Una noticia actual revela la diversidad de platos que le sirven a los condenados a muerte en Estados Unidos. Un caso reciente refiere a este como la "épica última cena". Se trata de un tal Keith Tharpe, culpable de violación y asesinato, que el próximo martes recibirá la inyección letal en la penitenciaria de Georgia. El acusado, según la propia página de la penitenciaria, ordenó pechugas de pollo picantes, un sándwich de carne asada con salsa, un sandwich de pescado, aros de cebolla, ‘tater tots’, pie de manzana y un batido de vainilla. Una dieta abundante en azucares y calorías para esperar la condena capital. Estómago lleno, corazón contento, dirán los más irónicos. El exceso de calorías en la cena de Tharpe se dice que sorprendió a las autoridades, considerándola una severa "burla". El hambre del sujeto parece que supera su propia conciencia. Hay ahí una bizarra relación entre la comida, la ley y la muerte no del todo digerida. La culpa como la indigestión del espíritu. Vigilar, comer y castigar.
martes, 26 de septiembre de 2017
La conexión a internet cae. Doy con el dinosaurio pixelado en la pantalla. Símbolo de una comunicación extinta. Luego, por error, desplazo el cursor y el dinosaurio comienza a moverse a través de lo que parece ser un desierto. Un irónico juego offline. Perfecta metáfora de la realidad (virtual): un dinosaurio corriendo a través de un desierto infinito.
domingo, 24 de septiembre de 2017
viernes, 22 de septiembre de 2017
"En el colegio me dieron a elegir entre Hija de la Fortuna y La casa de los espíritus. ¿Cuál me conviene, profe?", preguntaba una chica en medio de la clase del preu. Planes lectores inesperados. Cada vez que sale Isabel Allende al baile, me sale esa parada media Bolaño, solo que con un ánimo impulsivo, salvaje, ya no tanto con una mirada atenta, rigurosa. A duras penas había leído La casa de los espíritus, así que le recomendé esa. La chica insistía que era la mejor opción, porque según ella Hija de la Fortuna tenía "muchas aventuras, y a ella le complicaban demasiado la lectura de las aventuras". Así no volvió a decir nada más. Solo dio las gracias y siguió leyendo el cuadernillo en la materia del Modernismo.
La bomba
A una cuadra de llegar a casa, en toda la esquina de Independencia con Edwards, el camino cercado, unas cuantas patrullas, pacos en la acera y un montón de gente mirando algo. Esta vez, no se trataba ni de un choque, ni de un muerto ni de un robo. Le pregunté al paco que vigilaba el paso de la gente. No quiso responder nada. Solo llamó la atención cuando intentaba cruzar sin estar al tanto de lo que ocurría. Le pregunté luego a una señora más atrás. "Vigilan algo. No se sabe qué". "¿Acaso será una bomba?". La señora solo alcanzó a soltar un gesto de forzosa preocupación, al oír sobre la posibilidad de un explosivo en medio de la calle. Aunque parezca increíble, ni siquiera se inmutó demasiado. Sujetos más atrás, mientras tanto, hablaban de un supuesto paquete con algo potencialmente peligroso dentro. La cuestión no parecía avanzar. De repente todo era el perímetro de los pacos ejerciendo su procedimiento inenarrable en torno al paquete misterioso; y la gente detrás de la acera, sin poder pasar ni entender nada pero, sin embargo, expectantes, a lo mejor ya no tanto por el contenido del paquete en sí mismo, sino que por la bochornosa situación inaudita que se generaba a su alrededor. Había y no había una bomba dentro. Fuimos y no fuimos fiambre. Era el maldito Schrodinger alertando a medio valpo en el plan. Di media vuelta entonces de regreso a la casa, bordeando el perímetro de la supuesta bomba. Muchos también lo hicieron, aburridos ante lo que parecía más bien una falsa alarma o una performance vandálica de mal gusto. A lo lejos desde la ventana del tercer piso se reflejan todavía las balizas de las patrullas. No hubo ningún peligro, solo una especulación constante, una maniobra de prevención parca pero intrigante. No hubo peligro alguno pero la verdadera bomba de tiempo ya comenzó su conteo regresivo, instalada en la mente de los espectadores, dispuesta a explotar luego en forma de miedo o de resignación. Un tipo al paso, luego de sortear la zona de emergencia, decía con total seguridad: "Qué más da una bomba wn, si nos explotan todos los días. Bombazo más. Bombazo menos".
jueves, 21 de septiembre de 2017
Según lo que vengo leyendo recién, corrían rumores de que el fin del mundo sería el 23 de Septiembre. Dicen algunos contactos, y parece que en los programas de nuestra querida televisión, que sería la predicción de una monja del año del cuete. Y por si fuera poco, asocian este hecho a una serie de síntomas mundiales, como la reciente y polémica declaración de Trump de acabar con Norcorea y de Kim Jong Un de estar dispuesto a lanzarse de cabeza (misil de por medio) contra Gringolandia. Noto que ya no es tanto el hipotético final en si mismo lo que marca tendencia, sino que cómo será lo que provoca una ola desatada de teorías y de ficciones dignas de anime futurista. Lo único cierto, después de todo, es que la empresa del entretenimiento tendrá material para rato. El fin del mundo siempre fue una historia rentable. Ahora, más que nunca, hay que sacarle el jugo. En una de esas hasta ya hemos cambiado de temporada, sin siquiera notarlo.
