jueves, 13 de abril de 2017

Ayer durante la mañana, antes de las presentaciones, mientras instalaba el data en la sala del segundo ciclo A, un par de cabros se me acercó a comentar cosas. Preguntaron si íbamos a ver una película o una serie. De pronto una chica, a propósito de los comentarios, me hizo otra pregunta más personal: Si había visto una serie llamada Death Note. Que si le respondía que sí, me iba a volver su profesor favorito. Por supuesto que mi respuesta fue afirmativa. En eso, otro cabro agregó que si acaso uno los iba a anotar en una libreta como la de la serie si se portaban mal. Ante la gracia del alumno, le respondí que no, que solo era un libro de clases, no una death note, aunque a ratos pretendiera parecerse. El acto de escribir asociado a la muerte. La relación descubierta por el cabro no fue simplemente una asociación al voleo. Fue una intuición demasiado oportuna.

Después, otro chico, cuando ya estaba a punto de proyectar el data hacia la pizarra, a modo de cine, me preguntó si acaso esperaba la tercera temporada de Twin Peaks. Le respondía que andaba expectante, que sería de aquellos regresos repletos de nostalgia. Se notó que el chico seguía de cerca la legendaria serie. Luego de aquellas digresiones, los cabros debían plantear un tema en grupo y exponerlo frente al curso en forma de debate. El del cabro que preguntó sobre Twin Peaks debatió con su grupo sobre el tema de la violación. El de la cabra fanática de Death Note, posteriormente, estableció un foro sobre el tema de la delincuencia juvenil. Lo más insólito de todo es que sus temáticas guardaban también una relación secreta con las series mencionadas. De ese modo, exponían frente al curso como nunca, con entusiasmo, e incluso con elocuencia. Hay algo en el desarrollo de la ficción que supera el plan curricular. Un elemento que actúa sobre la imaginación. Que supera la brecha entre lo popular y lo académico. Un factor de diletancia que posibilita de pronto intervenciones de antología.

Ya al salir a recreo, la chica del anime se refirió nuevamente a la libreta. "Merezco una anotación positiva al libro, mister", agregó mientras se despedía. Finalmente, me señaló que no me confundiese de libreta. Que solo escribiera sobre su participación en el libro de clases. Ninguna cosa más. Así, podría volver tranquila a casa, intuyendo que su nombre en el papel puede realmente hacer la diferencia entre la vida y la muerte.


miércoles, 12 de abril de 2017

Espías del amor pretende mostrarle a sus televidentes la gran verdad, la gran desilusión detrás del montaje sentimental, pero también le hace creer a los enamorados que su ilusión puede tener un lugar privilegiado incluso más allá de la frivolidad de la pantalla. Revelación y simulación por partida doble.

Galletas

El loquito de la casa en la cocina estaba guardando unas galletas en bolsas. No eran de las comunes y corrientes. Eran de "aquellas" galletas. Decía que con unas tres se podía pegar un viaje piola. Explicaba que era distinto comer que fumar, por el simple hecho de que el humo se procesaba rápido, pero a la vez era rechazado con mayor velocidad. En cambio, al comer, el proceso resultaba más lento, si se quiere progresivo, pero pegaba con mucha más fuerza. Le hice saber que hasta el efecto era muy distinto. El humo vuela, pero la comida al parecer consigue un efecto de trip. Hablaba de que otro compadre prácticamente hacía cualquier cosa con marihuana. Queque, mantequilla, leche, etc. Le decía que hasta podría formar una "Pyme". "Tss, ojalá", señalaba el loco. En eso llegó otra compañera del depa. El loquito le ofreció un par de galletas: "Para la once", le dijo. La compañera, sabiendo de cuales eran, dijo que pasaba, que ya las había probado, pero que mañana tenía que trabajar. Quizá otro día, con más tiempo, con más ganas, agregaba, con una sonrisa corta, mientras volvía a buscar una sartén para cocinar. Quedé de comprarle entonces un par de galletas al loco. Le dije que mañana en la tarde, después de la pega, sería la mano. "Todo sea por un viajecito hacia el otro lado", concluía el loco, mientras se esfumaba hacia su pieza, y prendía la única luz al fondo del pasillo

