo más. Es lo que diferencia al poeta del mero psicólogo: este último en su afán de controlarlo todo, obvia que la matriz de los actos es inexplicable, que las palabras mismas son un subproducto de la locura, que no queda sino utilizarlas para invocar algo que se creía algo demasiado escondido o por el contrario demasiado expuesto. Pensar es quizá lo único libre de tratamiento, la enfermedad de la cual habrá que sentirse orgullo muy a pesar del mundo, porque el poetizar mismo no demanda especialistas, a lo sumo busca adeptos, neuróticos insufribles....

jueves, 9 de julio de 2015

Es increíble cómo al acercarse el final de un ciclo, se rompen las reglas, las categorías se borran, los límites se violan, al igual que en una curvatura del espacio tiempo, como en una nueva teoría cuántica, eso demuestra que el curriculum es otra cuestión convencional. Cómo por ejemplo en una clase de ortografía un alumno se interesa por un disco de King Crimson, entonces por un instante la melomanía se come al lenguaje. Cómo en una clase de repaso sobre el género lírico salen a colación los videojuegos, en un intento por parecer juvenil, entonces la clase se vuelve una vanguardia o simplemente una distracción. Y cómo finalmente en una clase de lenguaje común todos se toman un minuto de confianza, y cada quien le dice al otro lo que no habían querido decirse por miedo o verguenza. Ninguna clase concordó exactamente con lo planificado, así como aquellas improvisaciones en escena que se salen del libreto. La U nos hacía creer en un mundo de Bilz y Pap donde todos los alumnos seguirían al pie de la letra los objetivos y, sobre todo, la ficción de que ellos cumplirían a cabalidad las actividades y estarían satisfechos y agradecidos con el trabajo, como en una suerte de convivencia constructivista del primer mundo. Pero la realidad, cruda, irónica, le da la bienvenida al cambio. Se acerca el fin de algo, se siente que se sigue con lo de siempre, entonces la rueda toma otro rumbo, desconocido, a veces incómodo, a veces simpático, pero definitivamente otro. Y toca sumarse a la fiesta, y toca reescribir el libreto, y decir que, por ahora, ya nada queda.


Veo al Papa Francisco que recibe la cruz con la hoz comunista de parte de Evo Morales. La monserga religiosa, el sabor de la corrección a la orden del día, esa sensación de que las diferencias irreconciliables se pueden eliminar, de que la Iglesia todavía puede reivindicar siglos y siglos de necedad mediante gestos diplomáticos, además con la propaganda de unidad latinoamericana. Me parece sospechoso el discurso buena onda, sobre todo proveniente de la Iglesia, cualquiera que sea el santurrón que la encabece. Esa política blanda, esa posmodernidad líquida, esa carnavalización, jergas académicas para hablar de una estrategia bastante más sutil: la de hacer creer a la humanidad que los ídolos pueden revertir sus roles, que el timón de esta fiesta demagógica le pertenece a todos. Y no tiene nada que ver con la religión en sí, con el concepto metafísico, espiritual originario. Y no tiene nada que ver con la política como puesta en práctica del orden. Es la mascarada la que causa recelo. La pirotecnia de la moralidad. La sensación casi espectacular de que detrás de cada cruz existe una persona de carne y hueso, de que con cada ley que se aprueba, por más rebuscada, vanguardista que parezca, con el juicio de los hombres, se llega a alguna parte, a alguna clase de paraíso progresista, donde todos tendrían la misma porción de torta, donde el bien y el mal estarán a ambos lados de la balanza. Aunque no se sepa, a ciencia cierta, quienes sean realmente los buenos ni los malos de la película.

miércoles, 8 de julio de 2015

Sobre el ocio y la escuela dentro de la escuela.

