martes, 31 de julio de 2018

Sandy MC

Sandy MC. El único videoclub sobreviviente de Valparaíso, en Pedro Montt esquina Rodríguez, al fondo de un setentero edificio residencial. Recuerdo que en los noventa arrendaba vhs en Magia videoclub, también en Pedro Montt, club del cual mi viejo fue socio durante casi una década. 

Otro videoclub extinto era el Musiteka, que quedaba al final de Salvador Donoso, llegando a Bellavista. Tenía una caseta de lotería y una mini sala de cine. Uno más antiguo todavía era el Axis, en Francia casi al llegar a Colón. Se podían jugar las consolas de la época, Super Nintendo y 64. Tenía un poster gigante de Indiana Jones a un costado de los estantes. 

Cómo olvidar además la empresa Blockbuster, que en sus tiempos quedaba en Bellavista esquina Blanco. De hecho, durante caleta de tiempo ese sitio fue punto de reunión para los porteños, tanto así que sabían inmediatamente donde juntarse al mencionar la palabra Blockbuster como si se tratase de una invocación. 

La prehistoria de los videoclubes en la ciudad. Esa prehistoria volvía a mi mente al pasar por Sandy Mc de improviso. El compadre que atendía, notando que hurgaba entre algunos dvds de culto, alcanzó a advertir que algunos de esos títulos no se vendían: 

-¿Te gusta Alex de la Iglesia?-. 
-He visto sus películas-. 
-Esas lamentablemente no están a la venta. -¿Y por qué las tiene ahí?-. 
-A modo de exhibición-. 
Se refería a los dvds de Acción mutante y de El día de la bestia. 
-Ya están descontinuados. El compadre de Santiago que me los traía se dedicó al negocio del blu ray-. 

Luego de justificar el por qué no vendía esas joyitas, continuó arreglando un reproductor de dvd Ikawa, con una antigüedad estimada de una década. Mientas lo hacía, le pregunté sobre los títulos de Darío Argento. 
-Esos sí se venden-. 
-Pero también son clásicos-. 
-No es nada personal. Es que las de Alex de la Iglesia cuestan más conseguirlas-. 

En mis manos aparecía Inferno. Tras echarle un vistazo a la filmografía de terror, fui a por el espacio de los vhs, escondido detrás de un reducto apartado del local. Se alcanzaban a visualizar cosas como Black Rain, Highlander o El club de los cinco. 

En la parte inferior de un estante envuelto por la sombra, se hallaba una auténtica reliquia: Fitzcarraldo, de Werner Herzog, en vhs. Cinematográfica coincidencia. En la casa esa película era el único vhs que alcance a rescatar de entre un montón de rarezas y antiguedades botadas a su suerte en el edificio donde trabajaba de conserje. Lo había agarrado como quien agarra un objeto con valor sentimental hundido en la basura de la memoria. Se hallaba internado en la selva tal cual como la ópera en medio de la Amazonía. 

La obsesión de Klaus Kinski por instalar un teatro en lo profundo de la selva era idéntica a la obsesión por un arte perdido en lo hondo de la maraña cibernética. Kinski pretendía llevar la música a la selva. El compadre de Sandy Mc pretendía conservar el vhs frente a la inclemencia de la explosión digital. No llevé ningún vhs, pero salía de ese pequeño rincón imbuido de una nueva retromanía. 

Antes de retirarme, el compadre sugería que también hacía traspasos de formatos entre vhs y dvd, y entre dvd y blu ray, como un viajero del tiempo que transforma los dispositivos con que visualizamos la ficción del mundo. Le decía que quizá para otra ocasión, que por ahora bastaba y sobraba con ese pequeño baño de nostalgia audiovisual. El vhs, como en Videodrome, similaba la retina del ojo de la mente, la retina del ojo de un pasado que solo fue en nuestras especulaciones y maquinaciones cinéfilas más recónditas.

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