jueves, 29 de diciembre de 2016

Tener o no talento resulta irrelevante a estas alturas de la vida. En determinado campo de juego y de acción lo que cuenta es tener obsesiones, y perseverar en ellas hasta un grado patológico.
La muerte inexorable obra de formas misteriosas. Para todos tiene su tiempo y su espacio. Su nicho fúnebre. Su réquiem. Este año decidió llevarse a ídolos de la música y del cine. Acaso sin lógica ni explicación, sino que por un puro capricho de eso que llaman destino. Lo que duele sin duda no es la muerte misma, sino que la ausencia de nuestros ídolos, su partida definitiva, su inevitable desaparición. El saber que habitarán solamente en la memoria como una sombra de nosotros mismos. Una sombra más o menos presente. Así no solo recordamos a nuestros muertos por admiración, también recordamos lo que alguna vez fue nuestra propia vida. El reflejo de nuestra propia caducidad.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

La devoción férrea por el trabajo tiene en realidad un origen religioso. De acuerdo a Max Weber dataría del calvinismo, que planteaba que la salvación del individuo venía predestinada por mandato divino, pero como era imposible saberlo, solo restaba el trabajo duro y la necesidad de éxito como garantía. Nuestros padres nos han inculcado esta necesidad, con la mejor de las intenciones, pero inconcientemente, desconociendo su raíz eminentemente protestante. Por eso entiendo a los que se enorgullecen de su trabajo duro solo bajo la óptica de su creencia particular. No los culpo. Solo molestan cuando tratan de enarbolar el trabajo por el trabajo como regla universal. Para los que no creen en esa vieja concepción calvinista solo les resta el ocio a lo griego. No el ocio malentendido como antónimo de diligencia (virtud cristiana) sino que el ocio como el tiempo libre reservado a las cosas del espíritu. O, por lo menos, a las cosas gratuitas, libres de contrato laboral.

Vera Rubin y la materia oscura

Para rematar el año fatídico, también ha muerto la astrónoma descubridora de la materia oscura, Vera Rubin. Se dice que la materia oscura como concepto astrofísico conforma casi una cuarta parte del universo. De acuerdo a Rubin, entonces, todo cuanto rodea el cosmos se hallaría movido por esa energía oscura. La sola inestabilidad en el movimiento de las galaxias confirmaría su hipótesis. Lo que llevó a pensar que las leyes de Newton tenían también su margen de entropía. La muerte de Rubin y la existencia de la materia oscura nos recuerdan que el conocimiento científico se alimenta precisamente del error. Que no existe una verdad irrefutable, sino que una cadena de yerros y de aciertos.

Corolario científico: La materia oscura es lo que conforma e impulsa al universo. La muerte de la astrónoma formaría también parte de su propia hipótesis.

lunes, 26 de diciembre de 2016

El filme secreto

En la siesta de la tarde soñé que conversábamos con una amiga sobre el viaje a la Luna. El quid del asunto se relacionaba con el cuestionamiento sobre la veracidad del viaje. Se hablaba sobre Kubrick y la teoría conspiranoica de que él literalmente montó el viaje financiado por la CIA en el contexto de la Guerra Fría. Recordé el episodio de The man in the high castle en que Juliana descubre el verdadero contenido del filme que cree proteger. El filme en que se mostraba nada menos que una verdad histórica, entremezclada con la propia trama, ficción dentro de la ficción. El sueño con la amiga era quizá un episodio evocado después de ver la propia serie y desfallecer sobre la cama. Una fábula contada por contigüidad entre sueño y vigilia, acaso una misma cosa en lo que atañe a la ficción. Lo impactante es que dentro del sueño aquella amiga desaparecía. Y la conversación tomaba lugar en una plaza sin nombre, difusa, con algunos elementos de la vida real. En el episodio de The man in the high castle, Juliana acaba desconfiando del contenido del filme. Comienza a creer en el agente encubierto que la amaba. Dentro de su ficción la historia podía tomar otro giro distinto al de la película secreta. Su potencial subversivo solo se hallaba en su calidad de representación. No en lo que celosamente escondía como supuesto hecho irrevocable. Ni el viaje a la luna que era motivo de nuestro encuentro, ni el supuesto fin de los aliados en la película, eran la verdad pura. Ni tampoco una ficción definitiva. Se hablaba sobre nuestra propia proyección interior. La proyección de nuestros deseos cautivos y latentes. Capa sobre capa, vida sobre sueño, como Segismundo en su remota torre perdida. En el sueño, aquella amiga desaparecida, al contrario que Juliana en el episodio de la serie, no revelaba nada respecto a nuestro tema de conversación, ni mucho menos sobre nosotros. Lo cierto es que nuestra existencia en esa realidad colapsaba, quedando solo la cifra de las palabras. Lo único que me queda de ella. Lo único que nos queda de los otros, al fin y al cabo. La verdad, de ese modo, no se halla escondida en un filme ni camuflada bajo una ensoñación, se halla finalmente en quien tiene el poder de proyectarla en un visionado, en quien pueda volverla una barricada contra el inminente desorden del mundo.