Siempre existió la posibilidad de más de una escuela dentro de la escuela. Y no es precisamente la existencia de varias pedagogías. Ni tampoco de materias, líderes ni proyectos. Releyendo esa extraña palabra "escuela", recordé de repente el consejo de un viejo profesor de etimología de la universidad: las palabras son como ríos, busca su caudal y hallarás su origen. Uno de los pocos profesores que valían la pena, desatendido, antiguo, casi anónimo, contando con un conocimiento al parecer inútil pero por eso mismo valioso: el conocimiento del origen de las palabras, que es el conocimiento sobre el origen de las cosas y sus respectivos mitos, verdades, mentiras. La palabra "escuela", aquello que los alumnos, muy a nuestro pesar, asocian a regla, imposición, orden, a todo lo ajeno, a todo aquello que los obliga a seguir cierta carrera, como si les pusiesen alas o ruedas para transitar un camino que todavía desconocen. Resulta que esa palabra asociada desde la política y desde la experiencia de los chicos a un espacio puertas adentro, a una institución, en su origen griego significaba "ocio". Los griegos, los presocráticos claro está, los maestros del ocio como instancia y práctica de libertad. Ese concepto clásico de la scholé es lo más cercano que se conoce a una especie de "escuela de la vida", a una suerte de educación a la intemperie, no precisamente la peripatética de Aristóteles, sino que aquella sin academia ni subordinación, solo aquella que servía determinados ideales en función de una tradición. Cada quien tenía su propia scholé, su propia manera de transitar el camino de la tradición. El alumno era el no iluminado que "despertaba" cierta grieta de una cueva interna, para encontrarse con un mundo que lo antecede y sobrepasa, un mundo completamente abierto y nuevo a la expectativa. Lo de la escuela como una cuestión erudita, como un centro de formación vino recién con Platón, y más tarde con la fundación de la escolástica medieval. La institución es mucho más tardía de lo que se cree. Pero entonces ¿qué quiere decir que en cada escuela hay más de una escuela? Pues, que la escuela es más que solo la institución. Parece de perogrullo, pero en efecto cada quien va a la escuela que quiere ir, mejor dicho, cada quien crea escuela a su modo, ya sea con ganas o a ciegas, fuera del curriculum, hay escuelas tales como la "escuela de los vivos", como dijo un alumno un día, o la "escuela de los perdedores", la "escuela de los rebeldes", la "escuela de los mateos", la "escuela de los populares", y así suma y sigue. Quiero destacar la "escuela de los vivos", que parece ser a la que todos aspiran. El alumno buscaba en el fondo plantear con orgullo la posibilidad de una escuela de "vivos", de los astutos, de aquellos que se salen con la suya. Y que sin embargo, siguen su propia ley, desconocida, inenarrable. En efecto, la escuela de los vivos existe, y sigue siendo la que "la lleva". Considero necesario, a estas alturas del partido, recordar de qué escuela venimos, si nos criamos directamente en la escuela de los vivos, si hemos reprobado o simplemente desertado de esa escuela, o si la escuela que pretendemos crear es todavía un mero sabotaje a nuestro ocio de nacimiento. Si la escuela que pretendemos no supera a nuestro ocio original, entonces no vale la pena.


Hoy en la calle rumbo a Pedro Montt unas profesoras de Santiago esperando subir a un bus de regreso. Se presume que venían de alguna marcha o asamblea relacionada con la lucha contra la Carrera Docente. Interactué con ellas un momento, tratando de empatizar. Me preguntaron si era de la educación municipal o subvencionada. Les expliqué (no sé si con algo de rubor o falso alivio) que era de la particular. En eso ellas se subían rápidamente al bus luego de señalar que no bajarían su postura hasta que todo acabara para bien. Lejos de los temas contingentes, lo que más me marcó fue la mirada de las profesoras. Se notaba en ellas una tristeza terrible. El eco, el rumor, solo la sombra de una antigua belleza jovial, libre de obligaciones, libre de enseñanza, viva. Se notaba las mellas del trabajo en su rostro. Primera idea: el trabajo alienante provoca estragos en la belleza física. Luego, voy a un cyber a imprimir unos documentos. Una chica escribiendo en el computador un texto sobre el cuerpo, algo así como un estudio sobre la evolución de un niño con problemas psicomotores. Una joven, quizá trabajadora social o enfermera, estudiosa del cuerpo de un niño. Sin quererlo, aunque sea bajo una jerga académica, profesional, aparentemente impersonal, ella iba recitando un clandestino elogio a la física. Segunda idea: todo vuelve a la física. Con su escritura supuestamente fría, netamente laboral, demostraba que frente a los embates de la vida moderna el único perjudicado es el cuerpo, mejor dicho, su belleza. Algo así como la belleza natural. La belleza sometida a las contradicciones de un mundo que cada vez más se piensa fuera de si mismo.

