viernes, 9 de septiembre de 2016

Ximena Rivera, póstuma

Ximena Rivera ayer en el documental durante la presentación de su obra póstuma: “La poesía, como cualquier acto de lo humano, es un acto de fe. A veces, un gran pensamiento también es un acto de fe". Por supuesto, no se trata de la fe en sentido religioso, sino que en el sentido de arrojo, apuesta, posibilidad. Sin embargo, sus dichos son la única forma en la que concibo, a estas alturas de la vida, tener fe.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Nudo gordiano.

Durante toda la mañana, tuve un problema de certificado de seguridad para ingresar a facebook, youtube y otras páginas de películas en línea. Terror puro. Al desconocer esa clase de problemas, me temí que era el antivirus desactualizado o incluso la intromisión de alguna red pirata. Volviendo de clases, consulto con los de la casa. La paranoia se manifiesta. Sospecho de alguno de ellos que haya querido hackear mi actividad de navegación. Para qué lo harían, pensé después. Mucho Mr Robot. El loco de la casa me recomienda que deje la red en doméstica y no en pública. El problema persiste. Cambio la http de las páginas. Aún continúa el odioso mensaje de invalidez. Corto por lo sano, y voy al técnico (el mismo al que le compré el equipo en que me conecto a diario, y escribo cosas como esta). Le muestro capturas de pantalla sobre los problemas de certificado. Me dice que el problema no pasa por el equipo ni nada por el estilo, sino que directamente por la red inalámbrica de la casa. De forma inaudita, entonces, regreso a la casa. Desconecto el router para volverlo a instalar. Dejo que carguen las luces. Prendo el notebook y configuro la red privada. Entonces reinicio la navegación y ¡eureka! problema resuelto. Era de vuelta a nuestra célebre comunidad virtual. De vuelta a nuestra ventanita digital. De vuelta a nuestra seguridad posmoderna. Lo más curioso de todo era que el problema fue un auténtico nudo gordiano. Solo hacía falta una especie de pensamiento lateral, y cortar el nudo sin llegar a desamarrarlo. A veces solo hace falta desconectarse del sistema y no enredarse infructuosamente en él para propiciar un nuevo comienzo.

martes, 6 de septiembre de 2016

La polera de Vesta Lugg

Lo que me apasiona de esta clase de debates inútiles y faranduleros (Vesta Lugg usando una polera de Iron Maiden) es la fauna humana que comienza de inmediato a definirse de acuerdo a sus posturas. Están lo que dicen no interesarle, pero que mienten porque de lo contrario no se molestarían en comentar la noticia. Y, por supuesto, están los que toman partido por ella, asumiendo, por un lado, una postura de rechazo al hecho de que una mina de la tele (con el estereotipo femenino de chica superficial) use una polera de una famosa banda de metal (que a su vez viene con el estereotipo metalero de rudeza y de carácter sectario); y, por otro lado, defendiendo el hecho de que incluso alguien como ella tenga la libertad de usar la polera que quiera, independiente de si ella no conoce nada respecto a la banda y no comparte el universo simbólico que la banda de su polera representa. Se deja ver una pugna ideológica entre los que se aferran a una ética rockera demasiado dogmática (por supuesto, falaz, rozando lo infantil), que separa de inmediato a quienes (según ellos) no son dignos de llevar el logo de sus ídolos; y entre los que defienden la idea posmoderna de una libertad de elección basada en criterios que rozan la demagogia y el relativismo. Ambas posturas, a mi modo de ver, son demasiado radicales. Parece mucho más simple de lo que se cree: la mina escogió esa polera solo por el gusto de usarla o para llamar la atención del público. Que guste de la banda o que la conozca es, en esos términos, irrelevante, así como también lo es que ella (y no otra) sea quien la use. Se ataca, en ambos casos, una idea imaginaria. A mi modo de ver, la mina simplemente se ve bien. Y punto. Aunque es imposible obviar la pugna ideológica porque tanto la mina como la polera están cargadas de símbolos. Si tuviera que tomar partido me inclinaría definitivamente en su defensa. Y, por lo mismo, ojala que más chicas se lucieran y usaran las poleras de nuestras bandas favoritas.


