domingo, 28 de mayo de 2017

Día del patrimonio

Día del patrimonio: cruzando Plaza Victoria una montonera de gente alrededor de unos sujetos tocando batucadas. Al otro costado, lo que parecía ser una feria familiar. Accesorios. Fotografías. Folletos para la visita de lugares históricos. Un par de perros aparece y ladra furiosamente rodeando a los percusionistas. No sé sabía si ladraban protestando por el ruido o si su improvisación era parte del show generalizado. La gente se iba a medida que lo hacía el sonido. Algunos a Ripley. Otros seguramente a completar las rutas indicadas en los folletos, mientras se servían al paso unos churros o unos helados york. He ahí en esa algarabía, en esa imprecación animal y en esa dispersión colectiva de día Domingo una nueva ruta no señalada, un patrimonio no declarado, un patrimonio de lo anodino, de lo que ladra con énfasis su total y completa irrelevancia.

viernes, 26 de mayo de 2017

13 reasons why



       Varios críticos, entre ellos psicólogos, no estrictamente críticos de cine, se preguntan sobre la posible influencia que podría causar la serie en jóvenes que tienen o han tenido alguna vez la intención de suicidarse. Una de las psicólogas que ayudó con el guión de la serie, Helen Hsu, señaló, para rebatir esta idea, que adjudicar a la serie esa responsabilidad exclusiva sería del todo algo ingenuo, sobre todo considerando que existe internet a disposición de todos y para todo propósito. Se comienza a plantear así la pregunta sobre el quién. Sobre el quienes serian los responsables: la serie, la sociedad o los propios suicidas. Algo similar se podría decir en relación al fenómeno que produjo en su tiempo -guardando las proporciones- la novela Werther de Goethe. El sociólogo David Phillips en 1974, para referirse a la ola de suicidios que produjo la lectura de esa novela en los jóvenes, planteó la llamada tesis del "efecto Werther". Esta tesis consistiría en la existencia del efecto de la sugestión en la conducta suicida. Habría muchos casos de este efecto en la historia y en la cultura popular. Por ejemplo, en la publicación del libro The Aesthetics of Suicide (Eutanasia: la estética del suicidio) escrito por James A. Harden-Hickey en 1894, y que, según se cuenta, provocó que muchos lectores con pensamiento suicida pusieran en práctica lo leído por ellos en las descripciones del libro. Por supuesto que la tesis de David Philips, en ese sentido, no debería tomarse como una excusa para así limitar o suavizar ciertos contenidos artísticos por parecer demasiado fuertes para el público susceptible, como sí lo hace cierto sector de la psicología o ciertos baluartes de la moralidad. La serie 13 reasons why, de esa forma, lo que hace realmente es representar el aspecto crudo del fenómeno del suicidio desde una visión cinematográfica. Además, añade a ese visionado el contexto de la escuela junto a la problemática juvenil, la incomprensión y la inadaptación que la envuelve y que la engendra. Tiene ante todo, en palabras de la propia Helen Hsu, más bien un efecto catártico, en el estricto sentido del término, un reconocimiento de la tragedia vivida en el reflejo de Hannah Baker para que el espectador consiga reconocerse en ella y adquiera cierta conciencia posterior al efecto de la purga.

Ahora bien, la pregunta clave sería, en lugar del quien, más bien el por qué. La pregunta que ya había respondido, desde la filosofía, Albert Camus. El suicidio como el problema filosófico más serio. Donde se pone en juego la vida. Sin embargo, aun el porqué del hecho irrevocable del suicidio implica mucho más que una simple negación de la vida o la consecuencia de una serie de infortunios o adversidades vitales. Hannah en la serie graba 13 cassettes donde da a desconocer a modo de confesión todas aquellas razones por las cuales finalmente se quitó la vida. Junto a sus porqués van los quienes. De acuerdo a su sentir, las razones iban ligadas a las personas que según ella la traicionaron. En ese punto, los porqués tenían nombre e historia. Una vez revelados los cassettes, queda suspendido nuevamente el gran dilema: ¿Ella se mató, o la mataron todos? Clay entonces, enamorado de Hannah, vendría siendo el único que, contracorriente, deseaba escudriñar en su verdad hasta las últimas consecuencias, impulsado por su pasión amorosa.

