martes, 26 de abril de 2016

Camino a lo inexorable


A modo de repaso para la prueba de mañana, los del segundo ciclo tuvieron que leer un mini ensayo sobre el amor llamado "Camino a lo inexorable". Escrito por una tal Macarena Núñez. Uno de los alumnos, extrañado, preguntó si había que analizar la tesis o simplemente ofrecer una lectura subjetiva del ensayo. Si acaso eso respondía al requerimiento de la prueba en relación al ensayo como género híbrido, tanto expositivo como argumentativo. Ese mismo chico, después del repaso y durante el desarrollo de la guía, se mostró esa vez poco entusiasta con el texto y dijo sin más: "¿Tiene que ser necesariamente el tema del amor? ¿Tiene un ensayo que hable sobre otra cosa?". Le pregunté si acaso su falta de disposición tenía que ver simplemente por una cuestión de intereses o por algo personal con respecto al amor. Dijo que era una mezcla de ambos. Que el tema del amor literalmente lo agota. Que junto con eso, el texto mismo, en cuanto género de ensayo sobre el amor, lo cansa doblemente. Un problema de interés lector y sentimental. Uno, de acuerdo a este chico, como consecuencia del otro. Ante su inquietud, traté de ser honesto, empatizando, y le repliqué que el tema del amor también me parecía manido, y algo personalmente delicado, pero por eso mismo resulta interesante para ser comprendido mediante el texto con una visión femenina. El cabro responde algo inesperado: "resulta que solo lo he leído (el amor) pero no lo he visto. Por eso quiero dejar de leerlo para comenzar a verlo". La lectura desencantada y prematura del cabro. Desde ya inquieto por algo que no logra comprender del todo. Al igual que uno mismo, su profesor. Pensé que si tuviera que comenzar a dictar lecciones en el tema, me encontraría completamente desarmado, falto de recursos y de pedagogía. Con lo único que contaría para esos instantes sería con la capacidad de improvisación y con unas cuantas historias desafortunadas entre los bolsillos. También con algo del vuelto invertido en citas y salidas que no fructificaron. Esa, la experiencia subjetiva del sujeto, por inútil y desafortunada que parezca, ya forma parte del misterio y la iniciación del amor. Ya lo ha cautivado aunque solo su discurso se vuelque contra si mismo. 

Esa vez una chica, cerca de nuestro inquieto alumno, que había escuchado su parlamento, le dijo a este: "Le dai color. Cuando te enamores de verdad no dirás lo mismo". Incidentalmente, en el ensayo a trabajar la autora habla sobre el enamoramiento incluso como un fenómeno aislado: "está bastante lejos de ser inocuo (...) lo arrastra a uno a un estado de ensueño y de júbilo inexplicable que suele terminar en una melancolía abrumante pero también en una promesa por venir". La chica leseaba al cabro con el enamorarse como algo que no se elige, sino que como algo invasivo que se suscita sin previo aviso. El cabro por su parte insistía en su falta de interés y en su aversión al concepto, ahora potenciado por el leseo de su compañera. Genera un mecanismo de defensa a raíz de su incomprensión. Mientras más es leseado más se defiende, ahora incluso con esa interrogante sobre el enamorarse planteada por su compañera para darle a entender que todavía no logra comprender la dimensión del tema abordado. Como agente imparcial en la sala de clases, planteaba únicamente el análisis de las partes del ensayo y preguntas de comprensión lectora relacionadas con cada párrafo. La pequeña discusión a raíz de la inconveniencia del tema surgió como una pequeña digresión al plan. La chica no volvió a pronunciarse sobre el tema. El enamoramiento era su arma para burlarse de la desilusión del cabro. Quería decir en el fondo: “Sigue así. Tarde o temprano te enamorarás. A todos les toca. Así que prepárate”. El chico en cambio, en realidad continuaba deseante pero quizá decepcionado por ese concepto todavía oscuro. Por su incapacidad de comprenderlo, y aun por su incapacidad de darlo y recibirlo. Quizá, después de todo, no basta con comprender ciertas cosas. Como intuyendo la frase de Pessoa, el alumno parecía pensar: “Para comprender, me destruí. Comprender es olvidarse de amar". Quizá solo haga falta perseverar en la incertidumbre. Incólumes ante los grandes temas, el hombre y la mujer indiferentes simplemente viven y funcionan. Es la inquietud y la perplejidad la que los hacer ser otra cosa distinta de sí mismos.