Cuando chico me imaginaba que al salir del colegio para ingresar a la universidad podría recién comenzar a vivir esa vida loca que todos los pendejos de esa edad ansían. Un remedo de la vida de un libertino. De la vida de un soñador inexperto. Lo mismo me imaginé durante la universidad, solo que esa vez creía que al salir tendría la libertad y la plata que tendrían mis padres. (Que tampoco era mucha, dado el inconveniente de mi nacimiento). Ahora que me encuentro relativamente libre, solitario en la pieza que arriendo gracias a la profesión que elegí a regañadientes, escucho música hasta tarde por gusto, dejo el programa word abierto por inercia, pensando en la rutina de mañana, pensando en mi próximo paso en falso en el amor, haciéndome exactamente la misma pregunta que me hago repetidamente hace veintiocho años. A eso se resume a veces la llamaba libertad, a un sentimiento de inconformismo trasnochado, que se cree superar nada más llegado el amanecer.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Prevencionistas

Mi viejo ayer conversaba con el que fuera su mentor en Prevención de Riesgos. Su maestro zen en el ámbito de la prevención. Lo ayudaba con unos procedimientos y reglamentos, mientras conversaban sobre sus avatares laborales. En una de esas, el maestro soltó una frase de antología: "El accidente ocurre cuando se deja de pensar". Se refería en específico a los incidentes que, por menores que fueran, constituían un potencial accidente si no se reflexiona sobre ellos. Dicho de otra forma: el accidente es la consecuencia de un incidente en la realidad sobre el cual no se piensa o no se ha pensado lo suficiente. El maestro ponía por ejemplo el ámbito de los trabajadores de la mina del Norte. Su minuto de esparcimiento dentro de los clubes nocturnos se desarrollaba casi de forma anárquica, sin una fiscalización ni una protección adecuada. Los trabajadores prácticamente olvidaban toda la normativa de seguridad cuando se trataba de sexo y de alcohol, (se veía sobretodo en la escasez de profilácticos, y además en el consumo etílico de conductores que al otro día llegaban con la caña) propiciando precisamente la aparición del riesgo. En definitiva, independiente de su libertad fuera de la pega, los trabajadores no habían pensado ni reflexionado sobre la posibilidad del riesgo inclusive en su sagrado momento de ocio libertino. Mi padre destacó por un momento, a raíz de esa anécdota, el alcance humanista de la profesión. "No todo parece ser, en este ámbito, cálculos, fórmulas, medidas. Reglas y leyes". También influye mucho el pensamiento en esto. La psicología. La moral. El caos del ámbito que se intenta preservar y controlar. ¿Y si entonces, (siguiendo el alcance filosófico de la Prevención de Riesgos), el propio mundo que uno conoce fuese solo un incidente sobre el cual no se ha reflexionado en demasía, con el peligro de volverse un accidente por desconocimiento? ¿Y si todo lo que hacemos redunda finalmente en este vaivén entre incidente y accidente, y el pensamiento entre ahí para prevenir el riesgo de caer en el caos de la indeterminación? Pese a esto, la sentencia breve y serena del maestro continúa imperturbable: "El accidente ocurre cuando se deja de pensar". Sin embargo, la realidad misma, al fin y al cabo, ha demostrado desmentirnos continuamente, elevando el riesgo a categoría existencial, para hacernos ver lo inútil que resulta intentar controlarlo todo, y caer en la cuenta de que todas nuestras acciones pueden, sin la suficiente voluntad, volverse un accidente riesgoso pero enigmático.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Un chico del primer ciclo que había faltado el Miércoles, llega con evidentes cicatrices en el ojo y los labios. Se le pregunta qué le pasó. Dijo que se había metido en problemas, y que tuvo que recurrir al "boxeo". El chico finaliza sus dichos concluyendo: "así es la vida". No dice nada más. A todas luces, no quería hablar del tema. Sabe que lo que le ocurrió fue demasiado personal. Intuyo también que así fue, solo por su kinésica. Los motivos y circunstancias que esconden una cicatriz, hay ahí literatura suficiente para llenar todo un curriculum. A ratos toda la educación conocida, o, en su defecto, toda la literatura posible, se resume simplemente en indagar el origen de nuestras heridas cotidianas.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Jefatura

