domingo, 25 de agosto de 2024

Pavel Durov y la paranoia de Kafka, Constantino de Hoffmeister

Kafka describió con maravilloso poder imaginativo los futuros campos de concentración, la futura inestabilidad de la ley, el futuro absolutismo del aparato estatal .

—Bertolt Brecht

En una escena que parece sacada de una novela de Franz Kafka, Pavel Durov, el enigmático fundador de Telegram, fue arrestado en Francia al aterrizar en el aeropuerto de Le Bourget, cerca de París. Al desembarcar de su avión privado, fue detenido por las autoridades francesas, que lo habían estado esperando, armadas con una orden judicial que lo acusaba de facilitar actividades delictivas a través de su plataforma de mensajería. Los cargos, tan surrealistas como severos, incluyen complicidad en tráfico de drogas, delitos pedocriminales y lavado de dinero, todos derivados de la supuesta falta de moderación de Telegram. Su arresto no es solo una catástrofe personal, sino un duro recordatorio del absurdo que aguarda a quienes desafían la mano invisible pero omnipresente del poder en un mundo que dice proteger la libertad mientras la desmantela metódicamente.

¿Qué sucede con Telegram tras el arresto de Durov? La pregunta genera un malestar que rápidamente se convierte en innumerables rumores especulativos, cada uno más incierto que el anterior. Un rumor, que ya se filtra por los pasillos digitales, insiste en que el equipo de Durov está preparado para esta eventualidad, que existe un protocolo clandestino, listo para ser promulgado a la medianoche. Pero, como sucede con todos los rumores, se nutre de la falta de fuentes verificables. La verdad, envuelta en ambigüedad, es tan esquiva como el hombre mismo. Si Telegram persistirá, y en qué forma distorsionada, persiste como un enigma inquietante, una pregunta suspendida en el vacío donde debería estar la certeza.

En el Occidente moderno, la libertad de expresión se exhibe como un principio sagrado, un emblema resplandeciente de la democracia que supuestamente contrasta marcadamente con los “regímenes despóticos” de Rusia y China. Sin embargo, debajo de esta pulida fachada se esconde una realidad tan asfixiante y absurda como cualquier pesadilla kafkiana: un lugar donde se persigue sin descanso a los disidentes, se acallan sus voces y se extinguen sus libertades. Las historias de Julian Assange, Edward Snowden y ahora Durov sirven como inquietantes recordatorios de que la devoción de Occidente a la libertad de expresión es una afirmación hueca, una farsa que enmascara una verdad más oscura.

Durov posee la ciudadanía de cuatro naciones: Rusia, Saint Kitts y Nevis, Francia y los Emiratos Árabes Unidos. Su multiplicidad de identidades refleja su intento desesperado de evadir el control cada vez más estricto del poder estatal, de seguir siendo un alma libre en un mundo donde la verdadera autonomía es casi un sueño fugaz. Sin embargo, la revelación de que Durov ha renunciado a su ciudadanía rusa, sumada a su reciente detención en Francia, subraya la inutilidad de tales esfuerzos. No importa cuántas fronteras cruces, cuántas nacionalidades asumas, la garra de hierro de la censura inevitablemente te perseguirá si te niegas a inclinarte ante la autoridad liberal de Occidente. Las personas que valoran la libertad auténtica no deberían “huir” a Occidente, sino huir lejos de él.

La idea de una prensa libre, tan celebrada en Occidente, se revela como una farsa amarga. Se nos sirve la ficción reconfortante de que los medios operan sin cadenas, de que los periodistas buscan la verdad sin temor a represalias. Sin embargo, la terrible experiencia de Durov, que recuerda a la de Assange, revela la fragilidad y el engaño que se esconden detrás de esta falsa “libertad”. Cuando Durov abandonó Rusia, no fue en busca de mayores libertades, sino porque se negó a someterse a las exigencias de censurar VK, la red social rusa ampliamente utilizada, y se resistió a las presiones para que entregara los datos de sus usuarios a las autoridades.

Kafka, el maestro de la desesperación burocrática, encontraría en el destino de Durov una inquietante familiaridad. Es un destino que nos recuerda la difícil situación de Josef K. en El proceso , condenado no por ningún crimen específico sino por la insidiosa y omnipresente sospecha que invade todos los aspectos de la existencia. En un mundo donde incluso el más mínimo desliz desencadena las más graves sospechas, ¿cómo puede la libertad ser algo más que una amarga ilusión? ¿No estamos todos, de algún modo, atrapados en una vasta burocracia sin rostro, donde cada acción es examinada, cada intención cuestionada y cada individuo reducido a una copia al carbón de sí mismo?

