domingo, 4 de junio de 2017

Una joven madre desaparecida en Quilpué, Laura Landeros, salió a trotar un día sábado y no volvió más a casa. Se dice que sufría de depresión endógena. Su búsqueda policial sigue en curso. Días después, una inaudita explosión que destruye tres viviendas y deja varios heridos. Se comienza querella contra empresa constructora. Una desaparición, una explosión. Presunta desgracia, presunto complot. ¿Será solo producto de la sobredosis de película, o Quilpué adquirió de un momento a otro una atmósfera media Twin Peaks?
Dos anécdotas: Estaba en la cocina del preu el día sábado temprano, tomando el café de rigor. En eso llegaba una chica, una alumna de otro curso, temblando de frío, pidiendo si por favor podía servirle también a ella una taza de café para "sobrevivir". La invité sin más a la cocina para guarecerse del desolado panorama del patio. Allí dentro, mientras hervía el agua, me comentaba sobre sus planes a futuro. Al hervir le preparé su taza a la vez que aproveché de servirme otra para la entrada a clases. La chica decía estar bien en los ensayos, y tenía pensado seriamente viajar al extranjero para seguir estudiando. De pronto ya era la hora para volver. Se despidió muy rápidamente, tratando de regresar con premura a la sala, sorteando el brusco cambio de ambiente como si eso fuese también una prueba, una prueba de su temprana determinación.
Al rato después, cerca de la hora de entrada, me llamaba de improviso la coordinadora académica. El asunto decía relación con la chica del café. Mencionó que estaba prohibido dejar entrar alumnos a la cocina sin previa autorización. Le expliqué que desconocía esa regla, y que en última instancia, la chica había estado suplicando por algo caliente para combatir el evidente frío matutino. Comprendía el punto pero insistía en que no debía volver a repetirse sin que ella lo supiera. Además, dejó entrever que proyectaba una "mala imagen" el hecho de que un profe y una alumna estuviesen en la cocina fuera de clases compartiendo en otro contexto distinto a la rutina. Cuestión que no deja de sonar absurda. Trato de elucubrar en la mente aquella "mala imagen" en el pensamiento de la coordinadora. Solo se me viene a la cabeza una lectura mal pensada, algo fuera de lugar, que en todo caso solo remite a una interpretación demasiado sesgada de lo que ocurrió realmente. Uno lee lo que quiere leer. No hay hechos sino interpretaciones. Asiento sus dichos solo para volver luego a la clase y dejar a un lado la acusación. Su contenido podrá parecer correcto en relación al reglamento, kafkianamente correcto, pero totalmente frío, inoportuno, desde el punto de vista personal. Palabras que hacían valer la regla, pero que congelan la confianza necesaria. Toda la escena de la mañana cobró enseguida ese matiz turbio, oscuro, a causa de aquella lectura normativa, antojadiza, pero un matiz oscuro como el resto de café tomado a medias que se iba enfriando en la cocina una vez abandonada.

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Primera hora de clases. No llegaba nadie. Media hora después, un solo alumno, de un total de quince. Luego, otra alumna. Dos en total. Casi toda la primera y la segunda hora de clases fue prácticamente pura conversación. El tema de ese entonces era el del viaje en la literatura. Sin embargo, se nos pasó la hora con el chico hablando sobre música. Explicaba lo difícil que era para su banda, Iristeria, hacerse conocida en Quillota, y por extensión, lo difícil que era surgir como una banda de rock en Chile. Decía que la mano era más bien la cumbia al ser una música bailable transversal a casi todo el público. No paraba de señalar que para "estar en el rock" había que tener mucho aguante, convicción y, sobre todo, lucas, para costear equipos, eventos, giras. A su banda, según cuenta, no le iba mal a nivel local. Salieron terceros en un concurso de talentos de la escuela e incluso habían ganado un reconocimiento en un show de bandas locales quillotanas. La chica hacía como que ponía atención pero no dejaba de escuchar música en su celular, siguiendo de manera solapada la onda de la clase dialogo. Las palabras del chico rebosaban de orgullo y también en parte de añoranza. El título del tema de la clase anotado en la pizarra blanca cambió por completo en la práctica. O, mejor dicho, solo cambió su puesta en escena. El chico agregó que sus opciones reales para fin de año eran o rendir una buena prueba y estudiar en el extranjero o apostar a una vida dedicada por completo al rock. Así nuestra clase PSU se convirtió repentinamente en el tema del viaje, pero ya no en la literatura como simple materia curricular, como simple protocolo evaluativo, sino que en la lectura del viaje hacia el éxito, un viaje ficticio, un viaje imaginario, si se quiere hacia los infiernos, o hacia la muerte, o con el suficiente aliento, hacia la posibilidad en su estado material, más allá de rumores y de palabras. Al acabar la segunda clase, entonces los alumnos se despedían sin mayor reparo. Solo quedó anotada, a lo lejos, muy chica, la palabra viaje, ennegrecida, aislada en una esquina del fondo blanco, luego de borrarlo todo. Para empezar de cero, o solo para terminar con todo lo anterior. La única alumna del curso mencionó, finalmente, que no se quedaría a Biología, sin señalar el motivo. El chico de la banda de rock se fue, entusiasta, sin decir nada más.