Llamada incógnita después de la clase de la tarde. Llaman del instituto donde enseñaba antes. Requieren que firme un acta de notas finales del primer semestre. Me quedo conversando con la jefa de carrera. El tema se desvía de lo netamente académico y burocrático, siendo este casi una excusa para hablar de nuestra experiencia estoica como profesores. Ella también trabajaba en un 2 por 1, claro que en uno de gente mayor, adulta. Era en un lugar apartado de Limache. Dice que incluso, en una de las clases, hubo motines y balacera por una redada bastante confusa. Educación en medio de la trinchera. Coordenadas de violencia. Le cuento que mi realidad tampoco está del todo alejada. Los cabros, en su mayoría, vienen de sectores vulnerables, adjetivo un tanto ambiguo para hablar de una verdad que nos afecta a casi todos. Vulnerables en el sentido de estigma. En el sentido de herida social. Ella explicaba su crisis personal, a raíz de lo ocurrido en aquella redada, para luego derivar en la parte de la carrera que tanto amaba, durante el día, para ejercer la pedagogía de forma secreta durante la jornada vespertina. La pedagogía se vuelve así el trabajo sucio que unos pocos "elegidos" ejercen de forma inclusive picaresca, para aquellos y aquellas que ya sintieron el viento frío de la vocación. Sin embargo, dice orgullosa que después de ese viento viene el lugar donde se observa todo con panorámica y perspectiva: el lugar de la jefatura, la bendita oficina en la cual se ostenta cierto poder, pero en la que también se padece cierto inmovilismo, donde se dejan caer sarcásticamente las necesidades y problemas de todos, confluyendo en un solo cauce aparentemente uniforme. Siempre odié esa clase de trabajos. Nunca tuve pasta de lider. Y no tanto por inseguridad, sino que por una convicción individualista. Simplemente detesto la idea de ejercer control sobre otros. Mi idea de ser profesor dista mucho de ese concepto. Pasa más por una cuestión horizontal que vertical. Porque siempre detrás de cada trabajo ruge un impulso inconciente. No se puede dejar de ser uno mismo sin sonar impostado. Se viste uno con el traje de la autoridad, para luego acabar vendiendo una imagen, una con la cual se disfrazan las trancas y se pone a prueba el carácter. De todos modos, la jefa de carrera quedó de integrarme a la planilla docente del próximo año. Nuevamente, el contacto y la comunicación hacen lo suyo. Es el momento en que debería sonreír. Una promesa de seguridad. El jodido orgullo de trabajador. Te llena de expectativas. Te llena de pega para convencerte de que siempre se puede, a costa de uno mismo, ser parte de una red infinita, aun no sabiendo, a ciencia cierta, hacia donde te conduzca. Aun intuyendo que tras el menor error todo puede concluir de forma abrupta. A modo de incentivo, entonces, ella me ofrece un dulce. Se despide de manos y dice: “bienvenido a casa”. Una frase optimista pero a la vez extraña, sella finalmente el desafío. Continúa con lo suyo y atiende el teléfono. La puerta de la oficina se cierra sola, como prueba de que no hay pase de vuelta.

miércoles, 31 de agosto de 2016

Voy a la cocina y todo el departamento repentinamente oscurecido. No se aprecia nadie de al fondo. El calefont corriendo y el agua dada del lavaplatos. Debe ser ella, pensé entre mí, la única vecina del departamento, aquella. Prendo la luz y el piso de la cocina inundado por completo. Sucede porque el lavaplatos se tapa de comida, y el sistema para el agua caliente obliga a dar la llave del lavaplatos para que funcione el calefont. Salgo por un momento y vuelvo a la pieza. Cuando regreso a la cocina, estaba ella secando el piso. Pregunté cínicamente qué había pasado, aun sabiendo de antemano qué pasaba, para iniciar conversación. Dijo medio enojada que había olvidado destapar el lavaplatos para dar el agua caliente, que por eso estaba todo repleto de agua. Le expliqué que es preciso siempre destapar el lavaplatos antes de bañarse, porque sucede lo que sucedió hace un momento. Dijo que se le había olvidado, y que iba a hablar con el arrendador, porque no cuesta nada, de acuerdo a sus palabras, contratar un gasfiter y arreglar esta cuestión (sic). Se le notaba medio urgida, por la prisa que tenía en salir (acostumbra a salir los miércoles de noche). Le ayudo a abrir la ventana de la cocina para ventilar y ayudar a secar. Agradece sin más y regresa a su habitación. Se aprecia todavía un pequeño reflejo en el piso. Se alcanza a vislumbrar una sombra de alguien, ya no sé si de ella que se aleja o de yo mismo que sigo como idiota estático en la cocina. Lo único que ha sido testigo, al fin y al cabo, de nuestra efímera sociedad: el reflejo del agua que se desvanece de ventana hacia la noche.