Se podría armar un capítulo entero solo dedicado al conflicto irresoluto de este dilema, y complementarlo de hecho con una lectura acuciosa de Emile Durkheim en El suicidio. Aun así, el único territorio todavía inexplorado sería el del porqué, y no el del porqué relacionado a un quien, sino aquel arraigado en lo más profundo del corazón y de la mente del o la suicida. No hay respuestas definitivas a esa pregunta retórica, porque estas no alcanzarían a dimensionar el abismo personalísimo de la decisión entre la vida o la muerte. Hay quienes se suicidan sin aparente motivación o factor alguno. Incluso sin una psicología propicia. De hecho, sin que para ellos la vida haya dejado de tener sentido. Hasta por lo contrario: por su exceso de sentido. Hannah Baker es una más de las que encarna, figurada y literalmente, esa gran incógnita. Solo hay una escena que me queda dando vueltas, y es en la que ella, al final de una de las cintas, se pregunta sobre los epitafios en las tumbas. Decía que el de Bukowski fue sin duda el más significativo para ella. En él se dejan leer solo dos palabras: Dont try (ni lo intentes). Más o menos, como un resumen de su vida. Un escueto resumen sobre la vida y en cierta medida sobre la muerte. Decía que no alcanzaba a imaginar cómo sería su epitafio. Y quizá en ese no poder imaginar el futuro no seamos tan distintos a la hora de la verdad.

Nota al pie: Cuando Clay y Sheri realizan un trabajo para la escuela comentan un pasaje de "Todos los hermosos caballos" de Cormac McCarthy, una bildungsroman americana ambientada en las postrimerías del far west.

jueves, 25 de mayo de 2017

Perdida

La alumna de la esquina en el fondo, la más callada del curso, aparentemente, la más aislada, sigue leyendo la novela que en todas las clases de lenguaje lee. Una novela que nada tiene que ver con el plan lector. Una novela de su propio catálogo. Hasta el momento, no le había prestado mayor atención, estando demasiado ocupado con los "bandidos" de más al frente. Pero nunca la perdí de vista. A lo largo de dos semanas, ya ha avanzado por lo menos unas 50 páginas. Esta vez, durante la prueba de narrativa, fue la única vez que dejó su atenta y estoica lectura. Se le veía tan inmersa que la clase no era sino el telón de fondo para su placer autista. Una vez terminada la prueba, prosiguió en la página en la cual había quedado. Sacaba la novela y encontraba la página con un método tan milimétrico como misterioso. Había algo en ese silencio y en esa persistencia que se desmarcaba de la realidad impostada de la clase. Estaba presente, pero al mismo tiempo, no estaba precisamente ahí. En un momento de vacío, acudí a averiguar qué pasaba con ella, mientras el resto de los cabros se incorporaba para salir de clases. Le pregunté qué estaba leyendo. Dijo que era la novela Perdido de Maggie Stievfater, la cuarta de una saga de libros llamada Temblor, que mezcla elementos de fantasía, imaginario licántropo y romanticismo. "¿Algo así como Crepúsculo pero con hombres y mujeres lobo?", le pregunté, no sin cierta ironía. "No, para nada. Esto es mucho mejor. No me gusta Crepúsculo. Prefiero esta: Temblor. Léala". Seguí de cerca su recomendación. Aunque no lo parezca, hay algo estimulante en esa clase de literatura juvenil. Cierto dominio genérico. Cierta sencillez y frescura dramática. Un entremés, digamos, una antesala a la llamada "literatura de autor". La chica entonces dejó pendiente la novela, con un marcador de página del propio libro. Su mirada se veía perdida después de haber pausado su anterior lectura vertiginosa. Me inquieté por eso y le pregunté qué le pasaba. Dijo que no pensara mal. Que no era la lectura lo que la tenía así, sino que el Ravotril. Recuerdo que ella, cuando no estaba leyendo, lo único que hacía era cruzarse de brazos y dormir en clases de manera muy evidente. Al parecer la lectura de la saga de Stievfater la volvía en sí pero a la vez la hacía abstraerse del mundo. La escuela era esa abstracción; su novela, el portal hacia si misma, hacia su ejercicio que la mantenía en el limbo. "Estoy medicada, profesor. Por eso me quedo dormida. La lectura me mantiene despierta". Fue la única explicación que me dio a su estado y a sus constantes introspecciones. De ese modo, se incorporó de la nada y salió luego con una compañera a comprar. Los otros chicos, en su habitual desorden, salían a recreo, volvían a su estado natural de indisciplina. La novela de nuestra lectora permanecía ahí, en la mochila, semi abierta. Su propio ansiolítico hecho de palabras, de mutantes y de idilios.