lunes, 10 de abril de 2017

Ateísmo y Semana Santa

Hay una frase que anda circulando por la red, sobre los ateos que de todas formas descansan durante semana santa, pese a no profesar el cristianismo. Proviene de un enlace de una página que busca denunciar inconsecuencia en aquellos que se dicen ateos pero, sin embargo, adhieren al feriado religioso. Según las distintas réplicas a aquella frase, existen dos formas de argumentar en contra de aquella denuncia: 1) A la premisa del ateo que tiene vacaciones en semana santa, se le opone otra premisa, que constituye más bien una falsa analogía: "Aunque seas religioso de todas maneras tienes una serie de ansiolíticos en tu botiquín". Intenta equiparar el hecho de que también el religioso es inconsecuente al confiarle más su salud a la medicina, de arraigo científico, que a su fe cristiana. La acusación entonces presupone que ser creyente y tomar medicamentos constituye una contradicción, cuestión que, desde el punto de vista de la pureza de principios, resulta correcta, pero, desde el punto de vista práctico, resulta absurda. 2) Aquella primera premisa, en cambio, es refutada aludiendo ya no a una coherencia de principios sino que a un simple asunto legal. El código laboral estipula que los días de semana santa son feriado para todos los trabajadores sin excepción, independiente de su creencia o no creencia. He ahí la diferencia fundamental. La cuestión del feriado en semana santa se vuelve algo meramente administrativo, un paréntesis "espiritual" dentro de la larga rueda productiva. En este caso, un creyente que defendiera la premisa de la primera frase, si fuese proselitista, saldría a proclamar que un ateo que fuera realmente "fiel" a sus principios no descansaría durante ese feriado. Pero claro, en términos pragmáticos, y acercándose el fin de semana, nadie que esté lo suficientemente inmerso en su trabajo se va a poner a cuestionar su consecuencia o inconsecuencia si eso le significa arrancar por un tiempo de las obligaciones. El meollo del asunto no es, entonces, si se es fiel o no fiel a determinados principios, sino en qué medida esos principios son funcionales a nuestra voluntad (Conclusión maquiavélica). La consecuencia de la sociedad en su conjunto es directamente proporcional a su grado de neurosis. Por ende, ya no caben dilemas ni embrollos ideológicos en ese punto. Todo vale con tal de que un fin de semana santo se pueda celebrar simplemente el hecho de no hacer nada, comer pescado frito y vino como si ese fuese el rito de nuestra eucaristía posmoderna. De ese modo, e interpretando libremente a Voltaire, "cuando se trata del ocio todos somos de la misma religión".

domingo, 9 de abril de 2017

Un titular de una página señala que ISIS ataca iglesias en Domingo de Ramos y mata a decenas de cristianos en Egipto. En Valparaíso, mientras tanto, la Catedral les abre la puerta a sus feligreses. Venta de ramos por doquier le hacen la pelea a los libros y a los enseres para la casa. Queda claro que para una parte del mundo, la religión significa la guerra; para la otra, en el otro extremo del globo, significa una oportunidad para comerciar. El día Domingo entonces se halla a medio camino entre la guerra y el negocio clandestino. En el intersticio entre ambos, todo el resto de la población camina incrédula, desocupada.

viernes, 7 de abril de 2017

Instituto 1984

Se cumplió lo inevitable. En la oficina de la secretaria una pantalla gigante con alrededor de 16 cámaras, entre las cuales se incluye un visionado de las salas de clases. La medida fue tomada, por supuesto, a espaldas de cabros y profesores. La mirada de la secretaria hacia la pantalla la delataba como televidente. 