El terror que se cuela en este mundo no es sólo el miedo al castigo. Es algo más profundo, más penetrante: un terror que paraliza el alma. Es el miedo a pronunciar una palabra inefable, a albergar un pensamiento impensable, a desafiar la mirada omnisciente que observa desde cada rincón. Este terror, como intuyó Kafka, es una anticipación de la retribución, así como una ansiedad profunda y paralizante: un anhelo de algo que está más allá del alcance de quienes ejercen el poder, pero también un miedo a todo lo que toca el poder. En Occidente, este terror se camufla en la retórica de la “libertad”, envuelta en la mentira reconfortante de que somos libres de hablar, libres de pensar, libres de resistir.

Sin embargo, la interrelación de los poderosos conglomerados mediáticos con otras fuerzas de élite expone este grotesco espectáculo de payasos. Una vez que un imperio mediático crece lo suficiente, deja de verse a sí mismo como un perro guardián del poder; en cambio, se enreda en la red de influencia que se supone que debe escudriñar. Deja de ser un adversario para convertirse en un colaborador, cómplice de la perpetuación de las estructuras que alguna vez afirmó desafiar. Esta traición silenciosa, esta colusión tácita, garantiza que la disidencia permanezca cuidadosamente controlada, cuidadosamente contenida y, en última instancia, aniquilada.

La hipocresía más flagrante de Occidente reside en su fe en la misión moralizadora de corporaciones multinacionales como Google, cuyo lema “No seas malo” se ha convertido en un eslogan banal. Los arquitectos de Google creen sinceramente que están moldeando el mundo para mejor, pero su pretendida apertura mental sólo se extiende a opiniones que se alinean con la corriente subyacente liberal-imperialista de la política estadounidense. Cualquier perspectiva que cuestione esta narrativa se vuelve invisible, se descarta como irrelevante o peligrosa. Éste es el terror sordo de su misión: el horror silencioso de un mundo donde las voces disidentes no son silenciadas por la fuerza, sino simplemente ignoradas hasta el olvido.

Ninguna sociedad que haya erigido un sistema de vigilancia masiva ha evitado su abuso, y Occidente no es una excepción. Se ha vuelto común suponer que el gobierno monitorea cada uno de nuestros movimientos, mientras que se considera paranoico creer lo contrario. Esta normalización de la vigilancia es el testimonio final de cuán profundamente se han arraigado estos mecanismos de control. Vivimos en una realidad donde la privacidad es un anacronismo, donde cada gesto se registra, cada palabra se cataloga, cada murmullo de disenso se registra para un juicio futuro. El estado de vigilancia ya no es una distopía lejana; es el mundo que habitamos, la pesadilla de la que no podemos despertar.

En este mundo, la transformación del individuo es inevitable y excepcionalmente kafkiana. Cuando Oge Noct despertó de un sueño inquieto, se encontró inexplicablemente transformado en un insecto monstruoso. Esta metamorfosis es una aberración física y un símbolo de la deshumanización infligida por un sistema que tritura el alma. Ya sea Assange, Snowden o Durov, el patrón es el mismo: quienes se atreven a desafiar el sistema no son ensalzados sino degradados, su humanidad erosionada por la implacable maquinaria de control que se declara defensora de la libertad mientras perpetúa una tiranía inquebrantable.

Éste es el verdadero rostro del Occidente moderno: una espiral descendente kafkiana en la que la promesa de libertad es poco más que una broma cruel y quienes la buscan están condenados a vivir con miedo perpetuo.

Es como un río, ¿no? Un río que se desborda, se desborda sobre los campos, pierde profundidad a medida que se extiende, hasta que todo lo que queda es un charco sucio y estancado. Eso es lo que les pasa a las revoluciones. Comienzan con fuerza, con un propósito, pero a medida que se extienden, se diluyen, pierden su sustancia. Y cuando finalmente se evapora el fervor, ¿qué queda atrás? Nada más que el lodo de la burocracia, espeso y asfixiante, arrastrándose por todos los rincones de la vida. Los viejos grilletes que nos sujetaban eran al menos visibles, tangibles, pero estos nuevos están hechos de papel, de formularios y sellos y firmas, interminables y asfixiantes. Y, sin embargo, los llevamos igual, sin darnos cuenta de lo fuertemente que nos atan.

Pavel Durov y la paranoia de Kafka

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