miércoles, 24 de mayo de 2017

El que quiera realmente escribir jamás va a reservarse nada, no va a limitar su vocabulario solo para estar acorde a la corrección política; no va a encontrar otro límite moral que su propio imaginación; el que quiera escribir, escribir de verdad, siempre va a estar dispuesto a "quemarse".

martes, 23 de mayo de 2017

Un diálogo sobre el atentado

El director comentó en la mañana acerca de la explosión ocurrida después del concierto de Ariana Grande en Manchester. Unos alumnos a su lado le escuchaban, con cierto ánimo de discusión. Les señalaba que más allá del lamentable atentado en si mismo, no debían olvidar que no se trataba de hechos aislados, sino que de una cadena de sucesos que se podían interpretar desde una mirada política e histórica, algo así como un efecto dominó, consecuencias más o menos explícitas de una serie de rencillas transversales, incluso también no oficialmente declaradas. Esos mismos alumnos luego, en la clase de narrativa, sacaron de nuevo a relucir el tema. Discutían el por qué sucedía ese atentado en Manchester, y por qué tenía que ser en ese concierto de pop. Además otro cabro sacó a colación el hecho de que el Estado Islámico se haya adjudicado el ataque. Estaba seguro que tenía relación con las elecciones generales del Reino Unido. Su compañero a su lado le decía, en cambio, que tenía mayor relación con la masacre en Medio Oriente, con Estados Unidos y la batalla ideológica contra Occidente. Una chica, que era de las que simpatizaba con Ariana Grande, decía, por su parte, que todo lo que habían dicho podía relacionarse y coexistir perfectamente, incluso habiendo gato encerrado. Al único acuerdo que llegaron fue que el atentado era el síntoma de un conflicto de mayores proporciones. Una suerte de "guerra secreta". -El punto es que está quedando la cagá en el mundo-, concluía el alumno de la segunda tesis, decidido, impulsivo. Las causas y los agentes permanecían ocultos a la luz pública, y a su capacidad de análisis. Lo verdaderamente inexorable para el curso era la discordia, la incertidumbre negativa que producía la violencia y la muerte. La capacidad de encumbrar la palabra quedaba suspendida. Frente a ese escenario, al curso no le quedaba otra cosa que pensar, y repensar, muy a pesar suyo y de su sentido de la iconoclasia, el mundo en el que viven.

-Pero qué tiene que ver todo esto que estamos hablando con la materia de narrativa-, preguntaba otro alumno al fondo de la sala, callado, observando la discusión abierta. -Tiene todo que ver- le replicaba un compañero próximo, mientras el curso continuaba hablando acaloradamente. A raíz de su afirmación, saqué como ejemplo el hecho de que el atentado podía relacionarse directamente con la escritura de Sumisión de Houellebecq, y con los Versos satánicos de Salman Rushdie, en el sentido de que ambos escritores fueron condenados por hablar, de una u otra forma, sobre la contingencia mundial. Le repetía al curso, de ese modo, que "leyeran entre líneas", tratando de anclar aquel improvisado dialogo de contingencia con el contenido del ramo. La chica fanática de Ariana Grande sugería que, aprovechando las circunstancias, se abriese mejor un ramo exclusivo para hablar de estos temas. Algo así como un ramo dedicado a la actualidad. Sus compañeros apoyaban la idea, algunos mofándose, otros apañándola. Claro está que también acabé defendiéndola, solo acotando que estas discusiones no necesariamente debían encuadrarse en un ramo, sino que debían hacerse también afuera del sistema escolar, donde de verdad "las papas queman". No pescando mucho esa última intervención, pero intuyendo que apoyaba sus decisiones, los cabros entonces plantearon, a toda costa, la moción de abrir un ramo de actualidad, incluso si eso significaba replantear el curriculum del instituto. Todavía no sé si lo decían en serio o solo movidos por la euforia rebelde del momento. Un ramo para "arreglar el mundo" al menos de forma discursiva. Una clase dedicada a los que no cuentan con otra arma que el lenguaje. Porque en eso reside la literatura, después de todo: en discursear la realidad, aunque fuese solo al final de una conversación de pasillo; en resistir el terrible sinsentido de todo con un amasijo de palabras y de ficciones, aunque estas no alcancen ni a cruzar el otro lado de la calle.