Cuando comenzaron las clases, muchos cabros, por supuesto, reclamaron contra la medida. Uno de ellos me mostró, durante la prueba de la mañana, un reglamento sacado de internet que prohibía el uso de cámaras en el aula. Ese mismo cabro luego conversó con nosotros, yo y el profesor de historia, en la sala de profesores. Ambos concordamos en que se trataba de una "salida de madre", una decisión vertical tomada a puertas cerradas. Sin embargo, se llegó a una zona intermedia, si se quiere tibia. Con un pie en la institución y otro fuera. Planteamos que no era negativo per se el uso de cámaras con un fin cautelar en el instituto, sino que lo era su uso para motivos punitivos dentro del aula. El propósito de las cámaras era el que debía hacerse transparente. No necesariamente la decisión sobre su instalación. El cabro dijo que conversaría con la presidenta de su curso para llegar a un acuerdo y hacérselo saber al director. Con el profesor de historia le planteamos que era conveniente que hicieran una constancia escrita firmada para todos, en donde le exigieran al director transparencia en los fines de la instalación de cámaras. Y que después de eso tomaran una resolución. Que si se quedaban de brazos cruzados el ojo los seguiría observando de todas formas. El cabro entendía lo que tenía que hacer y se iba a la sala, con una seña entre entusiasta y suspicaz. 

Ya de vuelta, la reticencia de algunos se hacía sentir. Una cabra señaló que mejor que cámaras hubiesen puesto cortinas para la sala. Otro compañero manifestó que pagó para estudiar, no para entrar en un reality show. Sin embargo, uno de ellos, menos lúcido, pero también más espontáneo, aprovechó de bromear sobre el hecho de que uno mismo, al pasearse demasiado por la sala, parecía una suerte de guardia: "Se pasea mucho, mejor lleve usted una cámara amarrada a la cabeza". No pude evitar una carcajada. Sus compañeros le seguían las de abajo. De esa forma la propia clase, al verse reflejada desde afuera, se fue volviendo poco a poco una realidad impostada. 

De pronto, y casi de forma inminente, el director entró a la sala de primero. Le preguntó al curso de manera vehemente quien había alterado la cámara de la sala. Ante la negativa y la indiferencia de los cabros, notando que, muy a nuestro pesar, se estaban "haciendo los hueones", les señaló que el instituto tenía un perfil de educación para adultos. Que el perfil no estaba orientado a la dinámica escolar. Que, por ende, no se permitirían conductas infantiles ni tampoco alegatos contra las reglas tomadas por la directiva. El curso entero lucía escéptico, extrañamente tranquilo, como el clima de una galería que espera con frialdad la gracia del animador. No había bulla ni desorden. Silencio, solo un inquietante silencio. Algunos me observaban mientras borraba la pizarra, alegando complicidad de forma subrepticia. El dilema moral afloraba entonces detrás de ese aleccionamiento. ¿A favor del alumnado, a favor de la institución? ¿O, de forma inexorable, solo a favor de uno mismo? Mientras la cámara de la sala continuaba impenetrable, resguardando su paradójica sensación de vigilancia y seguridad.

miércoles, 5 de abril de 2017

Hay estrellas de la música, estrellas del cine, hasta estrellas del deporte. Sus acciones, sus obras, al alcanzar su máximo esplendor, están destinadas a una nomenclatura idéntica a la del sol. Son llamados estrellas a secas, como sinónimo de gloria. Sus hazañas generan tal desconcierto colectivo que son capaces de obstruir la frágil rueda de la sociedad. Para los escritores, en cambio, siempre a contraluz de todo, no cabe otra clasificación mejor que la que inventó Schopenhauer. Los escritores como estrellas fijas, planetas y estrellas errantes. Agregaría a ese astrológico bestiario los asteroides, los satélites artificiales, y definitivamente, la basura cósmica.

Cámaras escolares

Al salir de clases hoy estábamos conversando con el profesor de historia en la sala de segundo. En eso llegaba el director y nos señaló una medida que, según él, sería la definitiva, el milagro disciplinar: colocar cámaras en lugares estratégicos del instituto, incluido en las salas. Al oír sobre la medida, ni a mí ni al colega nos agradó en absoluto. "Ni que la wea fuera pelicula", me dije de improviso. Pensé de inmediato en el Gran Hermano, en el panóptico, en la biopolítica aplicada al reducto educativo. El colega de seguro pensó en algún episodio escabroso de la historia. El nuestro. El de todos los funcionarios.

