Mi ex me regaló una llave. Dijo que era algo simbólico, para que me “abriera camino”. Yo le agradecí, sinceramente. Aunque la llave abre puertas, pero se entiende el sentido del gesto. Nunca antes en la vida alguien me había regalado una llave, de manera desinteresada, solo por significar algo más.
¿Será que aún puedo abrir mi corazón con ella? ¿Será que ella ya cerró el suyo y la llave es una invitación a volver a abrirlo? ¿O será que la llave me la dejó para que pudiera abrir otras puertas que no sean la nuestra? Puede que sea más simple que eso. La llave regalada como la apertura de lo que se creía cerrado, abrirse por dentro para permitirse entrar de nuevo sin restricciones.
En la llave radica el secreto del mundo. Sirve tanto para abrir como para encerrar. Encontrarse con lo inesperado, abrir y volver a lo rutinario, o cerrar por fuera y para siempre el espacio que ya se abandonó y que descansa en el recuerdo.
El amor es una llave. La posibilidad del amor radica en una apertura mutua, y dicho gesto coincide plenamente con el pasaje de una crónica que escribí hace casi diez años y que integró el libro Rinconada, una crónica sobre quedarse afuera de la casa, y concebir en la llave un poder insospechado:
“La llave es como un símbolo de pertenencia, porque alguien con una llave, aunque sea un huérfano, es casi siempre alguien que abriga una esperanza ciega, la posibilidad de abrir alguna puerta por ajena y distante que sea y sentirse adentro, de vuelta a cierta especie de hogar, como si fuese algún Ulises clandestino.
Se puede no tener dinero, pero sin una llave se está literalmente perdido, aunque ya no queden puertas. Aún así la llave no te acompañará al éxito ni al fracaso, solo garantizará tu acceso a cierto umbral de la realidad, por hermético o insondable que este parezca.”
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