domingo, 24 de abril de 2016

Comentando la anécdota de un amigo: "Si te fijas bien, los pocos aciertos en el amor, en el trabajo y en la vida en general solo son algo así como destellos. La mayor parte del tiempo lo único que hacemos es dar palos de ciego; tantear posibilidades o vivir alguna clase de tregua temporal. Lo definitivo parece que se demora. O llega tarde. O definitivamente no llega. No sé. Es una rara mezcla de envidia y miedo a la legendaria frase "para siempre".

sábado, 23 de abril de 2016

Libros

El libro todavía como una posibilidad. O como una utopía para los más románticos. Borges lo consideraba como un algo inconmensurable y por eso, relegado al papel de la memoria. En su relectura de los clásicos, que abominaban de la escritura como "algo muerto", Borges dignificaba el libro en cuanto aparato de la imaginación. Mallarmé, con cierto ímpetu y a la vez idealismo, decía que "el mundo fue hecho para dar lugar a un libro hermoso". El Libro con mayúscula. El sueño del poeta. Hoy por hoy, esa visión del libro se ha visto fragmentada, con la desmaterialización del texto en su dispositivo tecnológico.

Leí recuerdo, por ahí (y claro está, en un archivo digital googleado a la mala) un artículo sobre tres visiones modernas acerca del libro. Una de ellas hacía referencia precisamente a Mallarmé y su "Libro total". Otra de ellas, la segunda, tenía relación con Borges y su tan preciada visión enciclopédica del mundo y de la historia. El mundo y la historia como una gran biblioteca. Inclusive el paraíso. La última visión, la más escéptica sin duda, venía dada por Lovecraft. El libro como el umbral hacia lo desconocido, aquello que los hombres solo pueden intuir mediante su precario lenguaje verbal, pero que en el fondo desata realidades que escapan a su razón.

Descubro, por otro lado, y también mediante el aparato virtual, un pequeño ensayo de Gabriel Zaid llamado "Los demasiados libros", en el que hace patente que en la actualidad el libro se ha convertido en un fetiche. De la mano del mercado, ha perdido quizá ese carácter exclusivo, sagrado, y total, planteados por Borges y Mallarmé, respectivamente, y ha devenido un engendro técnico producido en serie y a gran escala. Solo basta pensar en la inmensa cantidad de libros de todos los temas y estilos que año a año, incluso mensualmente, ven la luz como si en lugar de conservar a mansalva cierto patrimonio perdido se estuviese dando lugar a una profusión muchas veces irracional: "La humanidad publica un libro cada medio minuto. Suponiendo un precio medio de 30 dólares y un grueso medio de dos centímetros, harían falta 30 millones de dólares y veinte kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de la biblioteca de Mallarmé, si hoy quisiera escribir: La carne es triste, ¡ay! y ya he leído todos los libros".

Es una tarea titánica, por no decir ambiciosa, disponerse a leer todos los libros que uno quiere, y eso, además considerando el factor citado antes, resulta francamente ridículo. Pero ¿acaso no es esa pretensión ridícula de la lectura obsesiva la que nos apasiona? La lectura siempre vista como un vicio. La lectura como deseo, (como felicidad, diría Borges) y ese deseo solo desea desear. A pesar de la imposibilidad de abarcar todos los libros que fueron, son y serán, y que todavía solo son en la imaginación. Entonces, ese ejército de libros del futuro seguirá a la vanguardia, retando nuestra mortal capacidad lectora, retándonos a leer hasta la muerte, sabiendo que jamás se podrá leerlo todo, sencillamente, porque nuestro tiempo es demasiado limitado, y el número de los libros resulta incalculable y seguirá creciendo en masa, volumen y sentido, a pesar de nosotros.