martes, 30 de agosto de 2016

Distopía Pokemón

Imagino por un momento un futuro distópico en el que los pokemones, luego de romper con la virtualidad a partir de un misterioso hackeo al juego, logran invadir la tierra y atrapar a los seres humanos en pokebolas para conquistar el mundo, liderados por el pokemón más poderoso: Mewtwo. Entonces, un grupo de programadores anarquistas busca el origen de aquel hackeo responsable del fin de la humanidad, y emprenden una misión para revivir al pokemón legendario, Mew, mediante una maniobra cibernética, con el fin de hacerle frente al líder de los pokemones y volver a encerrar a las criaturas en el mundo virtual del cual nunca debieron salir. Sin embargo, se darán cuenta, al final, que Mewtwo solo era el eslabón de una cadena de poder mucho más grande. Ficción o realidad, he ahí un argumento para una serie o una novela cyberpunk.

lunes, 29 de agosto de 2016

En la mañana para tomar la micro a clases, una chica delgada, rubia lisa, con un abrigo blanco, seguramente estudiante, comenzó a alegar contra el micrero que no le pasaba el boleto que le correspondía a pesar de pagar con tarifa rebajada. La micro en cuestión iba llena. Solo me percaté de cierta parte de la discusión. El micrero no emitía ninguna razón demasiado elaborada a excepción de un par de exabruptos. Se dejaba intuir fácilmente su incomodidad. Los pasajeros, por su parte, impertérritos, no atendían el pequeño incidente. Se les veía absortos en sus respectivos asuntos. La chica le reprochaba al micrero que estos suelen ser demasiado arbitrarios, dándoles más preferencia a amigos y conocidos. En cambio, parecen “patear la perra” (sic) cuando se trata de pasajeros con beneficios, como si ellos tuviesen la culpa de un servicio y costo que el propio Estado subsidia. Más allá de estas razones a simple vista habituales, la reacción de la chica fue completamente serena, inclusive algo flemática, casi como si estuviese monologando con el micrero en disparidad de temperamento. La chica defendía algo lógico: la exigencia del boleto como seguro de vida. (Yo casi nunca le presto la debida atención al boleto. Incluso hay veces en que pasa un sujeto a pedirlo puesto por puesto, y me veo en la penosa necesidad de buscarlo y revisarlo, rozando la desesperación por tener que volver a pagar la tarifa completa). La situación esa vez, sin embargo, fue única, porque el contraste entre los implicados era demasiado evidente. El micrero, que se supone lleva el control, lucía fuera de sí, cerrado en si mismo, inclusive de mal aspecto y de mala gana. La chica, en cambio, delicada, tranquila, completamente sujeta (como el resto de nosotros) al arbitrio del chofer y al destino de la máquina, lucía más íntegra, aunque sin ocultar la molestia por el impasse. Cuando hubo terminada la discusión, y se manifestaba una tregua silenciosa dentro de la micro, le cedí un asiento vacío a la chica como premiándola por su reacción, pero también, inevitablemente, como una forma de demostrar galantería disfrazada de amabilidad. El típico gesto de civismo al interior de la micro que en realidad esconde una que otra intención. Ella sin más dijo que no, y dio las gracias. Entonces sonrío y me doy la vuelta. Bajando de la micro, posteriormente, ella continúa su recorrido. Se aleja sin rumbo conocido. Reviso el bolsillo de la chaqueta para ver si guardaba todavía el boleto. Y ahí estaba, todo arrugado, por el vaivén del viaje. Un miserable trozo de papel por el cual, sin embargo, uno parece jugarse la vida entera. Y por el cual la belleza, a veces, parece desafiar la falta de orden.