martes, 7 de julio de 2015



Sería iluso apoyar una causa solamente para sanar una herida del pasado, para compensar cierta incomprensión emocional o para conquistar el corazón de aquella a la que suscribo. Como decía Sábato en el Abbadón, de qué otra cosa nos serviría apoyar algo por insignificante que fuese sino que para ser mejores personas. Por último, para dejar a la deriva una ilusión, la ilusión de que se está haciendo algo bien (pero no algo necesariamente bueno). La simpatía por una idea ambiciosa sobre la realidad pasa por un sendero demasiado personal antes de llegar a cierta conclusión universal. Del mismo modo que pretendo hacer de la causa suscrita única y legítima, así también hago únicos y legítimos los ardides e insatisfacciones que conlleva su recorrido: los desaciertos, los desencuentros, los desapegos... todo ello acaba inmortalizado y a la larga es la victoria pírrica frente a la ilusión de un cambio, es la leyenda personal que llevas a la tumba y que sobrevive a esas causas que todos apoyaban llevando consigo a rastras su memoria cargada de recuerdos y de deseos. Si no puedes escribir sobre eso, al menos ten la decencia de vivirlo. Sin embargo, en aquella causa que creímos perdida hallamos una forma más oscura de revelarnos, en la desaparición de aquella que creímos desaparecida y que nos mantuvo a la expectativa, encontramos una nueva forma de amar, una manera de dejarlo todo para partir desde el punto en que eramos desconocidos y solamente imaginar que podíamos incluso sabotear el mundo para volver a encontrarnos.

domingo, 5 de julio de 2015



Un rosario sobre las cosas inútiles, que le dan un sabor extraño a la vida sin el cual nada se haría con ganas y nada sería lo mismo, un rosario sobre la esencia de un día domingo, antes de darle importancia a las llamadas cosas útiles que por su utilidad pecan de ser demasiado importantes: "Podemos perdonar a un hombre por haber hecho una cosa útil mientras no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil...es admirarla intensamente" Oscar Wilde.

sábado, 4 de julio de 2015



Siempre me ha parecido que aquellos que andan pregonando el sinsentido de las cosas son más bien unos privilegiados. Tienen el suficiente tiempo para perderlo en vociferar contra la existencia. La gente pobre ni siquiera conoce el nihilismo, no necesitan conocerlo, esa nomenclatura ya es un lujo de por sí. Los verdaderamente desposeídos no tienen el tiempo ni los recursos para andar execrando gratuitamente por allí. Su espíritu está demasiado ocupado tratando de subsistir, tratando de pensar en el próximo segundo, tratando de pensar si a la salida de su trabajo no caerán irremediablemente en un abismo. Son, en cierta medida, no optimistas, sino que solo vividores. Los que se dan el lujo de contemplar tienen cierta posición. Lord Byron fue también un romántico. Vicente Huidobro, que andaba tratando de romper la mímesis, connotado aristócrata. Y así también los surrealistas. Los otros, los de abajo, en su mayoría tienden a relatar el transcurso de sus días con otro sentido de la realidad, uno quizá más personal, uno en que se conoce y se vive el despojo de manera natural, no tanto como una postura estética. Sin ir más lejos, Buda, el príncipe, despertando a la iluminación a través de la miseria, de la muerte. A través de la conciencia. Y la conciencia nos vuelve unos cobardes, decía Shakespeare. Y es precisamente porque quienes pueden perderlo todo, pueden darse el lujo de volver a desearlo todo.

jueves, 2 de julio de 2015

Cuando se ven esos vídeos documentales sobre las proporciones gigantescas de tamaño entre la Tierra y los Soles y las galaxias, aflora de inmediato esa típica pregunta tardía respecto a nuestros problemas y su relativa insignificancia, como si preguntándose sobre el universo inmediatamente se postergaran. Siempre cuando se cree perder el tiempo, en realidad se está pensando. Así es el pensamiento: un naufragio gratuito a través de cosas que no sirven ni todavía tienen nombre. Se pierde algo en esos videos: el sentido de realidad, del deber, del día a día y, sin embargo, algo queda, la sensación de que hay algo más que tu metro cuadrado, una cierta sensación de impotencia, cierta temeridad, impulsada por la ignorancia, por la sangre, como si todo fuese un baile cósmico del cual el humano, en su pequeño orgullo, cree restarse, con su pequeña miseria y su cuota de sentido, a orillas de todo un océano de indiferencia, como si ser o no feliz fuese trascendente, como si buscando la verdad en uno se accediera de lleno a una nada, como si saliendo al espacio se buscara uno mismo una nueva vida, pero aquí se sigue. La ciencia le abre la puerta al misterio y también sirve de consuelo para los pequeños egos que piensan en cómo enfrentar el próximo día, la próxima vuelta de la esquina, la próxima conversación remota, el próximo pedazo de mundo que aparece engendrado en la conciencia, esperando otra vez aparecer deletreado en el alfabeto de la vanidad personal.