"Este mundo es de los vivos". Sabias palabras de un ex compañero, y lo curioso es que no se refería a los vivos de vida sino que a los vivos de astucia, de ingenio. A los "pillos". (Porque sería demasiado utópico afirmar que el mundo fuera solo de los vivos de vida y nada más).
lunes, 19 de septiembre de 2016
Highway Chile
Dice el mito que el tema Highway Chile de Jimi Hendrix lo escribió en alusión a un supuesto viaje psicodélico del rockero durante el verano del 67 en la ciudad de Antofagasta. Sin embargo, Chile es solo la deformación de la palabra Child (chico o hijo) en inglés. La canción originalmente sería en español "El chico de la carretera" y no "carretera a Chile" como se ha pensado hasta el momento. Hendrix, de todas formas, colocó la palabra Chile porque la parecía más auténtico dejarlo así que corregir la palabra. Se desmiente entonces una gran fábula melómana en torno a una conexión musical del guitarrista con estas latitudes. Pero eso no quita que la fábula, con toda su imaginería, siga sonando "cool". Seguirá en el imaginario aquel tema compuesto por Hendrix refiriéndose a Chile. Y lo seguiremos escuchando con esa idea aunque sea falsa. Porque a veces la ficción resulta más inspiradora que la verdad. Porque la música misma, así como el sentimiento nacionalista, se valen también del mito. Y está claro que Hendrix sí lo fue.
sábado, 17 de septiembre de 2016
Qué será de aquellos proyectos a medio camino que se nos ocurrían en voladas de esparcimiento, aquellas ideas locas que terminaban en pasillo pero que nunca se concretaban, aquellos planes de cambiar el mundo que nos asaltaban entre trago y trago una noche cualquiera. He pensado que quizá las mejores ideas casi siempre vienen de improviso, y para colmo, también se terminan esfumando de improviso. Son como esas personas que conoces un día de celebración y con las que se habla con tanta confianza que parece que te hubiesen conocido de toda la vida, pero que al día siguiente recuerdas con recelo y con cierta extrañeza y certeza de no volver a verlas jamás. Por eso mismo le guardo cariño a todos esos proyectos, ideas, planes irrealizables. Porque guardan la pureza de aquello fugaz. Porque no pretenden ser otra cosa que lo que son. Porque quizá sean lo más cercano a un hijo que se pueda tener, pero solamente que un hijo abortado a tiempo, antes de ver la luz, antes de hacerse realidad y someterse al arbitrio y degradación del mundo. Así que un saludo por nuestras ideas imposibles. Un salud por nuestros hijos nonatos. Un salud por todos nuestros fracasos. Y un salud también por esa idea imposible, por ese aborto, por ese fracaso llamado Chile.
viernes, 16 de septiembre de 2016
Sé de antiguos compañeros que siguieron la senda esperada después de haber egresado, orgullosos de haber comprado con su sueldo de profesor sus primeros "bienes" materiales. Uno decía estar contento por haber comprado su primer refrigerador. Otro por su primer LCD. Casi como si se tratase de hijos adoptivos o de alguna clase de fetiches personales. Al contrario de ellos, mi nivel de desprendimiento ha alcanzado límites sospechosos. Todavía arriendo. Y lo propio casi se ha reducido a la ropa, el notebook y la biblioteca. Ya casi olvidando la deuda millonaria que pesa sobre la conciencia, y que se olvida y se vive a pesar de ella como si no estuviese cuando en realidad sí lo está, paso los días solo deseando salir mentalmente ileso del trabajo, tratando de no desperdiciar la próxima idea a ser escrita, y los fines de semana, gastando lo poco que gano en libros y en juerga, buscando hacer buenas migas con algunos amigos y ojala por ahí conociendo una que otra cristiana con la cual sobrevivir la noche.
jueves, 15 de septiembre de 2016
Detrás de la Iglesia Sagrados Corazones, en la salida que da a Avenida Colón, un grupo de gente, en su mayoría ancianos y ancianas, y algunos otros de mediana edad, haciendo una fila para la entrega de almuerzo solidario. Vi el menú. Una ración de fideos con salsa y ensalada, envuelta en un papel plástico. Lejos de producirme compasión, la escena parecía sacada de una escena de realismo italiano, literalmente. Había ahí realidad en toda su crudeza pero también un poco de la picardía que vacila inclusive una situación de hambre. Alcancé a escuchar a uno de los viejos en la fila. Le dijo a otro: "¿Y por qué mejor no comemos empanada, si es 18?". Aquel le respondió: "Tranqui. Deja la empanada pa la noche mejor". Risas. Lo hilarante de la situación desde lejos podrá parecer patética, pero en realidad te interpela, porque en el fondo uno mismo no es sino un mendicante, quizá no afuera de una iglesia en espera de comida, sino que en las afueras de otras puertas: del trabajo, de los amigos, de la familia, mendicante de dinero, de vida, de aceptación. Tenemos hambre de otras cosas, la diferencia es solo de grado. Lo que demuestra la risa de esos viejos que bromeaban sobre el doble sentido de la empanada era el absurdo del hambre, que tiene mucho de tragicómico. El absurdo que nos constituye pero que a la vez nos saca en cara nuestra insignificancia. A modo de agradecimiento no nos queda otra que devolverle una carcajada y seguir brindando.