viernes, 22 de abril de 2016

El día de la Tierra

En el día de la Tierra, una frase de Aldous Huxley: «¿Y si acaso este mundo no fuera más que el infierno de otro planeta?»
Hoy en clase sobre comunicación verbal y no verbal hablábamos sobre la diferencia fundamental, dentro de la última clasificación, entre el lenguaje kinésico y el lenguaje visual. Partía por poner ejemplos. El gesto del dedo arriba. Uno de los alumnos dijo que significaba aprobación. Los dos dedos índices de ambas manos puestos hacia adelante. Otro de los alumnos dijo que significaba que "las tenía vueltas locas". Primeras risas. Por último, el gesto del puño con el dedo menique y el índice levantados. Una alumna dijo inmediatamente: algo satánico o rockero. La idea era que comprendieran que todo esos gestos no son sino una convención. Porque, por ejemplo, el segundo de los gestos no significa necesariamente el gesto del "canchero irresistible". Y el tercero, en su principio, no tenía nada que ver con el diablo ni con la música. (Uno de ellos dijo, para callado, que el hoyudo también era un tipo de lenguaje kinésico. Lo escuché y le agregué, en voz alta: exacto, es otra forma más cómoda y rápida de "mandar a la mierda", sin palabras, sin adornos). La convención, acabé diciendo, es parte constituyente de la simbología. Comunicación no verbal manifestada mediante un lenguaje kinésico que a su vez simboliza, para nosotros, otra cosa distinta. No fue hasta esa conclusión que un alumno soltó una frase de antología, como para hacer mofa del contenido: "Entonces, profesor, el símbolo de la paz sería tan convencional como el gesto del Pato Yañez". El grupo del fondo, que acompañaba al cabro, se reía a carcajadas. Llegaba ese punto en que no sabía si proseguir el cuestionamiento o adherir a la risa. Sobretodo, porque, en el fondo, dentro de su intención de comedia, tenía toda la razón. La salida única, la salida brillante del desordenado, que hace tambalear el curriculum y la teoría.

jueves, 21 de abril de 2016

Se dice que hay quienes no pueden amar sino literariamente. A puertas de ser todavía lego en la materia, se corre el riesgo de caer en aquella denominación. Pobre de aquellos. Pero quizá, después de todo, no tan pobres. Porque todavía les queda la palabra. Algunos dirán: El consuelo del impotente. Sin embargo, la palabra como una garantía. Como una sublimación del placer frustrado. Como un psicotrópico del deseo. Quizá como un remedo de algo que pudo ser o que aún puede ser. Una pura potencia. O una condición sine qua non. Como por ejemplo, cuando se le reprochaba en broma, recuerdo, a cierto personaje el hecho de amar inocentemente solo los recuerdos o los pocos momentos instantáneos con una mujer muy querida. Siempre repetía a cada rato: "Déjenme piola con mi fantasía". La idealización de aquellos momentos el sujeto las encumbraba a experiencia límite. Se sentía satisfecho con solo intercambiar un par de palabras con aquella a quien amaba. Ponía en el altar la relación y se inclinaba ante su musa a la manera del medieval amor cortés. Por supuesto, con un pie forzado que solo nosotros entendíamos. Un código ficticio, una manera implícita de decir que el trato con aquella mujer (completamente idealizada, sustraída de si misma) debía de ser carácter sublime, para de ese modo, volverlo aún más absurdo. Solo para proyectar en aquella mujer unas cualidades ultraterrenas que ella ni por asomo sospechaba. El personaje no intentaba ligar ni ir más allá. (Aún teniendo mano por otros lados). A su manera, estaba encarnando al quijote interior. Dejaba un poco de lado, a propósito, la carrera seductora del Don Juan, siempre conspirativa y demandante, para inclinarse ante la idea romántica de una mujer ideal. Ese quijote interior es quien crea a su musa. La persona real, la chica en cuestión, no tiene nada que ver. Se ama en realidad una imagen. Esa es la idea que nos hacemos del amor, cuando invade la primavera del instinto y su consecuente sentimiento. En todos nosotros, los hombres, pugna un quijote y un don juan disputándose su porción de realidad. Unos, idealizando el amor y a su musa, y otros, simplemente, tomándolas con astucia. Para demostrar, en el fondo, que aquello llamado amor, como un asunto profético, reverencial, o, por otro lado, como algo absolutamente subjetivo y personal, a estas alturas, continúa descolocándonos, obrando de formas misteriosas, revolviendo nuestra mente, nuestro sexo, y por supuesto, nuestro corazón. Como diría el escritor Lawrence Durrell, en relación a la fantasía de nuestro amigo: "Hay sólo tres cosas que se pueden hacer con una mujer: Se puede amarla, sufrir por ella, o convertirla en literatura".