sábado, 3 de junio de 2017

La estación metro Limache tiene una particularidad: los modernos sistemas de desvío a un costado de la vieja casona que servía otrora de andén principal. Existen cuatro, que conectan con Limache viejo, Calera y Quillota. Siempre cuando vengo de Quillota, hay gente que en la hora punta, al cruzar algunos de esos desvíos, suele pasar cerca de una pequeña rampa junto a los andenes, un punto intermedio entre la nueva indumentaria ferroviaria y la clásica estación antigua. Hay ahí una zona cero, una membrana inútil, inadvertida, que no figura en ningún mapa del recorrido; que, sin embargo, sirve de umbral entre ambos mundos: el del frenesí actual y el de la nostalgia pueblerina. Pasa la mayor de las veces vacía. Ajena al propósito general. Pero de repente cobra una función momentánea, como la de acoger a los fumadores impacientes, la de apartar a las parejas hostiles, o la de aguantar la oscilación de ciertos pasajeros algo mareados. A veces se pone ahí más de alguna joven para leer a la rápida, sin contener las ganas de retomar lo suyo antes de que llegue el tiempo de partir, o algún vendedor arreglando su mercancía, mientras observa cómo sus potenciales clientes se marchan inexorablemente hacia todas partes y hacia ninguna.

jueves, 1 de junio de 2017

1967

1967, señalan, en la Radio Utopía, el año de inflexión del rock. Salía el Sargento Pimienta, también el disco debut de The Doors, el The piper at the gates of dawn de Pink Floyd, y el Are you experienced de Jimi Hendrix. Hace 50 años, el rock se alineó con los astros y superó la barrera del sonido.
8 y media fuera del instituto, cerrado. Solo estaba una alumna afuera, entumida, pegada al muro cercano a la reja con candado. Nadie la acompañaba. Siempre hace lo mismo. Llega temprano pero sin embargo demasiado, al punto de quedarse para esperar al resto, incluido a los profesores. En eso llegó también el profesor de inglés. Le comenté a la alumna que ya a estas alturas merecería tener las llaves del instituto, al llegar incluso antes que el propio director. Sonrió mientras se frotaba las manos. El profesor intervino y le señaló que sería apropiado colocar anotaciones positivas. La alumna se pronunció al respecto y agregó que esas anotaciones no sirven para nada. "Son como una palmadita en la espalda". De ese modo, el colega se desdijo y planteó que sería mejor una nota, colocar una nota por llegar temprano. "Estoy seguro que cuando pase eso, todos empezarán a llegar a la hora de forma progresiva". Esa vez la alumna se entusiasmó. Aunque reímos intuyendo el absurdo de la proposición. Que, a pesar de todo, no deja de ser una buena idea. Pero una un tanto conductista. Una especie de salida conductista a una situación que se escapaba del radio de influencia. El punto es que si empezáramos a poner nota por todo, lo que se hiciera de ahí en adelante no tendría otro valor que el valor de la nota, que es a lo que los cabros, en un ejercicio de sinceridad, y envueltos por la manía evaluativa, aspiran con mayor decisión dentro de la escuela. Un asunto práctico, en apariencia. Un asunto existencial, en el fondo. La preparación para el futuro, o mejor dicho, para la realidad: una realidad llena de constantes evaluaciones; ya no tanto notas, sino que números, a veces palabras, rumores, incluso miradas. Así el frío que sentía la chica en la mañana, al estar afuera del instituto cerrado, habiendo llegado más temprano que todos, no era otra cosa que el frío del deber enfrentado a un querer, siempre inexplicable, siempre personal, sin otro juicio que su propio placer. Como algunos de sus compañeros, y esperando a que entraran primero sus profesores, la chica quemó entonces, todavía a un costado de la calle, el último rastro de cigarrillo que tenía en su boca antes de entrar por esa puerta rutinaria.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Cien años de Soledad de García Márquez debutó casi en la misma fecha que el Sargento Pimienta de los Beatles (1967). Se dice del escritor que el boom editorial de su libro fue algo similar a la beatlemanía. Se dice de los beatles que al momento de componer el álbum ya habían experimentado el efecto psicodélico -hasta cierto punto, mágico- del LSD. Como sea, la coincidencia de la novela con el disco no se limita solo a su fecha de origen.