miércoles, 14 de septiembre de 2016
Deserción
Hoy falté a clases. Lo raro es que en calidad de profesor. Aviso previo. Por motivos que no expondré por acá. Se siente extraño faltar a clases siendo profesor. Pero la sensación de regocijo persiste. El ocio aflora espontáneamente. Diecisiete años de educación no pueden combatirlo. Sin embargo, por esas cosas de la vida, me encuentro con dos estudiantes en la calle. Primero, con una ex alumna del colegio pasado. Me pregunta qué hacía por esos lados. Le digo, a modo de broma, que hice la cimarra. Ríe. Vive cerca de donde andaba. Fue inaudito encontrarla ahí, precisamente un día sin clases, en circunstancias de que, la última vez que supe de ella. andaba fuera del país. Luego, en la otra esquina, un par de minutos después, me encuentro con un alumno del segundo ciclo del instituto. No sabía que había faltado a clases, puesto que él también faltó. Me preguntó, al igual que la otra chica, qué hacía por esos lados. Esta vez cambié la versión y le dije "trámites". Seguimos caminando hasta llegar al paradero. Preguntó qué se haría el viernes. Le dije que no habrá clases, sino que actividades. Su sonrisa corta de pronto se abrió. La mía, al pronunciar la palabra actividad, también. En la esquina contigua al paradero toma otro rumbo y se despide. En resumidas cuentas, ninguno de los dos alumnos supo sobre mi falta. La sincronicidad del ocio tiene su misterio. Si hubiese ido a clases no hubiese hecho ese recorrido, no me habría encontrado con esos alumnos, y mucho menos hubiese escrito la anécdota. Cada paso, por falso que sea, tiene su secreto. Escribo esto en el fondo como una prueba de que, en un día en apariencia desocupado, la sombra de la actividad te continúa siguiendo. Los estudiantes, a su modo, también debieron sentirse sorprendidos de encontrarme fuera de clases. Debieron preguntarse cómo alguien como el profesor puede hallarse en esas circunstancias. Recuerdo que el alumno al oír la excusa de la inasistencia, dijo sin más: "Lo entiendo. Suele pasar". No hay forma de que la rutina salga invicta. Siempre se acaba escapando o, en su defecto, resistiendo. La deserción tiene su propia narrativa fugitiva.
lunes, 12 de septiembre de 2016
El Dj
Memoria melómana: Un día en la pista de baile, pasada la medianoche, el dj tocó la intro de Welcome to the Jungle, reversionada en un mix festivo. Sorpresa, suspenso y silencio inmediato. Simulaba la antesala y luego el remate a la fiesta. Nadie entendía nada, aunque el ambiente seguía encendido. Ese solo momento fue memorable por inquietante. Luego, en otra ocasión, la intro de The Final Countdown de Europe. Los asistentes no comprendían la excentricidad del dj, pero la intro tuvo el efecto que la noche le inyectaba. Después de ese arranque rockero, la fiesta tuvo el efecto extático esperado. Era netamente la previa, la inyección necesaria de decibeles, de energía, para el desenfreno posterior. El dj como el genio de la mezcla, paseándose por los estilos como si fuesen groupies, para dar con el color y el ritmo preciso. Otros ponen la plata, él simplemente pone la música. Hace de lo que le rodea una orgía de sonido. Para él todo se resume al remix. Su filosofía parece decir: La vida que vivimos no es sino un remix de si misma.