lunes, 22 de mayo de 2017

Sonando en la radio, un sujeto hablaba con la locutora acerca de la importancia de hacerse preguntas en la vida, inclusive más que la necesidad de generar respuestas, producto de una sociedad más interesada por el resultado que por el fundamento, y toda esa cantidad variopinta de argumentos contra la concepción del sistema neoliberal. El sujeto, luego de dar sus razones, se definió ante la pregunta de la locutora como un verdadero "coaching existencialista". Decía que al partir desde el fundamento de la pregunta, y citando a una serie de autores clásicos de los cuales ya no recuerdo ninguno, se diferenciaba de aquellos que practicaban solamente una suerte de "coaching asistencialista". Entendí a lo que quería llegar: a la importancia nuclear de la pregunta no solo para lo que él llamaba su disciplina sino que para la filosofía misma. Sin embargo, lo que me hacía más ruido era su enrevesada auto denominación. "Coaching existencialista". ¿A qué venía ese anglicismo para referirse a una cuestión eminentemente práctica? Y todavía relacionado de forma antojadiza con el existencialismo, algo así como una mezcla de Sartre, de filosofía griega y de autoayuda aplicada al emprendimiento profesional.¿Por qué ese afán de colocarse nombres rimbombantes? ¿Status? ¿Ideología? ¿O simple y dura vanidad velada bajo la forma de la hiper especialización?

Happn

Existe una aplicación llamada Happn. Según dicen es la "vanguardia de las aplicaciones para ligar". Su principal característica consiste en propiciar el encuentro con quien te has cruzado en la calle. Cuenta con un localizador integrado al GPS del celular, de forma que a través de la aplicación va mapeando a todos los otros usuarios próximos. Si uno ve a un usuario con el cual tuvo un encuentro cercano, se le da un corazón, y si el otro también lo hace, la aplicación te notificará que tuvieron un "crush", y así se podrá comenzar a conversar por el chat interno. La aplicación vendría siendo, de ese modo, como un Tinder solo que con la particularidad de usarse de forma ambulante. Algo así como un Tinder para "flaneurs". La explicación que le dan al Happn para diferenciarlo de las otras aplicaciones, es que apunta hacia la recuperación de las "conexiones fortuitas" que se dan a diario entre las personas, y que muchas veces se quedan en eso y se pierden para siempre. La idea respecto al ligue que buscan proyectar en la aplicación es la de propiciar la coincidencia. En términos populares, buscar a toda costa provocar el llamado "flechazo".

Leí sobre la aplicación y lo asocié con lo que decía Bauman respecto al amor líquido. La fragilidad de los vínculos casi como la norma dentro de la sociedad posmoderna. Aquí, sin embargo, vemos que Happn opera de tal forma que el seguimiento en línea trata de forzar una coincidencia y darle una posible proyección más allá de su fugacidad. Pero como pueden ver, lo que hace Happn, y todas las otras aplicaciones, no es concretar de inmediato una relación, sino que posibilitar un remoto encuentro, abrir el nexo a una latente comunicación mediante la manipulación del espacio-tiempo reales. Hay más allá del optimismo publicitario de estas nuevas "aplicaciones del amor" una verdad solapada, de hecho, un mensaje velado que pareciera propagarse en el momento de su uso. El hecho de que aun con la ayuda de un mecanismo externo, los encuentros llevan implícito siempre su margen de error, merced a los vaivenes del lenguaje y la comunicación entre los implicados. El think tank del negocio sentimental te ofrece un producto que en el fondo no garantiza ningún resultado, sino que solo prepara las condiciones para lograrlo. Saben que algo tan inquietante e irreductible como el concepto de vínculo -más allá del encuentro sexual efímero- no puede ser medido, solo pronosticado de forma aproximativa. Tal como el meteorólogo tratando de medir la intensidad probable de un movimiento telúrico y sus consecuencias sobre la sociedad, asimismo, una aplicación no podrá medir ni anticipar a ciencia cierta las consecuencias reales del posible choque emocional entre dos implicados. Ni tampoco su inexistencia o eventual fracaso. Ese margen de improbabilidad permite que el encuentro, después de todo, sea real, incierto hasta el punto del absurdo, pero, por eso mismo, auténtico. La belleza del encuentro residirá precisamente en su falta de garantías, en su exceso de promesa. El que busque ahí una satisfacción permanente, una idealización prematura, al punto de la desesperación, chocará solo consigo mismo.
Twin Peaks 2017: Casi todo el elenco de vuelta, 25 años después, como la propia Laura Palmer predijo en la habitación roja. Menos Michael J. Anderson y Frank Silva. Entonces, la primera pregunta es ¿quiénes de los nuevos estarán a la altura para interpretar al Hombre del otro lugar y al asesino Bob? Habría que ser verdaderamente cabrón para volver a encarnar al mal con la maestría de antaño.