My generation
"Es una wea generacional. Lo que pasa es que estos cabros son milénicos" repetía el colega de inglés en la mañana en la sala de profes, a propósito de la conducta de los cabros en clase. Su aseveración me hizo ruido de inmediato. "¿Pero los millenials no éramos nosotros? ¿Entonces qué pito tocamos ahí?". El colega confesaba, luego de desmentirse, que había una confusión conceptual entre generaciones, ya que algunos sostenían que la millenial comprendía a los nacidos entre los ochenta y los noventa, y otros que solo a los nacidos en los años ochenta. Así el colega comenzó a hablar luego de la generación X, la llamada generación perdida, que vivió su juventud en los noventa, para compararla con la nuestra, que vivió mejor dicho su temprana infancia en los noventa. "Viéndolo de forma melómana compadre, seríamos como la generación que vivió de chico el paso del grunge al britpop, del desencanto a una nueva alegría. Jugábamos al Super Nintendo, teníamos Atari pero aún no teníamos Internet en la casa. Se podría decir que somos la "transición" entre la X y los cabros actuales, que serían la Z. Nosotros seríamos la Y". El colega subrayaba la palabra transición admitiendo la indirecta alusión política. La de la famosa transición a la democracia. La alegría por venir vuelto el slogan publicitario de nuestra idiosincracia y, en parte, de nuestra mentalidad. "Pero viejo, quiénes serían los millenials ¿ellos o nosotros?". le repetía de ese modo al colega aún sin poder hacer el distingo definitivo. El director entró súbitamente, y sin mayor preámbulo agregaba que los millenials éramos nosotros, incluyéndolo. "Nuestros alumnos son la generación Z, ya la busqué por internet. Nacidos a fines de los noventa y principios del dos mil. Entiendan que nosotros adoptamos la tecnología. Ellos se criaron en ella". Silencio repentino. El colega de inglés seguía pensando, cavilando aquella analogía musical. Por mi parte, la pregunta sobre la generación aún insistía. La paráfrasis a Bane en El caballero de la noche asciende era buena, pero no lo suficiente. La duda generacional no quería ser resuelta, sobre todo al leer que un tal Neil Howe, en su libro sobre el ascenso de los Millenials, consideraba que la línea divisoria entre estos y la generación Z era solamente tentativa. Pues con estas cavilaciones sin resolver se cerraba la discusión. El timbre no paraba de sonar, anunciando que este trío de profesores milénicos debía sí o sí volver a la realidad de la sala de clases, ese amasijo generacional todavía sin un horizonte ni una cancha completamente definida. Puede que sea finalmente aquella indefinición generalizada la virtud o la maldición de nuestras luminarias, su placebo existencial o su piedra en el zapato.
Copiar
-Profe, pero si hasta los parlamentarios copian y a ellos no les dicen nada. ¿De pronto somos menos cosa que ellos?
-No se trata de eso. Es solo que no sea como los parlamentarios. No siga su ejemplo. Sea más honesto, y diga que no sabe nada. Así de simple.
-Entonces, si estamos con esa ¿de dónde saca usted material para las guías y las actividades?
-....
-De internet, pues. Pero se edita para hacerlo más ameno.
De pronto la clase misma se volvía una discusión meta metodológica, un ejercicio de sinceramiento y de revelación entre quién copiaba y se hacía el leso y quién tenía las agallas suficientes para confesarlo.
Godard decía respecto al cine: “No se trata de donde sacas las cosas, se trata de hacia donde las llevas”. Aplicaría también esa declaración a la propia pedagogía.
"Cabros de mierda". La mirada del joven misionero tomado por cura rojo vendría siendo la misma mirada de la cámara capturando la memoria histórica. Ojo creyente, ojo testigo. Su fe -en la película- se expresaba más a través de la lente de la cámara que a través de la propia palabra. Y la mirada de la chica pobladora, tomada por comunista y terrorista, vendría siendo la propia mirada cruda, desnuda, sin otro filtro que su deseo y su realidad, la misma que tentaba al misionero para abandonarse al placer y a la vez desafiaba el horror de la persecución de cara a la muerte. Un decente Daniel Contesse en el papel del "cura rojo". Una estupenda Nathalia Aragonese en el rol de la Francesita.
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