Decía una alumna: -Sea nuestro profe jefe, por favor. Adóptenos-. Lo decía con tal soltura y humor que creía representar tiernamente la opinión de todo el resto del curso. Le devolví una sonrisa sin respuesta, quizá intuyendo la levedad de su imploración. Ella seguía pues, con ese gesto de simpatía, mientras conversaba. De pronto, como aquella alumna, un simple deseo al aire, libre, sin expectativa, por ingenuo, incluso por irónico que parezca, hace querer de nuevo precipitar algo, la emoción desde de la rutina o, simplemente, eso llamado cambio.

The discovery

Hace poco vi una película, The discovery. En ella se hablaba sobre la existencia de la vida después de la muerte, pero demostrada como un hecho científico, gracias al descubrimiento de un tal Dr Harbor. La explicación de este hecho, según el Dr, tenía relación con otro plano de conciencia, no necesariamente con otro plano de realidad paralela o de universo metafísico. Se sostiene en cierta escena romántica del hijo del científico con su enamorada que, después de la muerte clínica, la mente del sujeto se deconstruye; así los contenidos psíquicos del cerebro proyectan una especie de último visionado sobre ensoñaciones que tienen relación con la propia vida del sujeto en proceso de muerte. De ese modo, para Harbor, la muerte sería un proceso, no tanto un hecho ni un final. Debido a este descubrimiento, sin embargo, se recrea una sociedad distópica, en la cual los suicidios aumentan de manera drástica a nivel mundial. Flor de paradoja: descubren la vida más allá de la muerte (física), pero "esta" vida es renegada en pos de la "otra vida" descubierta. El doctor es capaz de llevar entonces su descubrimiento hasta las últimas consecuencias, tratando de usar a la gente con intenciones suicidas para fines experimentales. El hijo está ahí para volver a plantear el viejo dilema entre la ética y la ciencia: hasta qué punto resulta un avance o un atentado contra la civilización. La película intenta soslayar la lectura religiosa con el argumento intra psíquico, pero es inevitable, en un mundo que se va desmoronando hacia su propio vacío centrípeto. Si se pudiese plantear a futuro un escenario semejante, en el cual en realidad no existe un "más allá" del mundo material, sino que solo "otro" plano de conciencia, producido, digamos, por un desorden sináptico durante el proceso mortal, toda la concepción de la muerte conocida se volvería solo una abstracción o, en último caso, una mitología. Solo habría que ver las consecuencias que eso traería para el orden simbólico de la cultura. Esperemos no estar del todo muertos (o del todo vivos) para ese entonces.





martes, 30 de mayo de 2017

lunes, 29 de mayo de 2017

Lynch reconoce que detesta la segunda temporada de Twin Peaks, solo por el hecho de que se revelase al responsable de la muerte de Laura Palmer. Cuenta que fue por presión de los ejecutivos de ABC. El misterio en torno a quién mató a Laura Palmer -emulando también el gran misterio sobre la muerte de Marilyn Monroe- era para Lynch la gallina de los huevos de oro. Después de revelada la identidad del asesino nada volvió a ser como antes. La fuerza de la serie residía precisamente en el relato policial unido a un imaginario subversivo. Con la tercera temporada, Lynch busca, en el fondo, reivindicar aquel sentido enigmático de la primera, pero llevándolo a otro plano de experimentación, siguiendo en parte la tónica del desmadre a la que nos tiene acostumbrados desde Inland Empire. Quiere hacer de la pantalla chica su propia caja de pandora, invocando pesadillas y conspiraciones. Quiere que nuestra realidad tenga algo de Twin Peaks, que descubramos en ella la logia negra, y que tengamos también algo de cómplices de lo oscuro y de lo absurdo.