sábado, 20 de mayo de 2017

El metro

Durante el regreso en metro, alrededor de ocho personas estáticas, enfrascadas en su celular. Nada del otro mundo. Yo también lo hacía, tratando de escribir una reflexión. Solo uno sacó un notebook y se puso a ver una película (podría llamársele cine ambulante). Dos personas miraban hacia afuera. Más de cuatro completamente dormidas. Nadie simplemente observando. Todos sometidos a merced del movimiento. Antiguamente se hablaba del ferrocarril como del cúlmine de la Modernidad. Marinetti, el poeta fascista, exaltaba al ferrocarril por la velocidad en cuanto símbolo fálico, en cuanto pulsión, energía, dinamismo. Por el triunfo de la máquina sobre la gravedad, el espacio y el tiempo, chispas de lo humano. Cuando cruzaba el ferrocarril en la novela El roto de Joaquín Edwards Bello, a través de la Estación Central de Santiago de Chile, ese en realidad era el cruce del poder cinético frente a la miseria circundante. La maravilla eléctrica y mecánica del subdesarrollo.

Pensé en eso mientras anotaba. Nadie parecía advertirlo. Unos entraban, otros salían. La gente en verdad no avanzaba nada, el metro interior se volvía inercia pura. Cada quien experimentaba su propio metro. Estaban quienes resolvían la fórmula trabajo-casa o quienes deseaban experimentar el viaje más rápido. Nadie viajaba por viajar dentro de ese recorrido, todos buscaban algo, algo inenarrable, demasiado veloz para significarlo. Los músicos, sin embargo, fueron los grandes ausentes: nadie tocó esa vez. Se podía apreciar en cambio a un par de sujetos silentes, demasiado sospechosos, apegados a la puerta, desconocidos, como el nombre de quienes veían en ese momento su sistema android, reflejado en sus rostros serenamente mecánicos. A pesar de todo eso, faltarían viajes y páginas para una radiografía ambiciosa del metro. Cualquier otro apunte y transbordo a horario peak se volvería una verdadera locura. 

En eso la muchacha del frente sacaba un libro de Rebecca Wells y pidió permiso en el asiento. Fue ahí cuando desperté del trance escritural y me vi como el único a esas horas, a bordo, escribiendo ¿Qué clase de sujeto escribiría en el metro sobre estar viajando en el metro? ¿Por qué lo haría? La muchacha del frente comenzó a mirar al vacío, es decir, al interior. Circundaba un rato la ventana cuando la lectura acababa. Su mirada apuntó de pronto por un segundo hacia las anotaciones, como queriendo decir: ¿qué está haciendo? ¿Por qué estará anotando? Su mezcla denotaba extrañeza. Solo de esa forma el observador comenzó a formar parte de la vida del metro. Asumió su insignificancia dialéctica. Se volvió, a todas luces, un pasajero. Alguien que pasa inadvertido más allá de su observación. Que solamente pasa. La escritura, de esa forma, se suspendía a si misma dentro de la máquina. Una mirada tan bella como fugaz fue la que la devolvió a su tiempo.
Al metro Valpo suelen subirse casi los mismos a tocar: El tipo con la onda folclórica que canta el Alelí de Victor Heredia; el rapero con la lírica conciente improvisando a partir de los pasajeros (y dándose el lujo de huevearlos solapadamente); el humorista que expone una suerte de stand up comedy a toda velocidad y con la tónica del humor blanco; y ahora último, una chica que interviene, sobre una base de música electrónica, con un discurso de género y de contingencia. Otro se subió esta vez. Uno que no había reconocido, en ninguno de los piques. Ni de ida ni de vuelta. Un guitarrista con amplificador. Comenzó a cantar el opening de Slam Dunk con base rockera. El guitarrista logró que un sujeto a su lado le tarareara el tema a su novia. Luego del opening, le explicaba a ese sujeto que muchas veces la gente desconocía las canciones, creyendo que solo eran simples canciones de amor, y no openings de animación japonesa. Al pasar cerca, estiró la mano y consiguió una moneda de a quina. "El que sabe, sabe" parecía decirle el sujeto, mientras este no paraba de abrazar a la novia. En todo lo que duró el viaje, solo ellos le aplaudieron.