miércoles, 20 de abril de 2016

“Quien comprenda el infierno, comprenderá el corazón humano”. Frase de un compadre, escritor amigo, todavía inédito, citada ahora por otro compadre…

martes, 19 de abril de 2016

Que se jodan

"Cuando un periodista preguntó a David Simon, creador de la serie de televisión The Wire, qué premisas había seguido para desarrollar su proyecto, la respuesta fue la frase (mítica ya): “Sólo una: que se joda el espectador medio”. En una industria cultural que parece caer inevitablemente en una espectacularización y banalización constantes, como afirma Vargas Llosa en su último ensayo sobre la muerte de la alta cultura, sorprende comprobar que aun existen creadores que rechazan al público mainstream y buscan una excelencia de complejidad intelectual aun a riesgo de no ser comprendidos". Una premisa que va no solo de la mano del formato serie, sino que perfectamente aplicable al formato texto. "Que se joda el lector medio". Parece ser el rosario de moda de muchos de los escritores emergentes que se dicen vanguardistas. Que se joda el lector en general. Un compañero escribiente anónimo, conocido por sus salidas sarcásticas y su narrativa un tanto intempestiva, me comentaba sobre una nueva técnica para narrar: Joder no tanto a partir de la narración, sino que joder la narración misma y a su narrador. En palabras chilensis, el compañero decía: "Cagarse al narrador culiao". Ponía a modo de ejemplo una escena en la que de repente un tipo x se tope con alguien en una esquina de la avenida, y ese alguien resulte ser alguien conocido, y comienza a partir de ellos una conversación que va subiendo de tono, hasta que sin motivo alguno se propicia una balacera en el contexto de una redada policial, y el narrador de punto fijo en la narración, que se creía protagonista, muere por una bala loca, pero sigue la historia, en otro punto, ahora a raíz de aquella balacera. Un golpe de gancho a la diegesis. Un poco como lo hacían, guardando las proporciones, los hermanos Cohen en la película No country for old men, matando al veterano de Vietnam que huye con el botín millonario al principio de la película, con quien ese espectador medio se encariña para luego joderlo todo. Con aquel ejemplo el compañero intentaba graficar una posibilidad narrativa de esta nueva premisa de "cagarse al narrador". Mover el piso, hacer perder el timón, desenfocar la lectura, en suma: Que se joda todo. Ese parece ser el modus operandi de ciertos escritores: Demostrar que todo es una completa joda. Pero partiendo por demostrar, sin embargo, la condición previa de esta bizarra ley: que ellos mismos sean la joda por antonomasia.

Que se joda el espectador medio.
Se vive y se muere, en la medida de lo posible. No hay otra verdad...

lunes, 18 de abril de 2016

La charla

Había acabado la charla. Los invitados y comensales se levantaron de sus asientos. Fueron de inmediato al fondo del salón donde había un estante lleno de libros. No sabía si estaban a la venta. Intuí que no eran gratuitos. Eran ediciones relucientes, aunque algo plásticas, distintas a aquel empastado característico de las ediciones de los setenta, como las de Otros Mundos de Plaza y Janes. Una joven, al parecer integrante del curso, de chaleco verde, me convidó un par de galletas y un vaso de jugo. Me explicaba respecto a la naturaleza del curso, y la posibilidad de participar en él, dentro de dos semanas en una nueva charla. Asentí y siguió su camino, sonriente, segura de su conocimiento. Contenta de capturar a un nuevo interesado. Entretanto, una señora se aproxima y luego de una larga conversación respecto a su convicción espiritual y sus avatares personales, acaba discutiendo -junto a un amigo- sobre Humberto Maturana y su concepto del dialogo y la autopoiesis. Decía conocerlo personalmente, y por eso mismo señalaba que a ratos se adjudicaba tales conceptos como suyos, declarando incluso cierta auto imagen contradictoria con los principios humanistas que dice defender. La señora se refirió a un tal Rafael Echeverría para contextualizar el asunto. La acusación venía dada, supuestamente, porque Maturana decía "no tener nada que ver con el coaching practicado por Echeverría". Que caía en la lógica de la manipulación. En un negocio disfrazado de dialogo. Un ardid de superación interpersonal. Fue lo que más recordé de su dilatada conversación. Incluso después de que acabara refiriéndose a la calidad de la gente con la que trabajaba. "Un grupo muy humano de gente". Esa frase quedó plasmada en el imaginario. "Un grupo muy humano de gente". Hay algo en esa frase que guarda un misterio, a pesar de sonar corriente. El adjetivo humano parece que tenía ahí un sentido paradójico, o, por el contrario, redundante.