sábado, 24 de diciembre de 2016

Cuestionamiento a un amigo ¿En un mundo como el de El hombre en el castillo, serie en la que Estados Unidos perdió la guerra y está dominada por nazis y japoneses, cómo habría sido posible el surgimiento del rock and roll?
Según cuenta una crítica popular la figura actual del viejo pascuero viene dada por un asunto corporativo. En resumidas cuentas, fue nada menos que Coca Cola la que habría inventado al célebre viejo, vistiéndolo con los colores propios de su producto. Hay otra anécdota, sin embargo, más literaria, que remite el origen del viejo y su definición contemporánea a un poema anónimo escrito a comienzos del siglo XIX, llamado "Una visita de San Nicolás", y que se cree fue escrito por un profesor americano: Clement Clarke Moore. Como sea, el punto es que la Navidad está poblada de personajes ficticios, personajes que no se sabe si son versiones de algo real o simplemente representaciones de algún mito o creencia perdida en el tiempo, tan reescritas que ya no se sabe si son auténticas o apócrifas. A mi entender, el propio Jesucristo, considerado como una figura histórica para algunos, como una proyección mítica para otros, cabría perfectamente dentro de aquel bestiario de personajes. De todos modos, lo que se celebra por estos días es una suerte de ilusión, una ilusión con sentido colectivo merced a los sueños y los deseos de muchos. Un salud entonces, por todas esas ilusiones que nos mantienen desvelados, distantes de la terrible realidad del universo.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Una chica paranormal

La recuerdo de vez en cuando por sus propias palabras: “¿Cómo no nos vamos a ver de nuevo, si hasta te he chupado el pico?”. Fue, ciertamente, una noche sin precedentes. Le hice ver hace un tiempo, por mensajería interna, que uno de sus relatos se relacionaba con la parte de la herida, escrita por Manuel Rojas en Hijo de ladrón. De ahí una conexión que se fue dando merced a su poética simpatía. Regresaba a Valpo de tanto en tanto. Asuntos de familia. Me pidió que me sacara uno e iba a pegarse un pique por el plan. La primera vez fue demasiado abrupta. Un mero intercambio de saludos a cambio de su autógrafo. La segunda vez aquella dimos en la pileta de Neptuno de Aníbal Pinto. Subimos a un local llamado Mi Casa. Corría un viento huracanado, inaudito para ella, capitalina. Un perro era atacado por un sujeto, luego de ladrarle enérgicamente. Decía que el ataque fue innecesario, y completamente maletero. Ya en el local pedimos dos chelas. Señaló un cuadro de Marilyn Monroe a sus espaldas. Otro de Elvis más al fondo. Parecía el museo de la belleza mortal. Lo pintoresco puertas adentro, atraía acaso un sentimiento vintage, un deseo de volver a la vida a los muertos. Hablamos de ese modo sobre nuestras desventuras. Decía que su hermano se había perdido por más de dos días en Valpo, pero que luego regresó misteriosamente. No estaba muerto, andaba de parranda. “Le pasó por carretero”, decía ella. Estaba por terminar sus estudios de Terapeuta complementaria. De repente salió a flote el holismo, la teoría sobre el todo que es más que la suma de sus partes. Le hice saber detalles de mi ruptura amorosa. “Si quieres y te parece muy delicado no lo cuentes”, decía ella con tranquilidad. De todas formas insistí en contárselo, arguyendo que después de todo era algo catártico. A medida que recreaba los detalles, la figura de la ex desaparecía junto con la espuma de la cerveza y el humo de la conversación. De pronto todo adquirió su rostro, hasta que la transfiguración era completa y remataba con detalles sobre su proceso creativo. Insistí en que, como en uno de sus relatos, el absurdismo nos envolvía dentro de su manto, volviéndonos unos perfectos desconocidos pero a la vez inaugurando una complicidad, efímera pero ardiente como la colilla esfumándose entre sus labios. 