El director se estaba dando vueltas por todos lados verificando que no hubiese nada anormal. Su labor fiscalizadora tiene en realidad una explicación: La arremetida de los cabros que fuman dentro y fuera del instituto. El colega de historia decía que los cabros no estaban simplemente fumando por una cuestión hedonista. Su conducta a ratos errática, a ratos desafiante, se entendía como una forma de tensionar el límite de autoridades dentro del instituto. Su afición en el fondo era un juego de poder. Sin embargo, la medida de las cámaras nos parecía demasiado extrema. Sobre todo aplicada en la sala de clases. ¿Quién vigilará a los vigilantes? Es la pregunta de rigor en este caso. El colega de historia alegaba que si se llegasen a instalar cámaras en las salas, las clases inmediatamente se volverían verdaderos laboratorios, escenarios impostados donde un ojo ajeno estuviera constantemente evaluando y fiscalizando una situación, forzando de acuerdo a un mecanismo externo la relación subalterna entre el profesor y sus alumnos: "Imagina que no solo el director sea el personaje detrás de la cámara, el ojo del observador, sino que sea un ente superior, algún mercenario del ministerio, que dictamine, con criterios arbitrarios, distantes al aquí y ahora de la dinámica de la clase, qué es lo que deben o no deben hacer los profesores y sus alumnos dentro de las aulas. Se perdería la espontaneidad, la privacidad, la orgánica. Estarían violando el espacio de la clase, modificando la realidad a su antojo". Más o menos eso era lo que el colega de historia acotaba sobre lo negativo de la medida. Le comentaba de vuelta que quizá lo de las cámaras sea solo un aviso para meter miedo, cosa que sonaría del todo ridícula. A lo mejor, las cámaras estarán en zonas extra pedagógicas, solo como medida cautelar. Nada en realidad era cierto respecto a la futura instalación de esos visores del demonio.

Justo cuando salíamos de la sala, volvió el director y le explicamos nuestro descontento con la medida. El director en el fondo comprendía cada uno de los puntos en contra. No recurría a la falacia de autoridad para no propiciar una distancia demasiado evidente. Hizo en cambio algo inteligente: simplemente le bajó el perfil a la existencia de las cámaras, remarcando su futuro propósito preventivo y no punitivo. "Tranquilos, que las cámaras se activarán en los pasillos para captar que todo ande en orden. Nada más". Esa explicación era, en cambio, la excusa perfecta. La aparente reforma en el propósito de las camaritas para aprobar su instalación de forma subrepticia. Ante eso, el colega seguía afirmando que no era necesario. Al menos, que las cámaras no eran necesarias dentro de la sala de clases. En ese momento le seguía la corriente al colega para sumar fuerza contra la propuesta del director. Notando la desavenencia, entonces, señaló que para el día sábado, en una reunión extraordinaria, se discutiría el tema cámaras de forma oficial, con todo el equipo docente. Una vez de acuerdo con la reunión, el colega y yo asentíamos. El colega lo hacía para sí, de una forma un tanto suspicaz. Cuando salíamos de la sala del segundo rumbo a la sala de profesores, el director, de repente, con ánimo buena onda, bromeó diciendo: "Los voy a tener a todos identificados". Solté una risa corta. Algo forzada. El colega de historia, por su parte, siguió su camino, mientras el director volvía con entusiasmo, raudamente, a su oficina.