Después de eso, me volteo hacia el lado de los libros a ver si algo logra convencerme, mientras bebo el último sorbo del jugo ofrecido por la chica de verde. En eso se aparece una mujer, también aproximándose a los libros. Le comenta a un sujeto contiguo, también miembro del curso, que acaba de ver una luz extraña emanando justo sobre la superficie de algunos libros, en específico los de la esquina, aquella colección nueva que más al principio alcancé a atisbar después de la charla. Su preocupación por aquella luz se hacía notar. Pero no parecía agitada, sino que obnubilada por un fenómeno a su juicio extraño. El sujeto solo parecía escucharla. Intentaba entender la importancia de la luz mencionada por la mujer, pero entretanto observaba el resto de los libros que estaban a su lado. Tratando de buscar un motivo lógico, entremedio de ambos, señalé que a lo mejor aquella luz fue simplemente producto de la iluminación tenue del lugar o de una ilusión óptica. Ella sin embargo insistía en que esa luz significaba algo, que no por nada salió de esos libros, y en un momento específico de la reunión. El tipo al no entender las razones de la mujer se fue retirando sutilmente. La mujer decía ser solamente simpatizante del grupo. No era integrante, como el resto. La luz que dijo haber visto fue demasiado fugaz para ser entendida. Trataba de entender su no entendimiento de esa luz. Haciendo un alto a su impresión, me dijo que era psicoterapeuta. Que estaba en Valparaíso, según su testimonio, para rehacer su vida luego de un quiebre amoroso. Al parecer trataba de asociar aquella luz a alguna señal psicológica. Veía en esa luz quizá una luz sobre una nueva vida después del infierno del amor. Le dije que posiblemente signifique que aquellos libros sean la respuesta. Mejor dicho, aquella colección de libros nuevos sobre el estante desde el cual emanó su famosa luz. La invité a echar un vistazo a esos libros. Fui directamente donde un libro que hablaba de la Gnosis primordial. Estaba sellado. Su diseño era minimalista. Pero en la portada aparecía el símbolo de una rosa. Una rosa bastante distinta a las demás. Una rosa en forma de fractal. Me preguntó si acaso había leído alguna vez en la vida algo respecto a la Gnosis. Le dije que prácticamente nada. Solo conocía el término desde su acepción griega. Y además, el conocimiento vago sobre cierto grupo llamado "Gnosis", con fama de sectario. La mujer ya parecía menos perturbada por la luz, luego de haberse desahogado. El hecho de dar con ese libro, con esa edición única, al parecer la tranquilizó. Ni siquiera lo había leído, y ya parecía haberse contentado con su descubrimiento. Sin conocerla demasiado, concibo en ella el síndrome del lector. Esa satisfacción de hallar un libro importante como si se tratase de un alma gemela, o, en su defecto, de un amante entusiasta. Su satisfacción era algo completamente inaudito pero hasta cierto punto comprensible. Antes de retirarse, la mujer me regaló su tarjeta de presentación. La conservo todavía, subrayada. Tacho la palabra "alma" como lo haría Juan Luiz Martinez sobre su nombre. En aquel hallazgo pareciera que las piezas de su puzzle interior hubieran encajado de alguna forma. Y la escurridiza luz de la verdad, al fondo del salón, se hubiese arrojado repentinamente para iluminar ese encuentro. El encuentro de la mujer con su literatura secreta y su corazón sublimado. Y mi encuentro, completamente intransferible e incorregible, con la felicidad ajena.