Después del brindis, le dije que quedaban un par de cogollos en la casa, que podríamos aprovecharlos antes de que se acabase el fuego. La noche se cernía sobre el plan. Era como la sombra que aguardaba cada esquina no con ánimo de peligro sino que de misterio, un misterio ciertamente agridulce, entremezclado de azar y de música. Le decía que Jaco Pastorius era uno de los más secos. Ella se inclinaba por Pat Metheny. Señalaba que su atmósfera era de otro planeta, como fumarse un “cerro de hierbas” y luego tirarse para no volver. Ya en la habitación, la onda era seguir carreteando. Fuimos por más chelas y cigarrillos. Me pidió que colocase a Charles Mingus. La luz tenue cerca de la ventana proyectaba el exterior, una superposición de casonas, oscuridad y tráfico, sobre todo, tráfico de estrellas a lo lejos. Mientras el jazz inundaba los sentidos, la improvisación de Mingus adquiría una atmósfera de locura. Una locura serena, en todo caso. La cama era como una especie de galería. El humo, una especie de testigo y de espíritu. Recorría el interior a medida que el saxo se deslizaba sobre su partitura. Su partitura primigenia. En el medio del solo, o lisa y llanamente ya bajando el humo, ella me pidió que la besara. Su solicitud excedía mi cuota de necesidad. De pronto nos hallábamos amarrados. Nuestro sexo como el saxo, recorriendo la partitura de los sentidos. Seguimos entonces, en ese ritual de notas y de lenguas. En un momento de tregua, con la luz apagada, ella se asomó a la ventana para fumar un poco. Entonces contemplo su culo, blanco, curvo como la propia luna, la única luna que quizá se dejaba asomar al exterior en ese escenario opaco. Lo único luminoso en medio de la desolada avenida. Lo movía al vaivén de la música y del humo que entraba. De ese modo, poseído, decido viajar a la luna. Una vez dentro, recorro su relieve. Indago poco a poco en su cráter, conciente de la incertidumbre de lo que hacía y de lo que sentía. La levedad nos hacía flotar, el espacio de repente se tornaba líquido, palpitante, como un corazón abriéndose a punta de estocadas, hasta que caíamos de vuelta a la galería, cada uno por su propio lado. Exhaustos, continuando el ritual, pero ya jadeantes, restándole gasolina a las revoluciones. En ese instante, comenzaba a sonar Coltrane. A love supreme. Le hacía ver que ese disco era el cúlmine de su carrera. Su concepción jazzística de la fe. Su musical forma de interpretar su devoción a Dios. Merced a la intensidad, la habitación se volvía un caos hermoso, una pieza jazzística de corte clandestino. Extrañamente, todo el resto del departamento permanecía oscuro, silencioso. Los vecinos parecían abstraerse. De pronto todo oscilaba entre el puro sudor y la contemplación más aguda. 