El cielo de la casa
La semana pasada, tarde noche, se caía parte del cielo del living de la casa. Se veía venir: para el invierno el cielo se hallaba humedecido, cayendo goteras sobre la mesa. Pero esta vez no aguantó más y el cielo se cayó a pedazos. Al menos no totalmente. Nuestro arrendador dijo, a modo de consuelo, que nadie salió herido, porque si eventualmente alguien hubiese pasado por debajo en el momento de la colisión “otro gallo hubiese cantado”. Me levanté a ver qué pasaba. Me temía el estruendo desde otra casa. Me temía incluso un hecho de sangre en el piso de arriba. Pero era inevitablemente dentro. Vigas vencidas, yeso y mucho polvo sobre el sillón de la casa. “Fatiga de material” afirmamos con los inquilinos. Sacamos las ruinas y las echamos al basurero de la calle. Barrimos el resto de polvo que quedó tras el desastre. Le dimos finalmente pie a la noche, para pensar en rearmar el cielo al otro día. Se colocó por mientras una cartulina blanca sobre el agujero del cielo, como medida de emergencia para disimularlo. El arrendador dijo que el Lunes siguiente vendría el maestro a reparar el cielo y ponerlo todo en su lugar. Por supuesto, después de cotizar el costo de su reparación. Hoy llega el maestro con un ayudante a retomar la labor prometida. Yo llegando recién de trabajar. En la pieza, en medio de la conversación, escucho sin querer una frase involuntaria: “Toda estructura tiene su cielo. Si el cielo cae pero la estructura es firme, puede volver a levantarse”. Fui a ver el trabajo que hacía el maestro. Emparejó toda la zona del techo que se hallaba vulnerable, para luego colocar vigas y planchas nuevas. Hablé con el maestro respecto a los materiales y a la duración del trabajo. Saqué a colación la frase que escuché. Dijo que era cierto, que el cielo puede caer pero la estructura no. Fue inevitable el alcance filosófico de su afirmación. Al rato después, pedía permiso para ir a almorzar. Él llamaría en cuanto se desocupara, para seguir con su labor de levantar el cielo. Me queda dando vuelta la frase. La labor del maestro, del trabajador manual, demasiado subvalorada teniendo en cuenta lo que tiene en juego. La seguridad de la casa. La exposición de lo interior. El trabajador manual, a su manera, filosofa con las manos. Sabe que tiene el cielo de la casa en sus manos. Que sin estructura, todo, incluyendo el cielo, puede caer irremediablemente. Aplíquese eso a la vida. Cualquier cosa sin estructura, incluso nuestro propio horizonte existencial, puede hacerse añicos. Lo irónico es, sin embargo, que nada nos asegura su permanencia. Fatiga de material de la vida. El techo podría ser arreglado, pero la memoria de la ruina permanecería. Justo en el momento en que se iba para almorzar, el maestro dijo, a modo de broma: “Cuiden su cabeza, que algo puede caer”. Deja los materiales para la futura reparación del cielo y se marcha. Le doy el número para cuando se digne a regresar. El gran agujero del cielo luce tan simétrico que hasta adquiere belleza. Es preciso, a veces, que algo se caiga para verlo como es realmente. El desastre es, después de todo, solo otro orden posible por venir.
viernes, 9 de septiembre de 2016
Apocalipsis pedagógico
El profesor de matemáticas hoy en la oficina, a propósito de nada, comenzó a hablar sobre el fin de los tiempos. Estaba convencido de que existen pruebas rigurosas, inclusive científicas, de que las profecías al respecto no fallan. Se refiere por ejemplo a la asunción de Obama como el "papa negro". Y luego de eso, su responsabilidad directa sobre la llamada Tercera Guerra Mundial. Cosa que, a su juicio, no ha sido declarada, al menos no oficialmente. Se refería también a las profecías de Nostradamus respecto a la situación insostenible del planeta y de la humanidad. Uno de los síntomas que advertía dentro de su charla era la futura miseria global que esa guerra provocaría, y que haría que los gobiernos mundiales se vieran obligados a subir los impuestos, lo que provocaría un colapso en la bolsa y una especie de catársis colectiva. "Es más difícil escapar de los impuestos que de la muerte", dijo entre sí como parafraseando a Benjamin Franklin. De pronto toda la oficina del instituto se volvía una especie de Salfaterama. Sin embargo, no dejaba de sonar inaudita la convicción con la que el profesor hablaba sobre el tema apocalíptico. Aclaró de antemano que no tenía nada que ver con la postura evangélica. Defendía su postura científica, matemática a ultranza. "Este es un tema serio", replicaba a cada rato. Uno mismo y las secretarias nos encontramos absortos en ese discurrir, mientras se dejaba sonar el timbre de forma misteriosa. El timbre para volver a clases. Algo parecido a la trompeta del apocalipsis. El juicio final en menor escala es lo que se vive con los cabros día a día. Tratando de forzar el curriculum a sus necesidades. Instaurando disciplina donde nunca la hubo. Un caos incontrolable a ratos, pero hermoso, al fin y al cabo. Es la única trinchera del profesor, pensé. Aunque acabe el mundo, una ética inexplicable le impide dejar la clase botada. Algo le impide dejar a sus estudiantes a la deriva, aunque el cielo mismo se estuviese cayendo a pedazos, aunque la bolsa de china desequilibre toda la economía, aunque los propios estudiantes se volviesen locos de remate. Tienen su propio apocalipsis pedagógico, día a día, dentro de su conciencia. Esa es su forma de desafiar la historia.
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