domingo, 9 de agosto de 2020

A raíz del caso Ámbar volvió a salir a la palestra el tema de la pena de muerte. Anteriormente ya había vuelto a salir con el caso de la pequeña Sophie. La pena de muerte fue derogada en Chile durante el gobierno de Ricardo Lagos, amparándose en tratados internacionales sobre derechos humanos, incluso el último condenado fue indultado por Eduardo Frei Ruiz Tagle en los noventa (caso Cupertino Andaur). Él pronunció las siguientes palabras tras el indulto: "No puedo creer que para defender la vida y castigar al que mata, el Estado deba a su vez matar. La pena de muerte es tan inhumana como el crimen que la motiva. Sólo Dios da la vida, sólo Dios puede quitarla". Un debate que mantiene dividida a la clase política y a la ciudadanía en un nivel humano con posiciones a ratos irreconciliables. La pregunta hoy por hoy es ¿la pena de muerte es realmente justa? ¿Compensa el daño de crímenes tan atroces como los de Ambar o Sophie? Ante estas preguntas, sale a colación el rol del Estado respecto al monopolio de la violencia y también el de la justicia. Están quienes, imbuidos por la sensibilidad humana que producen estos casos extremos, abogan por la pena de muerte para sujetos que no merecen una segunda oportunidad, dada la gravedad de sus crímenes y que, a los ojos de la sociedad, solo deben ser borrados del mapa. Hay también datos y argumentos racionales para justificar el restablecimiento de la pena. Por ejemplo, en el hecho de que el Estado Chileno gasta alrededor de 700 mil pesos en un preso y solo cerca de 40 mil en un estudiante público, poniendo en perspectiva el tema de los valores. ¿Qué pesa más: un estudiante o un preso? Se preguntan en base a estos datos fácticos. ¿Dónde están las prioridades del Estado chileno con respecto a la ciudadanía? A partir de esto, se deduce que mantener de por vida a un preso condenado por crímenes repudiables sería una injusticia para el círculo más intimo de las víctimas, quienes deberán pagar con sus propios impuestos la estadía carcelaria del victimario. 

Pero por otra parte, están los que plantean que la pena de muerte resulta una medida inviable, ya no tanto desde el punto de vista de los derechos humanos de los condenados, sino que desde la crítica al aparato represor del Estado que, al plantearse la posibilidad legal de dar muerte a ciertos condenados, puede caer en una deriva peligrosa rozando el accionar fascista, y con ello, desembocar en la corrupción de condenar a muerte a posibles inocentes o a sujetos acusados simplemente por motivos políticos. En este punto se enarbola la importancia del garantismo que algunos cuestionan al proteger demasiado a los delincuentes, pero que permite a todos los ciudadanos contar con al menos una base de derechos básicos y fundamentales, frente a la acción punitiva de este gran Leviatán. Además se plantea que la pena de muerte, aun siendo implementada, tampoco garantiza que a futuro acabe la comisión de aquellos crímenes que la justicia social condena con el linchamiento total. Se han mostrado cifras para sostener que aquellos estados en los cuales la pena de muerte se implementó no bajaron considerablemente sus índices de criminalidad, y como solución a largo plazo, en cambio, confían en que todo pasa por una reeducación de la sociedad para crear las condiciones necesarias que a futuro hagan improbable la existencia de delincuentes y criminales. Esa es la vía idealista que condena de por sí la pena de muerte. No victimiza a los condenados, como aquellos que son partidarios de la cadena perpetua (aduciendo que los condenados son consecuencia de un sistema enfermo), sino que toma partido por las personas que vienen, abrigando todavía, y a pesar de la injusticia y la maldad reinantes, una cierta esperanza en la humanidad. 

En suma, apoyar o rechazar la polémica pena de muerte implica legitimar algunas de las razones aquí expuestas, y ello conlleva un profundo dilema ético relacionado con el sentido de la justicia. Surgen entonces nuevas preguntas a propósito de esta discusión, preguntas que dejan la puerta abierta para interpretaciones: si lo justo es dar a cada quien que lo merece de acuerdo a derecho ¿sería realmente justo matar a quien mata? ¿Es eso justicia o venganza, bajo la ley de talión? ¿En ese caso, el Estado es realmente un ente legítimo para deliberar esa acción? ¿Dar muerte a alguien que le arrebató la vida a otro, finalmente, de acuerdo a un cierto sentido de proporcionalidad, compensará la pérdida de esa vida y el daño que esta provoca en la sociedad? ¿Lo correcto es lo justo siempre? ¿Para quién o para quienes? Las respuestas a estas preguntas, insisto, solo pueden ser respondidas en base a elecciones y convicciones personalísimas, que serán, a la larga, el reflejo de cada persona.

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