Después del éxtasis venía la calma. La plática post nocturna. La palabra. Coltrane dejaba su saxo. Nosotros el sexo. Me hacía ver en uno de sus relatos el tema de la herida, herida por la cual suelo recordarla. La intimidad a ratos tiene eso de melancólico. Una cierta pesadumbre posterior al acto, pero una pesadumbre en cierto modo serena, como la de los brazos después de la ejecución. Coltrane me entendería. Ella leía uno de sus relatos. No recuerdo si se trataba del relato sobre la Revelación. El asunto es que leía uno de sus relatos con toda confianza. Confiando en que la escuchase. Que vibrase con algún vaso comunicante. Alguna geometría producto de nuestra fricción. Me decía con cierta ternura pero también escepticismo, que ella era así, de esa forma, sin tapujos, que no lo tomase a mal. Al contrario. Cuestión que en ese momento palpé como un episodio mágico. Hasta me atrevería a decir, paranormal. Luego ella continuaba, desenvuelta, con su relato. Aquella vez se trataba de abrir el corazón. O simplemente de soltar, desenredar un poco la lengua. Exorcizar los demonios. La ceniza se acumulaba a su costado. Era la evidencia de una noche larga. De un fuego repentino. Leo ahora de nuevo su libro, intentando buscar una respuesta, o al menos un espejo, un portal hacia aquella noche. Doy con la Mudez, una de sus confesiones. Dice que “muchas veces se cansa de sufrir”. La frase me remite al coctel de pastillas que sostenía en la palma de su mano. Aclaraba que debía tomarlas. Que era parte de un tratamiento. Estaba sorprendido. Decía estar al límite. Y lo cierto es que los límites, en determinado momento, en su punto de máxima tensión, se tocan. Al punto de que no se puede diferenciar entre la cosa y el sujeto. Decía, en otra parte de su Mudez, que le gustaría que “sus palabras, que su mensaje fuese entendido y no juzgado”. E irónicamente, ella sí logró entender algo que uno mismo creía dormido: la pena. Me hacía notar que mis ojos la transmitían. Le decía por interno que era el amor. Sonreía. La ternura de lo que ya se ha vivido demasiado. No tanto por cantidad sino que por intensidad. Los libros, la lectura, por lo pronto, eran nuestra excusa. Nuestro hombre de paja. Su relato era nada más que el relato de su propia apertura. 

Al otro día, quedaba en el ordenador sonando un playlist infinito. El soundtrack silencioso después del show. Luego la caña ligera que ahogaba en un vaso de agua. Los vestigios del mambo. La ignición. Ella se levantaba desnuda, andando con desenfado por el living del departamento. Recordaba por la mañana el trabajo, el día nuevo dentro de la rueda de obligaciones. De esa forma, salíamos. Le hice saber que la antología de poesía que le había regalado era completamente suya. Al parecer lo tuvo en cuenta. Lo importante era que la tuviese y la leyese. Queda el encanto de la expectativa, la promesa del retorno, y su circularidad. Agridulce como la libertad misma. Ella tomaba entonces la locomoción de vuelta. La despedida de rigor y la memoria. Pienso en las palabras de Manuel Rojas cuando dice, en su legendario capítulo, que la herida, nuestra herida, es lo único que, una vez abierto, puede ser leído y conservado. Con dolor y placer. Una misma cosa.

jueves, 22 de diciembre de 2016

La muerte de Laiseca no fue tal. Él seguirá habitando en el terror.

Navidad en Islandia

En Islandia, según cuenta una noticia reciente, se celebra la Navidad en cama y leyendo libros. Nada de sobremesa, vino, carne ni palabras de optimismo. Total austeridad. Únicamente lectura silenciosa. Podrá parecer, para nuestro espíritu gregario, un panorama desolador, pero tiene una explicación lógica, y hasta literaria. La costumbre de regalar libros en Navidad tiene por nombre 'Jólabókaflód'. Y se debe a que al ser Islandia un país tan remoto y tan distante, regalar regalos como lo hace todo el mundo se vuelve casi una quimera. Sin embargo, la fabricación de papel por esos lados resulta rentable. Por lo que el regalo más adecuado para Navidad acaba siendo nada menos que el libro. El auge de la venta de libros en Islandia ocurre los últimos dos meses del año. De esa forma, la fecha de Navidad coincide con el auge de la compraventa literaria. Los lectores pueden llevar sus regalos a través de un catalogo anual llamado 'Bókatíðindi', que se distribuye en todos los hogares de Islandia con la esperanza de que el número de libros crezca junto con el de los deseos de noche buena. Se ruega, prácticamente, por los lectores y su hábito invernal. La literatura entonces, como la Navidad, le llega a todos por igual, como si se tratase de un deseo sostenido por todos, una tradicional ilusión fomentada por una razón de geografía y de economía.