lunes, 3 de abril de 2017

Mientras estaba afuera en la calle, sin poder entrar al edificio, un gato se escondía detrás de un kiosco. Miraba fijamente a una torpe paloma que estaba en medio de la vereda sin inmutarse. La mirada del felino se clavaba fija en el ave. El viento le seguía la corriente. Pero a ratos lo traicionaba. Porque la paloma se movía al compás del viento. Se mantuvo estoico en una posición sigilosa, esperando el momento de abalanzarse sobre el animal alado. Estuvo harto rato tanteando la posibilidad. En cierto minuto, “la pensaba” demasiado. No sabía que otro observador se hallaba deseoso, expectante de que él cumpliera su cometido natural. En eso, sin mediar aviso, un sujeto joven, con audífonos, cruzó justo al medio de la trayectoria que separaba al gato de la paloma. Digamos que cruzó la trinchera de una latente cacería. El gato no se daba cuenta, demasiado concentrado en su presa, pero el sujeto cruzó casi a un costado de la paloma, temiendo que esta saliera volando y frustrara el objetivo de nuestro felino. Sin embargo, la paloma permanecía allí, sin que nada la perturbase. Algo pasó de pronto, que el gato comenzó a retroceder lentamente. Y, al mismo tiempo, la paloma, sin viso de querer volar, fue caminando hacia la acera. Parecía que el gato estuviera encontrando un mejor ángulo de acecho, o un espacio más discreto, pero, contra toda expectativa, estaba desertando de la cacería, en un auto sabotaje inaudito. La paloma seguía caminado con calma, solipsista, como si nunca hubiese advertido la presencia de nadie, ni de quien suscribe ni de su frustrado cazador. El gato, a lo lejos, ya sin ninguna señal ni esperanza, saltó hacia la ventana abierta más próxima. En realidad, nunca fue de la calle. Siempre fue una mascota doméstica. Su intento de cacería en la calle era quizá su forma de probarse ante la naturaleza, todavía como un ser salvaje, que no ha perdido del todo su instinto de sobrevivencia. Así como la paloma nunca dejó de ser lo que fue, el gato, en cambio, se volvió repentinamente humano. Conoció de cerca la frustración, la indiferencia de su presa, y, por extensión, la del mundo, mientras volvía apurado por aquella ventana, seguramente a pasar el hambre con un poco de leche o de atún congelado.

Mini Market Norma

El otro día mi madre me contó una noticia que según ella me mataría. Literalmente. Una noticia que le contó la abuela del Cerro La Cruz un día que fue a visitarla. Resulta que su hermana Cecilia vivió toda su vida cerca de la población número 5 de Gómez Carreño. Le habló que allí había una señora vendedora muy conocida en el barrio. Su negocio era el único en toda la cuadra. Siempre iba a comprar allí la abuela con su hermana en aquellos años, incluso cuando ya se habían instalado definitivamente con toda la familia. El negocio era llamado Mini Market Norma. La dueña era una señora muy popular, porque además de esa faceta comercial se le conocía por su pasión: la música. Se le veía salir al bar Cinzano en Valpo en busca del ambiente bohemio de la zona. Inclusive, se le escuchaba componer canciones campestres que tocaba para los suyos en las juntas de vecinos. La señora Norma entonces se debatía entre su tienda y entre sus aventuras musicales. Para ella, decía su propia hija Myriam, la música era su auténtico rubro. De hecho, luego de nacer la primera nieta, poco a poco buscó inculcarle ese su arte, que creía poder iluminar el destino y el corazón de todo el barrio, en esa Viña del Mar opacada por la crudeza del contexto, a modo de presagio sobre lo que debía suceder en todo el país, en aquel tiempo álgido archisabido por todos. Años 80. La relación de la señora Norma con su nieta era muy fuerte. La unía aquella convicción artística. Myriam seguía de cerca ese lazo fecundo, inaudito, mientras se ocupaba del viejo negocio de su madre. La abuela le dijo a mi madre, que un día al llegar a la tienda de la señora Norma vio a dos niñas entusiastas, ayudando con las ventas y con los productos. Años más tarde, se enteró que lamentablemente la señora Norma había fallecido hacía un tiempo. Que casi todo el sector de Gómez Carreño se hallaba de luto. Que la tienda del barrio iba a ser atendida completamente por la señora Myriam. Así, le terminó de relatar quienes eran aquellas misteriosas niñas que colaboraban con el negocio. Una de ellas, la que ayudaba en el mesón, la mayor, resultó ser precisamente la nieta regalona de la señora Norma, aquella a quien acompañaba a cantar boleros, y a quien le enseñaba todos sus secretos. Esa pequeña niña se llamaba Norma Monserrat, en honor a su abuelita. Monserrat Bustamante. Hoy conocida por todos como Mon Laferte. Al terminar de escuchar aquella noticia de boca de mi madre, un fin de semana, ciertamente cumplió su cometido: Me mató dulcemente.... El resto ya es historia.